WTO NOTICIAS: DISCURSOS — DG PASCAL LAMY


> Discursos: Pascal Lamy

  

Señor Presidente,
Distinguidos invitados,
Señoras y Señores:

Siento una profunda satisfacción por encontrarme hoy aquí en la clausura de esta conferencia sobre “La gobernanza de bienes públicos interdependientes en múltiples niveles”.  Desde su fundación a comienzos de los años setenta, el Instituto Universitario Europeo de Florencia se ha mantenido fiel a los valores que inspiraron su fundación, como centro de vanguardia en la investigación sobre los problemas de la gobernanza y la integración europeas.  El Instituto, firmemente anclado en Europa pero abierto al mundo, es un observatorio privilegiado respecto de los problemas de la gobernanza.  ¿Qué otro lugar podría ser mejor que éste para reflexionar sobre la cuestión de la gobernanza mundial?

Pero antes de abordar el tema de hoy, quisiera rendir tributo a un gran italiano, un gran europeo y gran amigo del Instituto Universitario Europeo:  Tommaso Padoa-Schioppa, que se interesó muy profundamente en el problema de la gobernanza mundial y que, según entiendo, ha legado sus archivos a este Instituto.

La gobernanza mundial es un problema complejo, y no tengo dudas de que los dos días de deliberaciones que acaban de tener ustedes así lo confirman.  Una parte de la dificultad, cuando se reflexiona sobre ese tema, reside en la brecha que separa la teoría de la práctica.

¿Qué nos dice la teoría dominante?  Que el sistema internacional está fundado en el principio de la soberanía nacional.  Que el orden de Westfalia sigue siendo la base de la arquitectura internacional, y que una gobernanza mundial sólo puede resultar de la acción de Estados soberanos.  En otras palabras:  que la gobernanza mundial es la globalización de la gobernanza local.  Esta teoría, que no ha cambiado sustancialmente en siglos, está basada en la transitividad de la coherencia y de la legitimidad:  puesto que los Estados son coherentes y son legítimos, la gobernanza mundial forzosamente ha de ser también coherente y legítima.

Lamentablemente, no es esto lo que nos dice la práctica.  No basta con crear organizaciones internacionales para asegurar un enfoque coherente al abordar los problemas mundiales de nuestro tiempo.  Lo que me han enseñado mis cinco años en la OMC es que, cuando se trata de la acción internacional, los Estados muchas veces son incoherentes.  La mano derecha no sabe lo que está haciendo la mano izquierda.  Tampoco la circunstancia de que las organizaciones estén “conducidas por sus miembros” basta para garantizar su legitimidad a ojos de los ciudadanos.

Para zanjar la “brecha de la coherencia”, se ha intentado tender puentes jurídicos entre organizaciones internacionales.  Se han construido puentes sólidos y claros, por ejemplo, entre la OMC y la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual.

Pero tal cosa sigue siendo la excepción y no la regla.  Los puentes jurídicos entre organizaciones internacionales son a menudo muy débiles.  Así ocurre en materia de medio ambiente, donde los puentes jurídicos que existen son endebles;  aunque hay negociaciones en curso como parte del Programa de Doha para el Desarrollo para tratar de fortalecerlos.  En algunos casos esos puentes jurídicos han sido superados por los acontecimientos, y hay quienes ponen en tela de juicio su pertinencia, como ocurre entre la OMC y el FMI.  El artículo XV del GATT, que estipula que los Estados Miembros no pueden adoptar ninguna medida en materia de cambio que vaya en contra de sus compromisos de apertura del comercio, tenía mucho sentido en el régimen de tipos de cambio fijos.  Pero hoy ya no tenemos tipos de cambio fijos.

