DISCURSOS — DG NGOZI OKONJO-IWEALA

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Miembros de la Sociedad John Snow;

Profesor Liam Smeeth, Director de la London School of Hygiene and Tropical Medicine;

Dr. James Hargreaves, Profesor de epidemiología y evaluación;

Dr. Jimmy Whitworth, Profesor Emérito;

Excelencias, señoras y señores: Voy a hablar sobre la equidad sanitaria mundial y el papel del comercio.

Es un enorme honor estar aquí para dar la Conferencia Pumphandle de este año. Estoy humildemente agradecida por poder seguir la estela de los oradores que intervinieron otros años.

Reconozco honestamente que, cuando he mirado nombres de lumbreras de la salud como el Dr. Anthony Fauci, Sir Jeremy Farrar, un amigo, Sir David Nabarro, otro conocido y amigo, y mi amigo el Dr. John Nkengasong, lo primero que he pensado ha sido “¿por qué me han invitado?”.

Soy la Directora General de la Organización Mundial del Comercio. Y, aunque es posible que sepa un par de cosas sobre las vacunas de mis tiempos como Presidenta del Consejo de GAVI, soy una economista, no una especialista en salud pública.

Pero, tras pensarlo bien, comprendí que quizás los miembros de la Sociedad John Snow tuvieran razón.

Después de todo, hace por lo menos cinco mil años — desde que los sumerios, en Mesopotamia, enviaban sus excedentes de cereales a lo que hoy es Turquía, el Irán y Omán, a cambio de madera, piedras preciosas y metales —, el comercio ha sido una de las fuerzas que cohesionan al mundo.

Pero cuando las mercancías, los servicios, las ideas, las personas y los animales se trasladaban de un lugar a otro, las enfermedades viajaban con ellos.

Si las mejoras en el transporte y las comunicaciones permitieron elevar el volumen del comercio — para bien o para mal —, también dieron lugar a lo que el historiador francés Emmanuel Le Roy Ladurie calificó de “unión microbiana del mundo”.

El mundo está aún lejos de ser fluido por lo que se refiere a los bienes y servicios. Pero, en cuanto a las bacterias y los virus, hace siglos que vamos progresando

Se considera ampliamente que la Muerte Negra, la peste que causó la muerte de hasta 200 millones de personas en Europa, África del Norte y Asia a mediados del siglo XIV, fue propagada por las rutas comerciales terrestres y marítimas.

En el siglo XVI, los europeos llevaron la gripe y la viruela a lo que hoy llamamos las Américas. Los virus diezmaron a las poblaciones locales de todo el hemisferio y desempeñaron una importante función en la caída de los imperios azteca, inca y otros de la era precolombina.

En 1854, el comercio y el Imperio habían contribuido a propagar el cólera mucho más allá de sus probables orígenes en el subcontinente indio. Ese fue el año en que el anestesiólogo londinense John Snow estableció una relación causal entre un brote local y el agua contaminada de una bomba en Broad Street, convirtiéndose en un pionero de la ciencia epidemiológica y dando nombre a la conferencia de hoy.

Obviamente, todos recordamos en qué situación nos encontrábamos hace tres años y medio, cuando un nuevo coronavirus viajó por toda la tierra a la velocidad de un avión de reacción. En el espacio de unas semanas se extendió por todo el mundo y una gran parte del planeta se vio confinada, presa de una nueva pandemia.

La globalización ha sido vinculada incluso a la propagación de enfermedades no transmisibles. Por ejemplo, a principios del mes en curso, el periódico The Guardian publicó un artículo sobre la creciente popularidad en los países en desarrollo de los aperitivos envasados, con gran contenido en sal, azúcar y grasa, lo que contribuye al aumento de la diabetes y las enfermedades cardiovasculares.

Pero la historia nos dice que la globalización, con sus corrientes de conocimientos, mercancías y servicios, también ha llevado consigo las soluciones a las crisis de salud pública. Por ejemplo, si la viruela se propagó a lo largo de las antiguas Rutas de la Seda, ahí fue donde aparecieron las primeras contramedidas, como la variolización, que dio la idea al joven Edward Jenner de buscar una alternativa mejor.

Como hemos comprobado recientemente, el comercio y la cooperación transfronteriza han sido aspectos fundamentales de nuestra respuesta a la pandemia de COVID-19.

