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Documento del Profesor Bhagwati distribuido en la conferencia

Jagdish Bhagwati es profesor universitario de Economía y Derecho en la Universidad de Columbia y Senior Fellow en el Consejo de Relaciones Exteriores. El libro que publicó en 2004, In Defense of Globalization (Oxford), acaba de ser distribuido en una nueva edición. Sus libros más recientes sobre el comercio, Termites in the Trading System: How Preferential Trade Agreements are Undermining Multilateral Free Trade, y Terrified by Trade: The Paradox of Protectionism in the United States, serán publicados por Oxford.

En sus escritos, Alan Blinder se centra en la subcontratación de los servicios a través de Internet, como lo ha hecho en el presente debate organizado por Ben Friedman; ahora bien, las cuestiones que se han planteado son mucho más generales por lo que respecta al libre comercio y así ha sido anunciado por los medios de comunicación. Por ello, por razones analíticas y de política pública, mi contribución será de carácter muy general, situando los argumentos de Blinder en la perspectiva necesaria.

Si consultamos los principales periódicos estadounidenses durante estos días leeremos que se ha producido entre los economistas una “pérdida de fuerza” e incluso una “pérdida de fe” en el libre comercio. Además, se observan constantes pronunciamientos proteccionistas entre los nuevos demócratas (los que han ganado las últimas elecciones) en el Congreso, y una calculada ambigüedad sobre el libre comercio entre los viejos demócratas (como Hillary Clinton, que pidió de forma vergonzante una “pausa” en la ratificación de los tratados comerciales), enfrascados en la carrera hacia la Presidencia. Cuando les cuestionan los defensores del libre comercio, estos políticos suelen decir: “Ya no existe entre los economistas un consenso sobre el libre comercio”, citando las mismas ideas que leen en los periódicos.

Se podría pensar, por tanto, que los días en que se propugnaba el libre comercio son cosa del pasado en los Estados Unidos. Ciertamente, el clamor contra el libre comercio es tan intenso que es posible que podemos llegar a encontrarnos en PBS con un Réquiem por el Libre Comercio compuesto e interpretado en Inglaterra por Sir Paul McCartney. Sin embargo, todo este barullo recuerda a la película de dibujos animados en la que dos derviches están sentados despreocupadamente en la arena del desierto, junto a sus camellos, y uno de ellos que está leyendo el irritable periódico de El Cairo Al Ahram le comenta al otro: “Dice que estamos de nuevo activos”.

Lo cierto es que el libre comercio está vivo y goza de buena salud entre los economistas, en cuyos argumentos analíticos favorables a esta política, elaborados de forma muy sofisticada en la teoría de la política comercial de posguerra, apenas han hecho mella algunos argumentos originales de unos pocos economistas, como Alan Blinder en el debate de hoy, que se alinean contra él.

La última celebración del abandono del libre comercio por los economistas

Si se examina la reciente avalancha de artículos periodísticos sobre el libre comercio, resulta asombroso (como demostraré más adelante) con cuánta frecuencia se ha escrito en tono luctuoso durante los últimos años, ignorando la realidad histórica de que ese tipo de escritos han aparecido de forma recurrente durante los 20 últimos años en los principales periódicos y revistas. Los últimos escritos son de afamados periodistas como Lou Uchitelle del New York Times (30 de enero de 2007) y el equipo de Bob Davis y David Wessel en el Wall Street Journal (28 de marzo de 2007). A menudo, también incluyen una reseña sobre los economistas “discrepantes”, como William Baumol (con su coautor, el tan afamado matemático Ralph Gomory) y Alan Blinder, que hoy se encuentra aquí entre nosotros.