En cuanto a los puentes jurídicos entre la OMC y la Organización Internacional del Trabajo, son poco menos que inexistentes.  ¿Por qué ocurre esto?  Ya lo han comprendido ustedes:  ¡porque los Estados Miembros se han opuesto a construir esos puentes!  Volvemos al problema de la coherencia.  Las organizaciones internacionales podrán empeñarse al máximo en obrar “unidos en la acción”, para aludir a la conocida iniciativa que hace pocos años pusieron en marcha las Naciones Unidas;  pero estamos todavía por ver a los “Estados miembros unidos en la acción” en las diversas organizaciones que forman el sistema internacional.

Lo que muestran estos pocos ejemplos es que la teoría y la práctica no concuerdan.  Y cuando la práctica desmiente a la teoría, ésta tiene que evolucionar.  Pero no podemos esperar a que se elabore y se acuerde una nueva teoría completa y satisfactoria.  El mundo de hoy está enfrentado con grandes desafíos globales.  No podemos permanecer pasivos contemplando lo que ocurre ante nuestros ojos.  Necesitamos avanzar.  Es preciso encontrar soluciones prácticas ahora para impulsar la gobernanza mundial y abordar mejor los problemas que se presentan a nuestro mundo.

Si se observa la gobernanza desde el punto de vista práctico, hay tres elementos que son indispensables.  En primer lugar, la gobernanza tiene que suministrar una conducción, ser la encarnación de una visión, de energía política, de impulso.  En segundo lugar tiene que dar legitimidad, lo que es esencial para asegurar que todos sientan como propias las decisiones que conducen al cambio;  para evitar la tendencia intrínseca a resistir toda modificación de la situación imperante.  Por último, un sistema legítimo de gobernanza también debe garantizar la eficiencia.  Debe generar resultados que beneficien a la gente con un costo razonable.

Estos tres elementos condicionan un cuarto elemento cuya importancia, decisiva a mi juicio, ya han comprendido ustedes:  la coherencia.  Un buen sistema de gobernanza no puede referirse a una situación en que la mano derecha ignora lo que está haciendo la izquierda.  Menos aún puede referirse a que una y otra actúen en direcciones opuestas.

A nivel nacional, los tres elementos que acabo de mencionar -la conducción, la legitimidad y la eficiencia- están en las mismas manos:  en manos de los “gobiernos”.  Pero en el plano internacional, hacer realidad esos tres elementos es mucho más complejo.  ¿Quién dirige?  ¿Es posible garantizar la legitimidad por otros medios que no sean el voto emitido por los ciudadanos?  Las organizaciones internacionales especializadas, dispersas por todas partes, ¿son eficientes?  Mal puede causar extrañeza, en tales circunstancias, que la creación de una gobernanza mundial coherente constituya un verdadero problema ....

Sin embargo, existe un lugar en que el Rubicón de la supranacionalidad ha sido franqueado y se han puesto a prueba formas nuevas de gobernanza:  Europa.  Hace más de medio siglo, Jean Monet dijo lo siguiente:  “Las naciones soberanas del pasado ya no son el marco dentro del cual pueden resolverse los problemas del presente.  Y la propia Comunidad no es más que una etapa hacia las formas de organización del mundo de mañana.”  Estas palabras eran tan ciertas entonces como siguen siéndolo hoy.

El proceso de integración europea es la historia de una interdependencia deseada, definida y organizada entre sus Estados miembros.  Es la historia de 50 años de integración institucional encaminada a reunir, en el plano regional, los tres elementos de la conducción, la eficiencia y la legitimidad.  A través de la creación de un órgano supranacional, la Comisión Europea, que tenía el monopolio de promover nuevas normas legislativas —que habrían de tener precedencia sobre las leyes nacionales— y la facultad de aplicar políticas.  A través del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas, cuyas decisiones son vinculantes para los jueces nacionales.  A través, también, de un Parlamento formado por un Senado de Estados miembros y una cámara baja elegida por los ciudadanos europeos y que ha ido ampliando sus facultades a lo largo de los años.

Esta maquinaria institucional hizo de la Unión Europea una entidad económica y política radicalmente nueva en la escena de la gobernanza internacional.  La dotó de las armas necesarias para demostrar capacidad de conducción y aplicar políticas y proyectos que se han convertido en verdaderos éxitos.  Pienso, al decirlo, en la creación del mercado interior en 1992 y la del euro a finales de los años noventa.