Puede resultar sorprendente si recordamos la escasez de mascarillas, guantes e hisopos nasales que se produjo al principio de la pandemia, y las prohibiciones a su exportación impuestas por algunos Gobiernos como respuesta.

Pero el hecho es que el comercio y las cadenas de suministro transfronterizas se convirtieron rápidamente en un medio vital para aumentar la producción y el acceso a unos suministros que se necesitaban perentoriamente, desde equipos de protección personal hasta oxímetros y, al cabo de un año, vacunas.

Investigadores como los que acaban de ganar el Premio Nobel pudieron desarrollar vacunas contra la COVID-19 a una velocidad sin precedentes, gracias a que los científicos compartieron en línea información sobre el genoma del virus a los pocos días de su identificación, que se produjo a principios de 2020. Una vez quedó demostrado que las vacunas contra la COVID-19 eran seguras y eficaces, las cadenas de suministro de 19 países por lo menos, y posiblemente más, permitieron la fabricación de miles de millones de dosis en un plazo de tiempo relativamente corto.

Sin embargo, como todos tenemos el deber de recordar, además de un lado luminoso, este episodio también tuvo un lado oscuro.

En efecto, preservar la circulación transfronteriza de productos e insumos médicos— y de alimentos — fue una fuente fundamental de resiliencia para las poblaciones y los países de todo el mundo.

En efecto, vimos a los Gobiernos recurrir a instrumentos de política de facilitación del comercio para acelerar el acceso y reducir los costos, aligerando los trámites burocráticos e incrementando el ritmo de las aprobaciones reglamentarias.

Los datos comerciales ilustran claramente los resultados: aunque el valor del comercio mundial de mercancías disminuyó casi un 8% en 2020, el de productos médicos creció un 16%. El comercio de mascarillas prácticamente se quintuplicó.

Sin embargo, al mismo tiempo se produjeron desigualdades duras y crueles en el acceso a las vacunas contra la COVID-19, especialmente durante el primer año y medio de su producción masiva.

A pesar de la existencia del Mecanismo COVAX, que se estableció con el fin de velar por una distribución mundial equitativa de las vacunas, los países ricos ofrecieron precios insuperables para adquirir dosis para sus propias poblaciones, relegando a las personas vulnerables y en primera línea de espera de los países pobres al final de la cola.

Algunos países invocaron la seguridad nacional y otros imperativos para bloquear la entrada de insumos en la cadena de suministro de vacunas, causando demoras en la fabricación de determinadas vacunas. Otros restringieron la exportación de vacunas acabadas, con el fin de preservar la disponibilidad interna. Las economías en desarrollo que carecían de capacidad monetaria o de producción fueron abandonadas a su suerte.

La excesiva concentración de la capacidad de producción de vacunas hizo al mundo vulnerable ante esos imprevistos: antes de la pandemia, el 80% de las exportaciones mundiales de vacunas, en términos de volumen, procedían de solo 10 países.

África importaba el 99% de sus vacunas, lo que la exponía y hacía especialmente vulnerable a las restricciones a la exportación.

En octubre de 2021, los países de ingreso alto habían alcanzado tasas de vacunación del 75% al 80%. En cambio, menos de la décima parte de la población de los países de ingreso bajo había sido vacunada. (1) Algunos países se hicieron con un número suficiente de dosis para vacunar a sus poblaciones en cuatro ocasiones, mientras que otros tuvieron una cobertura inferior al 2%.

Esta inequidad vacunal había costado1,3 millones de vidas a finales de 2021, según el epidemiólogo y matemático Sam Moore y los coautores de su trabajo, de la Universidad de Warwick (2).

Además, la reapertura y recuperación de la economía en los países pobres fue más lenta de lo que podría haber sido, lo que ha tenido consecuencias prolongadas.

Y, cuando se dispuso por fin de vacunas, las dudas y el escepticismo a menudo se habían generalizado. El riesgo que plantea la aparición de nuevas variantes sigue siendo mayor de lo que debería.

Cuando todavía estaba en GAVI ayudé a establecer el Mecanismo COVAX. Creía sinceramente que habíamos aprendido de crisis anteriores, cuando se mantuvo a las personas de los países pobres a la espera de las vacunas contra el VIH/SIDA o contra el virus H1N1. Resultó que habíamos aprendido mucho menos de lo que yo creía.