Pero si su entusiasmo para imaginar la salud declinante, e incluso la muerte, del libre comercio traiciona la ignorancia de análisis anteriores de ese tipo que luego quedaron en nada, también hay que destacar que a estos periodistas les contradicen otros cuyos análisis del vigor del libre comercio entre los economistas es más preciso. Así, incluso cuando Davis y Wessel exponían sus dudas sobre el libre comercio (28 de marzo de 2007) en el Wall Street Journal, un periódico conservador, y afirmaban que “Desde muchos puntos de vista, el debate sobre el libre comercio avanza en ... la dirección [de los escépticos y oponentes]”, señalé a la atención de Davis en una entrevista telefónica la columna que había escrito el 12 de febrero de 2007 el brillante y perspicaz Eric Alterman en The Nation, la revista izquierdista más influyente de la actualidad, en la que lamentaba acertadamente la permanente aceptación del libre comercio por los economistas: “Esta columna no va a solucionar la controversia sobre si los Estados Unidos necesitan una política comercial más dura. Así me lo parece, pero no creo que pueda convencer a Paul Krugman o Jagdish Bhagwati, por ejemplo, de que tengo razón y ellos están equivocados. La pregunta que hago es la siguiente ¿por qué la opinión de la mayoría [política] del país concita un sentimiento de desprecio en el discurso público?”

Con el fin de adquirir la perspectiva necesaria sobre los análisis de los medios de comunicación relativos a la pérdida, una vez más, del consenso sobre el libre comercio entre los economistas, trataré de documentar distintas situaciones en los últimos años en las que se escucharon falsas alarmas acerca del libre comercio, con la misma exageración que el conjunto heterogéneo de personas a las que he citado como los periodistas que han escrito más recientemente en esta línea. Evaluaré y desestimaré los argumentos “heréticos” que se expusieron contra el libre comercio en cada caso; de hecho, los medios de comunicación me atribuyeron el papel de defensor del libre comercio en todas esas situaciones.

Situaciones anteriores de agitación en los medios de comunicación

Situación 1. El ascenso del Japón: Krugman y Tyson. La discrepancia más notoria, con mucho, sobre el libre comercio, el equivalente de un huracán de categoría 5, la protagonizó mi alumno del Massachusetts Institute of Technology (MIT) Paul Krugman, uno de los representantes más profundos de la teoría del comercio internacional, que amplió el principio de competencia imperfecta a la teoría comercial y que a finales del decenio de 1980, hace más o menos 20 años, comenzó a afirmar que “después de todo, el libre comercio ha pasado de moda”. El efecto sobre los medios de comunicación y sobre los enemigos del libre comercio fue fulminante, en gran medida porque el ascenso del Japón y el argumento de que era proteccionista, mientras que los Estados Unidos propugnaban el libre comercio, había alimentado la búsqueda exaltada de un economista destacado como icono de los proteccionistas.

Robert Kuttner, que ahora es el editor de The American Prospect y que durante mucho tiempo se había mostrado escéptico acerca del libre comercio, celebró la aparente herejía de Krugman. Karen Pennar escribió en Businessweek (27 de febrero de 1989), bajo el título de “The Gospel of Free Trade is Losing Its Apostles” (El evangelio del libre comercio está perdiendo a sus apóstoles) que “El libre comercio es positivo para usted … Cada vez son más los economistas que no están tan seguros de ello.” Además de Krugman, Laura Tyson (otra de mis alumnas más destacadas del MIT) fue mencionada como economista que apoyaba “la aplicación de políticas comerciales para promover y proteger industrias y tecnologías que consideramos importantes para nuestro bienestar”, posición que fue rechazada por el economista de Stanford Michael Boskin con la afirmación, que habría de resultarle políticamente costosa, de que no hay diferencia entre los chips de patata y los chips semiconductores (“potato chips and semi-conductor chips”).