El cuadro resulta más matizado en lo referente a la conducción externa, es decir, la capacidad de influir en los asuntos mundiales.  Europa puede ejercer su capacidad de dirección cuando puede hablar “por una sola boca” y no, como a menudo se formula, con una única voz, como ocurre en el comercio internacional, en que la Unión Europea se ha forjado la posición de un protagonista fundamental del sistema multilateral de comercio.  En términos generales, en lo que respecta a la capacidad de dirección y la eficiencia, Europa ha logrado a mi juicio resultados bastantes notables.  Es una opinión que comparten muchos europeos, si hemos de creer encuestas recientes que califican a la Unión Europea mejor que a los gobiernos nacionales por la forma en que ha hecho frente a la crisis.

Donde la Unión Europea no logra resultados igualmente buenos es respecto de la legitimidad.  Estamos presenciando un distanciamiento creciente entre la opinión pública europea y el proyecto europeo.  Habría podido esperarse que la estructura institucional europea, en la que se otorgan poderes cada vez mayores al Parlamento Europeo, daría lugar a una mayor legitimidad;  pero contradice esta visión la participación cada vez menor en las elecciones al Parlamento Europeo.  En teoría no hay ningún déficit democrático.  Los permanentes esfuerzos para adaptar las instituciones europeas a las necesidades democráticas, a lo largo de estos 50 años, no han generado ningún resplandor democrático.  El euroescepticismo está en alza.  Europa sigue tropezando con el problema de la legitimidad.

¿Qué puede enseñarnos en materia de gobernanza mundial el proceso de integración europea concebido por sus fundadores, que fue el sistema de gobernanza multinacional mejor logrado?  Permítanme que exponga unas pocas ideas prácticas sobre un posible modo de avanzar.

En primer lugar, la experiencia europea nos muestra que la gobernanza supranacional puede funcionar.

No sin dificultades, desde luego;  y es muy improbable que lo realizado a nivel europeo pueda reproducirse en el plano internacional.  Las cartas son diferentes.  El paradigma europeo se elaboró en condiciones de temperatura y presión muy específicas.  Fue modelado por la herencia histórica y geográfica del continente europeo, un continente asolado por dos guerras mundiales y el fantasma del Holocausto con sus millones de muertos.  Había, por ello, ansia de paz, estabilidad y prosperidad.

Tengo, sin embargo, la firme convicción de que es posible encontrar un modo de articular mejor los tres elementos de la gobernanza en el plano mundial a través de lo que he llamado el “triángulo de la coherencia”.

En uno de los lados del triángulo se sitúa hoy el G-20, que reemplaza al anterior G-8 y proporciona la conducción política y la orientación.  El segundo lado del triángulo son las Naciones Unidas, que facilitan un marco para la legitimidad mundial a través de la rendición de cuentas.  En el tercer lado están las organizaciones internacionales, impulsada por sus miembros, que aportan su experiencia y su contribución especializada, ya se trate de normas, de políticas o de programas.

El hecho positivo es que este “triángulo” de gobernanza mundial se está manifestando.  Han comenzado a tenderse puentes que enlazan el G-20 con organizaciones internacionales y con el sistema de las Naciones Unidas.  Yo mismo participo en reuniones del G-20, junto con los jefes ejecutivos de otras diversas organizaciones internacionales.  En las reuniones en la cumbre del G-20 se han organizado periódicamente sesiones dedicadas específicamente al comercio que nos han dado, en la OMC, el impulso político que necesitamos para llevar adelante nuestro programa.  El respaldo político del G-20 me permitió, cuando se iniciaba la crisis financiera de 2008, poner en marcha un sistema fortalecido de vigilancia de la evolución política, que resultó un instrumento útil y poderoso para contener el proteccionismo.

