Lo que está ocurriendo en la OMC
NOTICIAS:  COMUNICADOS DE PRENSA 1999

PRESS/156
30 de noviembre de 1999

Moore: La conferencia de Seattle está condenada al éxitó

“La reunión de Seattle está condenada al éxito, porque hay demasiado en juego”, dijo el Director General Moore en su alocución inicial ante la Tercera Conferencia Ministerial de la OMC el 30 de noviembre. “El riesgo de nuevas crisis financieras o el de una mayor marginación de los pobres -añadió- son desafíos que están aquí con nosotros, planteados en Seattle, lo queramos o no”.

“Una nueva ronda de negociaciones comerciales amplia y equilibrada redundará en interés de todos, porque todos tenemos en juego cuestiones vitales para los respectivos países”, dijo Moore. En particular, preconizó la supresión de obstáculos comerciales a las exportaciones de los países más pobres, enfrentados a la amenaza de quedar aún más a la zaga en la economía mundial.

A continuación se reproduce el texto completo de la alocución inicial del Sr. Moore.

Alocución del Sr. Mike Moore, Director General, en la Tercera Conferencia Ministerial de la OMC, 30 de noviembre de 1999

Distinguidos invitados:

Quisiera empezar por rendir homenaje a nuestro anfitrión, los Estados Unidos de América, por la prudencia, iniciativa y vigor que ha demostrado al acoger esta importante Conferencia.

Merecen nuestro reconocimiento la Presidenta, Charlene Barshefsky, que dirigirá nuestros trabajos durante los próximos días, y la Secretaría de la OMC, por su dedicación y profesionalismo.

En nombre de todos ustedes deseo dar las gracias a la ciudad de Seattle, que nos alberga, así como a sus dirigentes y a su pueblo. Antes nadie creía que esta Conferencia fuese a atraer tanta atención: 50.000 huéspedes, muchos de los cuales incluso han sido invitados.

Señoras y señores:

Esta Conferencia está condenada: condenada al éxito. A pesar de las diferencias que hay entre nosotros dentro y fuera de esta sala, la OMC saldrá airosa, pues es demasiado importante para fracasar. Hay demasiadas cosas en juego. Es cierto que nos enfrentamos con problemas en Ginebra. Un muro de “oportunidades insuperables”. No nos fue posible obtener un texto único convenido para presentar a los Ministros. Así sucedió también en otras ocasiones en que se iniciaron rondas.

La OMC es una organización nueva. Representamos a 135 gobiernos soberanos, de todas las regiones, todas las culturas, todas las etapas de desarrollo. China se apresta ya a unirse a nosotros, y muchos otros países esperan su turno con impaciencia. Puede ser que haya 50.000 personas fuera del Centro de Conferencias pero tenemos 1.500 millones de personas que desean adherirse.

Todos nos damos cuenta de que ningún país puede disfrutar de un agua y un aire puros, ni puede administrar una compañía de aviación, ni siquiera organizar un sistema fiscal o aspirar a frenar o curar el SIDA o el cáncer, sin la cooperación de los demás.

Cuando cayó el muro de Berlín, cuando Nelson Mandela obtuvo la libertad, cuando los coroneles volvieron a los cuarteles, el resto del mundo aplaudió. Aplaudió los valores universales de la libertad política y económica. Nadie lanzó entonces gritos, maldiciones ni improperios acerca de los males de la globalización.

Cualquier madre con un hijo enfermo desea para él lo mejor que pueda ofrecer la ciencia en el mundo; nadie quiere una tecnología antigua cuando va al dentista. Nadie se queja en estos casos de la globalidad o universalidad de los valores.

Tengo cierta afinidad con algunos de los manifestantes que protestan fuera. Ni son todos malos, ni están todos locos.

Tienen razón cuando dicen que quieren un planeta más seguro, más limpio y más sano. Están en lo cierto cuando piden el fin de la pobreza, más justicia social, mejores niveles de vida.

Se equivocan cuando culpan a la OMC de todos los problemas del mundo. Se equivocan especialmente cuando dicen que esta casa no es democrática. Los Ministros están aquí porque así lo han decidido sus pueblos. Nuestros acuerdos deben ser ratificados por los Parlamentos. Esta es una Conferencia Ministerial.