Consideremos dos de los principales argumentos, comenzando con la defensa que hace Tyson de la política comercial como instrumento de política industrial. Tyson afirma que las industrias con externalidades deberían ser protegidas. Pero el problema en este sentido es que resulta muy difícil para los responsables de la formulación de políticas y muy fácil para los miembros de un grupo de presión decidir qué industrias tienen externalidades. Como señaló en una ocasión el premio Nobel Robert Solow, tan buen demócrata como el que más: “Sé que hay muchas industrias en las que el valor de la producción social es cuatro veces superior al de la producción privada; el problema es que ignoro cuáles son.” Además, Michael Schrage, de Los Angeles Times, decidió estudiar cómo se hacían realmente los chips de patata y los chips semiconductores y, si los partidarios de la política industrial pensaban, sin duda, que los chips semiconductores se fabricaban con una tecnología sofisticada, que no era necesaria en el caso de los chips de patata, la realidad resultó ser muy diferente. Mientras que los chips Pringle, que pueden encontrarse en los minibares de los hoteles de lujo, los fabrica Frito-Lay, la filial de PepsiCo, en fábricas prácticamente automatizadas, fabricar semiconductores es en una labor consistente en ensamblar placas que no requiere ninguna inteligencia y que llevan a cabo trabajadores poco cualificados pero dotados de una gran paciencia y capacidad para sobrevivir al aburrimiento. Además, en un examen del influyente libro de Laura Tyson Who’s Bashing Whom? que realicé en su momento en The New Republic (31 de mayo de 1993) señalé que el interés exagerado en lo que se produce como determinante del destino económico es una obsesión casi marxista que bordea la insensatez. Se pueden producir chips de patata, exportarlos e importar ordenadores que se pueden usar de forma creativa. También se pueden producir semiconductores, exportarlos e importar chips de patata que uno puede comer mecánicamente como un teleadicto mientras ve la televisión y se convierte en un imbécil. Es probable que lo que se “consume”, en un sentido amplio, sea más importante para uno mismo y para el bienestar de la sociedad que lo que se produce.

Sin embargo, el modelo teórico de Krugman de competencia imperfecta entre empresas que producen productos diferentes y la elaboración del modelo de industrias oligopólicas (por contemporáneos de Krugman como Gene Grossman de Princeton, otro alumno destacado mío del MIT, inmediatamente por detrás de Krugman) planteó problemas al libre comercio a un nivel más profundo. Para comprenderlo, hay que tener en cuenta que en los dos últimos siglos transcurridos desde que Adam Smith escribiera sobre las virtudes del libre comercio, se habían registrado numerosas discrepancias por parte de economistas de primera fila como Keynes durante la Gran Depresión. En esencia, el argumento en favor del libre comercio es una extensión del argumento de la Mano Invisible: si los precios del mercado no reflejan los costos sociales, la Mano Invisible, que utiliza esos precios para orientar la asignación, señalará en la dirección incorrecta. Evidentemente, durante la Depresión, los salarios del mercado (que eran positivos) superaban al costo social (que era cero como consecuencia del desempleo generalizado). Así pues, Keynes se convirtió en proteccionista. De modo análogo, si los que contaminan pueden contaminar sin pagar por ello, habrá sobreproducción en la industria contaminante porque su costo privado será inferior al costo social (que debería incluir el costo de la contaminación). También en este caso el apoyo al libre comercio se ve comprometido. Cada generación parece haber descubierto alguna imperfección del mercado, apropiada para su época, que menoscabaría los argumentos en favor del libre comercio.

Pero en un escrito publicado en el Journal of Political Economy en 1963, expuse un sencillo argumento que resultó revolucionario en la defensa del libre comercio: argumenté que si se eliminaba la imperfección del mercado aplicando una política adecuada, se restablecerían las razones que sustentaban el libre comercio. Así pues, si se introdujera el principio de “el que contamina paga” (o permisos comerciables que gravarían igualmente a quienes pretendieran contaminar), sería posible aprovechar plenamente las ventajas derivadas del comercio adoptando el libre comercio. Los argumentos en favor del libre comercio se habían restablecido después de dos siglos de dudas recurrentes.

Pero había un problema importante. Si la imperfección del mercado se producía en “mercados” nacionales como los mercados de trabajo, en los que puede haber imperfecciones tales como diferencias salariales entre zonas rurales y urbanas o salarios rígidos que superan el costo “real” de la mano de obra, mi argumento era correcto, y la inmensa mayoría de las imperfecciones se producían en los mercados nacionales. Ahora bien, si las imperfecciones se planteaban en el comercio internacional, para resolverlas habría que aplicar aranceles y no se restablecería el libre comercio como la política apropiada. Por consiguiente, si un país o sus productores tenían un cierto grado de poder en los mercados internacionales para elevar los precios de venta reduciendo la oferta, saldrían mejor parados con lo que los economistas denominan “un arancel óptimo”, argumento que se remonta a la época de Adam Smith. Paul Krugman se ocupaba precisamente de ese tipo de imperfecciones.