También se han adoptado varias iniciativas para afianzar los vínculos entre el G-20 y las Naciones Unidas.  Joseph Deiss, Presidente de la Asamblea General de las Naciones Unidas, organizó deliberaciones oficiosas en la Asamblea con las presidencias del G-20, antes y después de la última reunión en la cumbre que ésta celebró en Corea del Sur.  Fueron deliberaciones oficiosas en que participó el Secretario General de las Naciones Unidas.  Están previstos nuevos debates de ese tipo, antes y después de la próxima reunión del G-20.  Además, se programa para junio un debate oficioso de la Asamblea General sobre la gobernanza mundial, destinado a estudiar medios para revitalizar el Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas.

Una renovación de ese Consejo, a mi juicio, representaría un apoyo muy valioso al proyecto de “Unidad en la acción” que el Secretario General puso en marcha hace algunos años para promover la coherencia en el sistema de las Naciones Unidas.  Constituiría una combinación poderosa de dirección, amplitud y dinamismo para lograr una gobernanza mundial más coherente y eficaz.  A más largo plazo necesitaríamos que tanto el G-20 como los organismos internacionales rindieran cuentas al “parlamento” de las Naciones Unidas.

El proceso, por lo tanto, está en marcha.  Tal vez no sea exactamente “al estilo de Montesquieu”.  Acaso se desarrolle más en una modalidad informal y de redes.  Se están organizando mecanismos de información y de intercambio.  Paralelamente, también se están realizando mejoras para fortalecer los tres lados de la gobernanza mundial.

Se ha fortalecido la capacidad de dirección haciéndola más representativa.  El G-20 comprende ahora a países de América del Norte y del Sur, Europa, África, el Golfo, Asia y Oceanía.

La eficiencia se está impulsando mediante la creación de mecanismos de cooperación entre organizaciones internacionales, como la Junta de Jefes Ejecutivos de las Naciones Unidas, que preside el Secretario General de la Organización, en la que se reúnen dos veces por año los jefes de todos los organismos de las Naciones Unidas, de las dos instituciones de Bretton Woods (el Banco Mundial y el FMI) y la OMC.

Han florecido iniciativas conjuntas.  La OMC, por ejemplo, desarrolla diversas actividades de cooperación técnica en colaboración con el PNUD, la UNCTAD, la OMPI y el Banco Mundial.  Coordina la prestación de asistencia técnica con otras organizaciones internacionales a través de la iniciativa de Ayuda para el Comercio y el Marco Integrado mejorado.  Ha publicado varios estudios conjuntos:  con el PNUMA sobre “comercio y cambio climático”;  con la OIT sobre “comercio y empleo” y sobre ”la globalización y el empleo informal”;  y, más recientemente, con la OCDE, la OIT y el Banco Mundial sobre el “aprovechamiento de los beneficios del comercio para el empleo y el crecimiento”, destinado a la preparación en la reunión en la cumbre del G-20 en Seúl.  También participamos en el Equipo de Tareas de Alto Nivel sobre la crisis alimentaria mundial, establecido en 2008 por el Secretario General de las Naciones Unidas.  Otra iniciativa reciente que merece mencionarse es la conferencia del FMI y la OIT que se celebró en Oslo en agosto del año pasado para discutir la forma de acelerar una recuperación de la crisis que favorezca el empleo.  Todas estas iniciativas tienen un objetivo:  fomentar la coherencia y la eficiencia de nuestras actividades en el plano mundial.

Por último, la legitimidad de las organizaciones internacionales ha mejorado gracias a un reajuste de los derechos de voto en el Banco Mundial y el FMI.  Se trata de un hecho positivo, aunque hará falta más que eso.  La legitimidad de las organizaciones internacionales sigue siendo intrínsecamente westfaliana.  Se basa en la democracia estatal, y solo confiere lo que yo llamaría “legitimidad secundaria”, para diferenciarla de la “legitimidad primaria” que resulta de la participación directa de la ciudadanía.  El problema específico de la legitimidad en la gobernanza mundial consiste en el procedimiento por el que se adoptan las decisiones en el plano internacional, que se ve como demasiado distante, irresponsable y no susceptible de medios directos de impugnación.