Sé que en gran parte el denominado “punto muerto” de Ginebra es táctico. La sugerencia de un país en desarrollo de detener los progresos sobre el comercio electrónico hasta que se logre una mejor fórmula con respecto a la aplicación suena muy bien en Ginebra. Pero rechazar el comercio electrónico es el equivalente moderno de resistir los ferrocarriles, las carreteras y la electricidad. Lo bueno de este conjunto equilibrado que terminaremos por concretar es que todos deben ganar.

En Ginebra, durante más de un año hemos trabajado en la preparación del terreno para las nuevas negociaciones y en el establecimiento de nuestro programa de trabajo para el futuro. Los representantes de los Ministros aquí presentes han trabajado muy duramente y se han hecho progresos.

Pero la realidad es que no hemos podido zanjar nuestras diferencias. En tres oportunidades pedimos a las capitales más flexibilidad para poder llegar a un acuerdo. Pero en las tres oportunidades se decidió no dar más libertad de acción a los Embajadores. Ustedes adoptaron esa decisión. Ustedes decidieron que determinadas cuestiones solamente podían resolverse en Seattle. Lo comprendo. Ustedes son Ministros, ustedes fueron elegidos, la responsabilidad en última instancia les corresponde a ustedes.

Todos reconocemos, en el fondo, que una nueva ronda de negociaciones comerciales amplia y equilibrada redundará en interés de todos nosotros, porque todos tenemos en juego cuestiones vitales para los respectivos países.

Muchos países en desarrollo están experimentado dificultades para poner en aplicación algunos de los compromisos contraídos en la OMC, y desean que esas dificultades sean atendidas antes de asumir nuevas obligaciones. Y lo que no es menos importante, necesitan un mayor acceso para sus exportaciones. Estas cuestiones son especialmente acuciantes para los países en desarrollo más pequeños y más vulnerables.

Algunos países dependen de las exportaciones agrícolas y desean el tipo de acceso que a su juicio les ha sido negado en las rondas anteriores. Otros desean que se formulen nuevas normas en esferas tales como el comercio electrónico, las inversiones, la política de competencia, la transparencia de la contratación pública y la facilitación del comercio. Y también están aquellos que creen en la necesidad de comenzar a examinar la relación entre el comercio y las cuestiones sociales para dar a la globalización un rostro humano.

No deben postergarse las preocupaciones de los países menos adelantados. ¿Qué costo real representa para las naciones más ricas la supresión de los obstáculos a las exportaciones de esos países sabiendo que no son sino un 0,5 por ciento del comercio mundial? Si no podemos efectuar esta pequeña concesión a los más pobres de nosotros, ¿qué cabe entonces esperar de nuestro gran compromiso de eliminar la pobreza en el siglo XXI? La globalización no amenaza a los países menos adelantados. La amenaza que sobre ellos se cierne es la de “desglobalización”, al quedar excluidos de la economía mundial y cada vez más a la zaga. La culpa no es del sistema de comercio. Los propios gobiernos tienen responsabilidades. Algunos gobiernos pagan hasta nueve veces más para el servicio de la deuda que para la salud. El implacable peso de la historia está asfixiando a numerosos gobiernos Miembros.

Tienen ante ustedes un orden del día ingente. Algunos alegan que debería reducirse, ser más manejable, menos controvertido. Pero ¿qué intereses estaríamos promoviendo? ¿Los de quiénes estaríamos dejando de lado? ¿Y cuál es el momento oportuno para abordar los temas difíciles? ¿El año próximo? ¿Otra Conferencia Ministerial? ¿La próxima Ronda? El riesgo de crisis financieras o el de una mayor marginación de los pobres no son desafíos de un futuro lejano que podamos contemplar con desprendimiento o con una óptica académica. Ya están aquí con nosotros. Están planteados en Seattle, lo queramos o no. Y exigen respuesta.