Pero finalmente, Krugman y otros economistas especializados en el comercio volvieron a asumir el libre comercio en varios de sus escritos, abandonando a Kuttner et al. a su suerte. Básicamente, esto se hizo a través de argumentos “de política económica” menos irrefutables pero igualmente convincentes. Un conjunto de economistas, entre ellos Avinash Dixit de Princeton, volvieron al redil afirmando que “no había argumentos de peso”, esto es, que cuando se investigaban empíricamente las imperfecciones del mercado de mercancías éstas no eran lo bastante sustanciales para justificar el abandono de la política de libre comercio. Otros economistas, Krugman entre ellos, alegaron que la protección no mejoraría la situación, sino que la empeoraría. Mi radical profesora de Cambridge Joan Robinson solía decir que la Mano Invisible trabajaba por estrangulación; la demostración menos drástica de Krugman de que era débil cuando había imperfecciones en el mercado de mercancías se combinaban ahora con la idea de que la Mano Invisible estaría paralizada. Otros, sin embargo, pensaban que una vez se permitieran las represalias arancelarias, era poco probable que quienes iniciaran el proteccionismo pudieran sobrevivir a esas represalias para descorchar una botella de champán.

Los proteccionistas que habían saludado a Krugman como su icono se sentían decepcionados, incluso furiosos: Kuttner escribió feroces críticas sobre Krugman, por ejemplo, durante años. Pero lo cierto es que, incluso en el momento en que estos economistas volvieron a aceptar el libre comercio, el Japón dejó de ser una amenaza y la histeria sobre este país, densa como la niebla, remitió. El libre comercio volvía a ser nuestra opción política.

Situación 2. El ascenso de la India y China: Paul Samuelson. El ascenso de la India y China provocaría otro huracán de la categoría 5. Esta vez lo ocasionó el Premio Nobel Paul Samuelson, mi profesor del MIT. En un artículo publicado en el Journal of Economic Perspectives (verano de 2004) afirmó, combinando conocimientos matemáticos no accesibles a los periodistas con un estilo expresivo, que los defensores de la globalización no tenían en cuenta la realidad de que el ascenso de la India y China podía incidir negativamente en los Estados Unidos 1.

Aunque Samuelson había tenido buen cuidado en afirmar que los Estados Unidos no debían reaccionar adoptando medidas de protección, los proteccionistas pensaron que habían conseguido un nuevo icono, y en esta ocasión se trataba del que podía ser considerado, junto con Keynes, el economista más importante del siglo XX y defensor del libre comercio durante mucho tiempo. Kuttner volvió a la carga y en muchos periódicos y revistas se publicaron artículos similares a los que se habían escrito cuando apareció Krugman en escena casi 20 años antes: por ejemplo, Aaron Bernstein, “Shaking Up Trade Theory” en Businessweek (6 de diciembre de 2004), Steve Lohr, “An Elder Challenges Outsourcing’s Orthodoxy” en The New York Times (9 de septiembre de 2004), y muchos otros. Como informó Steve Lohr en su entrevista en el Times, Samuelson subrayó que su análisis “no era una justificación para adoptar medidas proteccionistas”, pero sus palabras se perdieron en medio de las deducciones injustificadas contra el libre comercio que hicieron los proteccionistas.

Los economistas saben desde hace tiempo que los acontecimientos externos (“exógenos”, pueden perjudicar a una economía. De hecho, mi profesor de Cambridge Harry Johnson escribió sobre esta cuestión en los años cincuenta, cuando había escasez de dólares y los europeos sacaron la conclusión pesimista de que el crecimiento de los Estados Unidos les perjudicaría (del mismo modo que muchos consideran ahora que ocurrirá en los Estados Unidos a causa del crecimiento de la India y China) y afirmó que en realidad Europa podía resultar beneficiada. Para abordar la cuestión mediante una analogía, imaginemos cómo puede influir el tiempo en nuestro bienestar. Cuando un huracán afecta a Florida, las consecuencias son negativas, pero si llega a la India un buen monzón, las consecuencias son favorables.