Va surgiendo, pues, poco a poco, una arquitectura de la gobernanza mundial.  Ciertamente, esa arquitectura sigue siendo incompleta en cuanto a su alcance.  Algunas cuestiones, como el régimen impositivo y las migraciones, siguen estando en gran medida fuera del ámbito de la gobernanza mundial.  Pero también aquí las cosas están cambiando.  Por ejemplo, la cuestión de los paraísos fiscales está siendo abordada en la OCDE.  Podrá ser un paso pequeño, pero no es insignificante.  La gobernanza mundial no puede construirse de la noche a la mañana.  Se construye paso a paso.

¿Cuál es la segunda enseñanza que nos ofrece la experiencia europea?  Que hay tres ingredientes indispensables para el éxito de un proceso de integración:  valores compartidos, un objetivo común y una estructura institucional.  Las instituciones no pueden resolver el problema por sí solas.  Lo demuestra la experiencia que hemos acumulado hasta ahora en materia de gobernanza mundial.  Tampoco puede lograr resultados un proyecto común meticulosamente elaborado si le falta una estructura institucional.

La experiencia muestra que cuando están presentes dos de estos tres elementos, el tercero les sigue.  El éxito del proceso de integración económica de Europa es fruto de la conjunción de valores compartidos y un objetivo común.  Es la combinación de esos dos elementos lo que condujo al establecimiento de una estructura institucional.  La creación del euro es un proyecto cuya maduración llevó 30 años, entre el informe Werner de 1969 y el de Jacques Delors sobre la Unión Económica y Monetaria.  Se realizó entonces una opción clara conforme a la cual la política monetaria tenía por objetivo primordial asegurar la estabilidad de los precios.  La estructura institucional siguió, entonces, con relativa rapidez:  la creación del Banco Central Europeo, la más federal de las instituciones europeas, se decidió en apenas tres semanas.

Del mismo modo, el desarrollo de normas sólidas de comercio multilateral resultó posible gracias a la existencia de valores compartidos (la convicción de que la apertura del comercio es conveniente, convicción que está consagrada en el artículo 133 del Tratado de Roma) y una estructura institucional.

Entonces, ¿qué nos falta en el caso de la gobernanza mundial?  Ya contamos con un conjunto de estructuras institucionales en algunas esferas, pero no están apuntaladas todavía por un conjunto suficientemente firme de valores y principios básicos.  Allí hay, a mi juicio, una carencia de la gobernanza mundial.

Cabría aducir que la aprobación de la Carta de las Naciones Unidas en 1945 marcó el surgimiento de ese conjunto de valores y principios mundiales.  Es un conjunto que se ha fortalecido, con el transcurso del tiempo, con la aprobación de diversas declaraciones y pactos, como la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 y los Pactos Internacionales de Derechos Económicos, Sociales y Culturales y de Derechos Civiles y Políticos, de 1966.  Pero esta plataforma de valores se desarrolló en una época en que la globalización no tenía un entramado tan sólido como el que hoy tiene, y su aplicación sigue siendo muy irregular en muchos aspectos.  Hace falta ajustarla y fortalecerla.

Eso es precisamente lo que la Canciller de Alemania, Angela Merkel, ha propuesto con la creación de una Carta para la Actividad Económica Sostenible.  Se trata de un encomiable esfuerzo para establecer un “nuevo contrato económico mundial”, para anclar la globalización económica fijándola sólidamente a valores y principios éticos, para renovar la confianza que los ciudadanos deben tener en que la globalización puede actuar efectivamente en su beneficio.  Es una señal muy propia de nuestro tiempo que esta iniciativa provenga de Berlín, en Alemania, que es hoy un país reunificado en el corazón de Europa.