Piensen solamente hasta qué punto estamos interrelacionados. La cuarta parte de la producción mundial atraviesa actualmente fronteras nacionales, y esta proporción es aún mayor en el caso de los países en desarrollo: casi el 40 por ciento de su PIB. Los países en desarrollo necesitan igual que los demás un sistema de comercio mundial seguro y estable. Necesitan una apertura mayor, no menor. Normas más estrictas, y no más endebles. Al igual que todos, necesitan nuevas negociaciones comerciales para ampliar sus mercados, abrir sus propias economías y realizar reformas. En ellos reside el futuro de la economía mundial. Son los clientes del futuro, y los niveles de vida de las naciones ricas dependerán en el siglo próximo del poder adquisitivo de las naciones más pobres.

Soy optimista. Confío en que más allá de nuestras diferencias inmediatas existe una amplia coincidencia acerca del tipo de negociación equilibrada que se necesita. Pero también tengo conciencia de los errores que pueden cometerse. Los pasos en falso o los malentendidos aún pueden convertir en fracaso la victoria que está al alcance.

El costo del fracaso es elevado. Los pobres no pueden esperar; la ciencia y la tecnología no van a esperar.

A mi juicio la idea es simple. La primera mitad de este siglo ha estado caracterizada por la fuerza y la coacción. El próximo siglo deberá estarlo por la persuasión y no por la coacción. Un siglo en que los Estados resuelvan sus controversias por medio del derecho, ese gran nivelador. Un siglo dotado de un mecanismo vinculante para resolver las diferencias; un siglo marcado por el compromiso y la interdependencia.

Soy de un país pequeño pero no considero que lo que estamos haciendo aquí sea una amenaza para nuestra soberanía. La interdependencia es, a mi juicio, una garantía de nuestra soberanía y seguridad. Los pequeños, los vulnerables y los más pobres entre nosotros necesitan, más que muchos, de nuestra Organización y del éxito en Seattle.

Recuerdo un certero comentario de Julius Nyerere; decía que, así como antes la riqueza de cada aldea dependía del poder de compra de la aldea vecina, así ocurre hoy con las naciones. Nuestros padres aprendieron con la experiencia de la gran depresión, que se hizo más profunda y dañina con la imposición de obstáculos al comercio, de los que se derivaron las tiranías gemelas de nuestra época, el fascismo y el marxismo, y, por consiguiente, la guerra: la guerra armada y la guerra fría.

Se juraron que no volvería a suceder, y crearon una estructura internacional que comprendía las Naciones Unidas, el FMI, el Banco Mundial y el GATT, ahora la OMC, a fin de lograr ese objetivo pacífico y esa noble visión.

¿Somos tan buenos como nuestros padres? ¿Podemos ver más allá de las estrechas instrucciones que se escriben en las distantes capitales?

Lo que hay que decidir es si nos adentramos decididamente en el próximo milenio con confianza, compasión y visión o avanzamos con dificultad atrapados en una marisma de indecisiones y paralizados por intereses creados. Les pido que piensen en esos valientes hombres y mujeres de la década del cuarenta y en otros que más recientemente hicieron caer los muros de la opresión política y económica.

Piensen con comprensión en aquellos que, de todas formas, nunca han tenido mucho. Aquellos que han venido aquí desde los países más pobres, las islas y valles más lejanos y que simplemente quieren una oportunidad. No desean favores, sino una oportunidad.

Si queremos que Seattle sea un fracaso, simplemente no tenemos que hacer nada. Podemos volver a las capitales sin que nuestros intereses se hayan visto afectados por ningún compromiso. Podemos decir a los ciudadanos de nuestros países que defendimos su postura hasta en los más mínimos detalles. Pero ¿qué significaría eso? ¿Aplaudiríamos que se haya impedido a los países en desarrollo obtener un trato más equitativo, que se deje un mundo más inseguro e inestable, que se haya parado el progreso? Sería lo mismo que aplaudir que Europa NO se hubiera ampliado. Sería como alegrarse de que se estuviera construyendo un nuevo muro de Berlín.

Pronto se iniciará un nuevo año, se iniciará un nuevo siglo, llegará un nuevo milenio. Recibámoslo con confianza. Yo lo hago, porque hay demasiado en juego para que titubeemos, seamos tímidos o fracasemos.