Así pues, solamente un economista poco versado (y Samuelson tiene razón en que los hay, aunque no son en todos los casos los que él menciona) ignoraría la posibilidad lógica de que el ascenso de China y la India podría perjudicar a los Estados Unidos. Esto no es una novedad. Lo que sí fue una novedad en la imaginación popular, alimentada por los medios de comunicación y por los proteccionistas, fue el hecho de que si se vislumbrara realmente esa posibilidad pesimista, la respuesta adecuada debía ser el proteccionismo. Para explicarlo de forma muy simple, supongamos que un huracán daña a Florida. Si el gobernador Jeb Bush respondiera a ello interrumpiendo el comercio con el resto de los Estados Unidos, o con el mundo entero, lo único que conseguiría sería aumentar la angustia en Florida. Y Samuelson, cuyos conocimientos son incontestables y que no se deja arrastrar por la pasión o la política, no cometió ese error elemental.

Cuando se abrió paso esta realidad, como muchos economistas señalaron y el propio Samuelson subrayó de tiempo en tiempo, los proteccionistas perdieron su nuevo icono. Además, los economistas que estudiaban la cuestión revelaron que la posibilidad pesimista de que el ascenso de la India y China hasta “parecerse más a nosotros” pudiera reducir los beneficios que obtenían los Estados Unidos del comercio al hacer descender los precios de sus exportaciones no era un resultado probable. A medida que los países se equiparan en su dotación de recursos pueden obtener grandes ventajas del comercio de productos similares (o diferentes), como otro alumno mío, Robert Feenstra (en la actualidad el principal especialista en economía aplicada del comercio y director del Programa NBER sobre política comercial) en su discurso de aceptación del premio Bernhard Harms, y mi brillante colega de La Universidad de Columbia David Weinstein, demostraron empíricamente respecto del período de posguerra, en el que Europa y el Japón resurgieron de sus cenizas. Por otra parte, la fuente política inmediata de preocupación, el temor derivado de la subcontratación a la India de algunos empleos de atención de llamadas y apoyo administrativo (que, en mi opinión, provocó Alan Blinder) también remitió cuando se hizo patente que los hechos no avalaban la idea de que todo el comercio electrónico se realizaba en una sola dirección.

Situación 3: La india y China y el temor a la subcontratación: Alan Blinder. Pero la subcontratación apareció de nuevo, un par de años atrás, cuando el destacado macroeconomista Alan Blinder, presente hoy entre nosotros, fuertemente influido por el exitoso libro de Thomas Friedman sobre la globalización -que parecía traducir la declaración creíble de destacados empresarios y científicos de Bangalore dedicados a la tecnología de la información, como Nandan Nilekani, de que podían hacer todo cuanto pudieran hacer los estadounidenses en la conclusión errónea de que, por tanto, los indios harían todo cuanto estaban haciendo los estadounidenses- publicó en Foreign Affairs, en abril de 2006, un ensayo en el que exponía la idea de que la subcontratación de servicios a través del cable incrementaría el desplazamiento de empleos de Estados Unidos a esos países y pondría en peligro al país y a su clase media y su clase trabajadora. Así, se convirtió en un nuevo icono de los proteccionistas, a pesar de que Blinder siempre decía que seguía siendo partidario del libre comercio, pero … Davis y Wessel, del Wall Street Journal, elaboraron su argumentación contra el libre comercio en torno a él; él expuso sus ideas en la Radio Nacional Pública e incluso en el programa emblemático de televisión de Charlie Rose.

Pero Blinder olvidó que la subcontratación a través del cable (es decir, sin que tenga que haber entre el proveedor y el usuario una proximidad física como la que existe en la peluquería), que es el modo 1 de suministro de servicios en el Acuerdo General sobre Comercio de Servicios (AGCS), uno de los acuerdos derivados de la Ronda Uruguay de 1995, es el modo preferido de los Estados Unidos y otros países ricos, porque comprendieron que serían los grandes beneficiados, como sin duda lo son. Todos los servicios de atención de llamadas y otros servicios poco cualificados que se importan de países como la India se compensan con creces con un número mucho mayor de servicios muy cualificados y de gran valor que suministran profesionales de los países ricos en los ámbitos de la arquitectura, el derecho, la medicina, la contabilidad y otras profesiones.