Por último, la tercera y última de mis sugerencias sería seguir alentando y prestar mayor atención a los procesos de integración regional, que permiten una familiarización gradual con la supranacionalidad.  La integración regional nos permite abordar los problemas de nuestro tiempo en un nivel en que la affectio societatis es más firme.  En un nivel en que el sentimiento de pertenencia es más sólido.  Porque no puede haber gobernanza sin ese sentimiento.  La integración regional representa el paso intermedio esencial entre el nivel nacional y el nivel mundial de la gobernanza.

La gobernanza supone, ya sea a nivel nacional, regional o internacional, un sentimiento compartido de realización de un empeño común, de pertenencia a una comunidad que la necesita.  Un sentimiento de “estar juntos”.  Un sentimiento que condiciona la aceptación de las restricciones impuestas en nombre de esa pertenencia.  Un sentimiento que encuentra sus raíces en valores compartidos, una historia común y una herencia cultural colectiva.  Un sentimiento, sin embargo, que se vuelve más etéreo y más volátil a medida que se acentúa la distancia de los sistemas de poder.

He tenido, en mi vida profesional, la oportunidad de trabajar en tres niveles diferentes de la gestión pública, que a menudo he comparado con los tres estados físicos de la materia:  el nivel nacional, que a mi juicio representa el estado sólido;  el nivel europeo, que es líquido;  y ahora el plano internacional, que se parece más al estado gaseoso.  La dificultad que hoy se plantea con la gobernanza mundial es tratar de pasar de su actual estado gaseoso a un estado más sólido.

En otras palabras, y estos serán mis pensamientos finales:  la solución no consiste en globalizar problemas locales, como sugiere la teoría;  consiste en localizar problemas mundiales;  hacerlos más aceptables para los ciudadanos a fin de reforzar el sentimiento de pertenencia al que acabo de referirme.

Para volver a algo que mencioné antes:  la “legitimidad secundaria”, que se basa en asambleas de Estados nacionales soberanos, es demasiado débil para atender las necesidades de la gobernanza mundial.  Lo que importa realmente es la “legitimidad primaria”:  la soberanía del pueblo.  El problema de cómo afianzar esa legitimidad primaria de la gobernanza mundial sigue siendo, en mi opinión, el principal problema político que tenemos planteado.

A esta altura, el único camino que puedo percibir consiste en llegar a la sociedad civil, los sindicatos, los partidos políticos y los parlamentarios para discutir y deliberar con ellos sobre los problemas mundiales que se nos plantean.  Necesitamos una gobernanza mundial.  Pero esa gobernanza mundial necesita ciudadanos mundiales.  Necesita ciudadanos que estén imbuidos de la sensación de “estar juntos”, el sentimiento de pertenencia a una comunidad mundial.  ¿Cuántas personas, al preguntárseles de qué país provienen, contestarían hoy como lo hizo el filósofo de la antigua Grecia Diógenes de Sinope:  “Soy un ciudadano del mundo”?  Al no existir elecciones mundiales, es preciso que el debate sobre la gobernanza mundial se lleve más cerca de la conciencia de los ciudadanos para forjar ese sentimiento de “estar juntos” que hoy falta.  Llevar ese debate sobre la gobernanza mundial más cerca de los ciudadanos contribuiría también a una mayor coherencia a nivel mundial.  Haría que los gobiernos fueran más responsables en lo que respecta a la coherencia.

Las modernas tecnologías de la información pueden ayudarnos a realizar esta ambiciosa transformación que genere un sentimiento de “estar juntos”.  Son instrumentos poderosos para contribuir a crear una “organización política”, como acabamos de ver en Túnez y Egipto.  Pero también necesitamos una mayor contribución de las ciencias sociales.  No solo de la economía y el derecho, o la ciencia política;  también de la sociología, la psicología o la antropología.  Y las academias, como la que hoy nos acoge, pueden hacer un aporte invalorable a la forja de esa nueva “organización política”.  Queremos un mundo que esté impulsado por ideas y no por instintos.  Entonces, señoras y señores, va un pedido para ustedes:  por favor, aporten su empeño y ayúdennos a todos.

Muchas gracias por su amable atención.

 

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