Pero Blinder ha modificado su argumentación y ahora afirma que con la posibilidad de comercializar los servicios en línea, el número de empleos “vulnerables” ha aumentado al mismo ritmo y dice que están afectados más de 40 millones de empleos. Concluye señalando que para hacer frente a este fenómeno es necesario aumentar la asistencia para el reajuste estructural y mejorar la educación. Son muchas las observaciones que pueden hacerse sobre esta argumentación. Por ejemplo, si se habla de flujos, no se debe hablar únicamente del modo 1 (transmisión de los servicios a través de Internet). Los economistas saben que éste es sólo uno de los posibles modos de suministro de servicios, a saber, la transmisión de servicios sin la proximidad física de los proveedores y usuarios de los mismos. La transmisión de rayos X digitalmente desde Indiana hasta la India puede ser un ejemplo de ello. Pero, además, los médicos pueden acudir al lugar donde se encuentran los pacientes, y los pacientes al lugar donde se encuentran los médicos. El AGCS reconoce cuatro modos diferentes de “transacciones” de servicios.

En dos artículos que publiqué a mediados del decenio de 1980 en The World Economy junto con Gary Sampson y Richard Snape se distinguían los diferentes modos de suministro, que, sorprendentemente, fueron recogidos en el AGCS un decenio más tarde: sin duda, un triunfo destacado para nosotros los economistas 2. En esos artículos describí la distinción fundamental entre las transacciones de servicios que requerían la proximidad física y las que no la requerían y, por su parte, Sampson y Snape subdividieron, con brillantez, esas transacciones entre aquéllas en las que el proveedor acude al lugar en que se encuentra el usuario y aquellas otras en las que ocurre a la inversa.

Blinder, que al parecer desconocía todo esto cuando escribió su elogiado artículo en Foreign Affairs, del mismo modo que yo desconozco los pormenores importantes de la macroeconomía, en la que él tiene una ventaja comparativa, se ha equivocado, por tanto, al pensar únicamente en el modo 1. De hecho, los posibles flujos tienen lugar actualmente en más formas de las que él menciona. Ello se debe también a la inversión extranjera directa. Por ejemplo, cuando el senador Kerry hablaba de la subcontratación, se refería también, de manera confusa, al fenómeno de que un director ejecutivo cierre una fábrica en Nantucket y la abra en Nairobi, o invierta en la producción en Nairobi en lugar de hacerlo en Nantucket.

Lo esencial desde el punto de vista de la política comercial es que prácticamente ningún economista especializado en el comercio y ningún responsable de la formulación de políticas serios se han opuesto, que se recuerde, a que se proporcione asistencia para el reajuste estructural o para mejorar la educación. El primer programa de asistencia para el reajuste estructural de los Estados Unidos se remonta a 1962, durante las negociaciones de la Ronda Kennedy: fueron Kennedy y George Meany de AFL-CIO quienes lo firmaron. Desde entonces, prácticamente toda la legislación comercial ha tratado de mejorar ese aspecto y muchos economistas especializados en el comercio, como yo mismo a finales de los años sesenta, y otros como Lael Brainard, Robert Lawrence y Robert Litan en Brookings en los últimos años, se han referido amplia y permanentemente a ese tema en sus escritos. Blinder, que comenzó hablando en verso ha terminado, pues, hablando en prosa. A los defensores del libre comercio no nos preocupa, pues creemos que se encuentra en la misma escalera mecánica, aunque por detrás de nosotros. Si va a seguir siendo el nuevo icono de quienes se oponen al libre comercio, la situación de éstos debe de ser realmente difícil.

En consecuencia, estos tres globos con periodistas a bordo que agitaban banderas contra el libre comercio, se han quedado sin helio. El libre comercio ha mantenido su credibilidad entre los economistas. Sin duda, ha habido otros ataques al libre comercio, aunque menos influyentes, entre los que debo mencionar los de Baumol y Gomory (2000), que de todos modos han gozado de una cierta difusión, especialmente por parte del influyente columnista de izquierdas William Greider en The Nation (30 de abril de 2007) y, lo que no deja de ser irónico, de Paul Craig Roberts, economista especializado en las cuestiones relacionadas con la oferta, en sus ataques a la subcontratación en el Wall Street Journal 3.

Se podría decir que estos autores hacen una observación importante, aunque conocida, entiendo que de escasa pertinencia normativa. Se trata de la vieja cuestión que cuando estudiaba escuché de labios de R.C.O. Matthews, mi tutor en Cambridge entre 1954 y 1956, que había escrito un estudio clásico sobre los rendimientos crecientes, y al que siguieron poco después otros como el premio Nobel James Meade y Harry Johnson, mostrando que si los rendimientos aumentaban lo suficiente implicarían múltiples equilibrios, lo que a su vez supondría, entre otras cosas, la posibilidad de conseguir un equilibrio mejor en el libre comercio. Matthews y Meade, y muchos otros como Murray Kemp, habían hecho esta observación utilizando el instrumento analítico de que los rendimientos crecientes son externos a la empresa e internos en la industria, un instrumento que permitía mantener la competencia perfecta. En los años setenta, cuando Paul Krugman escribió su tratado, los economistas habían aprendido a manejar la cuestión de la competencia perfecta y, en consecuencia, Krugman consiguió brillantemente mostrar múltiples equilibrios en este escenario diferente, y más realista. Los economistas especializados en el comercio conocían estos argumentos desde hacía casi medio siglo y los enseñaban por medio de libros de texto clásicos como el mío (escrito en colaboración con Panagariya y Srinivasan). Se desvaneció, por tanto, la novedad analítica del libro de Baumol y Gomory.

Cuando se trasladaba a las prescripciones de política, lo que todo esto podría significar era que la política industrial, reforzada al estilo Tyson mediante una política comercial acorde con las necesidades, podía llevarnos hacia un “mejor” equilibrio. Pero, que se sepa, ningún autor lo consiguió. Así pues, parafraseando a Robert Solow en su referencia a las externalidades, cabría decir que, en efecto, si las economías de escala son importantes, podría haber múltiples equilibrios y podríamos utilizar las políticas comercial e industrial para encontrar un equilibrio “mejor”. Pero ¿quién puede establecer de forma convincente en qué consiste ese equilibrio mejor? Además, es difícil imaginar hoy en día, cuando los mercados mundiales han alcanzado tan grandes proporciones debido a la desaparición de la distancia y a la intensa liberalización del comercio durante la posguerra, que sigan existiendo industrias o productos en los que las economías de escala no sean solamente de proporciones modestas. En consecuencia, Baumol y Gomory, dos personajes realmente brillantes, carecen, a mi juicio, de relevancia en materia de políticas 4.

Uno de los ataques que continúa, y que sin duda ha influido en los nuevos demócratas, es el que protagonizan economistas asociados a AFL-CIO (como Thea Lee), y al laboratorio de ideas del Economic Policy Institute, influido por el movimiento laborista (como Lawrence Mishel). A su entender, la presión sobre los salarios de la mano de obra no cualificada y, cada vez más, sobre la clase media, guarda relación con el comercio con los países pobres. No parece que los estudios empíricos sobre el tema avalen esta tesis. En un artículo de opinión titulado “Technology, not globalisation, is driving wages down”, que publiqué el 4 de enero de 2007 en el Financial Times, afirmaba que los numerosos estudios empíricos que se han llevado a cabo (incluso por Paul Krugman) han puesto de manifiesto que el comercio con los países pobres tiene un efecto insignificante sobre los salarios reales totales de los trabajadores (como sobre los salarios relativos de la mano de obra cualificada y no cualificada) 5. [Tampoco otras formas de relacionar la reducción de los salarios con el comercio (e incluso con la inmigración ilegal de trabajadores no cualificados) tienen relevancia en los estudios empíricos.] El prolífico experto en comercio de la Kennedy School, de la Universidad de Harvard, Robert Lawrence, comparte esta posición en un espléndido estudio reciente, todavía sin publicar, en el que afirma que de su análisis de los datos disponibles no se desprende que el comercio influya en el lento crecimiento de los salarios.

Los nuevos demócratas que siguen creyendo, de todos modos, en esta imaginaria desventaja del libre comercio no hacen ningún bien a nadie. De hecho, utilizan estas ideas erróneas para frenar la liberalización del comercio y para utilizar cualquier recurso con el fin de intimidar a las naciones débiles a aceptar normas laborales inadecuadas con la esperanza de aumentar el costo de producción y mermar de esta forma la fuerza de la competencia a la que tanto temen 6.

En una de sus columnas del New York Times (14 de mayo de 2007), Paul Krugman decía que sus trabajos de investigación anteriores habían revelado que el comercio no hacía descender los salarios. Pero, a continuación, añadía: “Sin embargo, es posible que eso haya cambiado” (resaltado en cursiva). La razón que apuntaba era que “hoy en día compramos mucho más a terceros países que hace una docena de años”. Ahora bien, es fácil demostrar que se pueden multiplicar este tipo de importaciones sin que tengan efecto alguno sobre los salarios reales. Este argumento concreto contra el libre comercio no ha sido demostrado y no será más que una insinuación hasta que un estudio empírico trascendente demuestre lo contrario.

 

Notas
1. Paul Samuelson, “Where Ricardo and Mill Rebut and Confirm Arguments of Mainstream Economists Supporting Globalization”, Journal of Economic Perspectives, vol. 18(3), verano de 2004.
Mi artículo, “The Muddles over Outsourcing”, que escribí con Arvind Panagariya y T.N. Srinivasan, apareció en la misma revista en otoño de 2004, vol. 18(4), poco después del de Samuelson, y muchos consideraron, en los medios de comunicación, que se trataba de una “respuesta” a Samuelson. Pero no lo era; de hecho, cuando lo escribimos ni siquiera conocíamos el artículo de Samuelson. Nuestro artículo era el primer análisis del comercio de servicios, con varios modelos teóricos, y era también el primero en afirmar que algunos críticos y observadores, especialmente economistas, estaban mezclando diferentes conceptos de lo que significaba “subcontratación” y, por tanto, sus argumentos resultaban confusos. volver al texto
2. Jagdish Bhagwati, “Splintering and Disembodiment of Services in Developing Nations”, The World Economy, Vol. 7, junio de 1984; y Gary Sampson y Richard Snape, “Identifying the Issues in Trade in Services”, The World Economy, Vol. 8, junio de 1985. volver al texto
3. William Baumol y Ralph Gomory, Global Trade and Conflicting National Interests, MIT Press; Cambridge, 2000.  volver al texto
4. En Baumol and Gomory hay otro argumento que no se basa en las economías de escala. Consiste en que la tecnología puede difundirse en el extranjero, lo que puede provocar dificultades a los Estados Unidos. Esto es lo mismo que la preocupación de que la India y China puedan aproximarse en la dotación de recursos y de que, por tanto, los Estados Unidos podrían obtener menos ventajas del comercio. Pero ya he analizado ese argumento al referirme a Samuelson. volver al texto
5. Se ha debatido también en qué medida los salarios reales estaban estancados; algunos economistas como Marvin Kosters y Richard Cooper sostienen que una vez que se permiten beneficios y prestaciones al margen de los salarios estrictos, el estancamiento se convierte en crecimiento lento. Pero no entro en este debate y me limito a argumentar sobre la explicación de estancamiento o crecimiento lento, según sea el caso. volver al texto
6. Me he ocupado del fenómeno del proteccionismo de las exportaciones en forma de demandas de normas laborales más estrictas en los países pobres en mi libro In Defense of Globalization, Oxford 2004, y muy particularmente en el Prefacio de la nueva edición publicada en agosto de 2007. Al abordar el proteccionismo que caracteriza en estos momentos a los nuevos demócratas, he tratado esta cuestión en otras publicaciones como el Financial Times, y no expongo aquí esta línea de argumentación.  volver al texto

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