Y eso sigue siendo cierto hoy. Una razón por la que me preocupa que no hayamos aprendido la lección de la COVID-19 es el desajuste entre los enormes costos económicos que acabamos de sufragar y los recursos irrisorios que hemos dedicado a tratar de prevenir la próxima crisis.

¿Cómo es que unos Gobiernos que, en conjunto, gastaron 14 billones de dólares EE.UU. en apoyo fiscal para impulsar las economías y proteger a los hogares durante el primer año de la pandemia parecen incapaces de mancomunar 10.000 millones de dólares EE.UU. para financiar cada año el Fondo para la Prevención, Preparación y Respuesta ante Pandemias, establecido en el Banco Mundial? ¿Cómo es posible?

La experiencia de los tres últimos años deja claro que el comercio y la cooperación internacional en materia de política comercial son indispensables, aunque insuficientes, para lograr la equidad sanitaria mundial y una mejor preparación ante las pandemias. 

La interacción entre innovación, acceso, concentración y distribución es compleja. Para lograr la equidad y aumentar la resiliencia futura es necesario desplegar de forma coherente una amplia gama de instrumentos, como inversiones en el sector manufacturero que dispongan de las competencias necesarias en materia de recursos humanos, la convergencia de la reglamentación, las políticas de contratación o la financiación.

Creo que es inaceptable para la salud mundial que se disponga de tecnologías para salvar vidas, pero haya personas que mueran por no poder acceder a ellas.  Un mundo en el que se deniegue a las personas ese acceso tan solo porque son pobres o viven en países pobres es inaceptable.

Sin embargo, no podemos desincentivar sin querer una innovación a la que el sistema de propiedad intelectual ha ayudado a lograr resultados.

Se plantea entonces la pregunta “¿Cómo fomentar la innovación y el desarrollo de nuevas tecnologías y al mismo tiempo asegurar un acceso equitativo a ellas?”.

El comercio es parte — aunque solo una entre otras — del ecosistema que determinará si superamos este desafío. En el resto de mis observaciones examinaré qué podemos hacer dentro del sistema de comercio para contribuir a promover la equidad sanitaria mundial. Expondré también algunas ideas sobre la forma en que podríamos complementar esas medidas con las adoptadas en otros foros.

Pero quiero comenzar señalando otra vía por medio de la cual el comercio ha aportado mejoras a la salud pública.

Los mercados mundiales previsibles y abiertos que defiende la Organización Mundial del Comercio han sido un elemento fundamental para acelerar el crecimiento y reducir la pobreza, en particular en las economías en desarrollo.

El crecimiento impulsado por el comercio es uno de los principales factores que explican que la proporción de la población mundial que vive en la pobreza extrema se redujera de casi un 38% en 1990 a algo más del 8% en 2019, según los datos del Banco Mundial.

Aunque muchos países pobres, y algunas personas en los países más ricos, no han recibido una porción adecuada de esos beneficios, los progresos realizados son reales.

El aumento de los ingresos de las personas y de los recursos de los Gobiernos ha contribuido a mejorar los resultados en la esfera de la salud.

Según las Naciones Unidas, el número de muertes de niños menores de cinco años ha pasado de 12,5 millones en 1990 a 5,2 millones en 2019. Durante el mismo período, la esperanza media de vida a escala mundial ha aumentado de 64 a casi 73.

Lamentablemente, la pandemia de COVID-19 revirtió algunas de esas tendencias alentadoras. Para retomar la senda de la reducción de la pobreza, tenemos que mantener un comercio mundial ampliamente abierto y, al mismo tiempo, incorporar a los países y comunidades marginados a las corrientes económicas mundiales.

Sin embargo, un grave riesgo se dibuja en el horizonte: el que las actuales presiones geopolíticas provocaran una profunda fragmentación de la economía mundial sería un duro golpe para las perspectivas de crecimiento y desarrollo de los países pobres. Ello haría aún más difícil alcanzar la seguridad alimentaria y actuar por el clima, lo que a su vez repercutiría en los resultados en la esfera de la salud. Eso explica en gran parte la enorme importancia que tienen los esfuerzos por fortalecer y reformar la OMC, y la comunidad de salud pública debería desear su éxito.

Volviendo sobre qué podemos hacer en el sistema de comercio y en su entorno para promover la equidad sanitaria mundial, quiero comenzar formulando unas observaciones sobre qué hace y qué no hace el sistema de la OMC.

La OMC promueve un comercio previsible y abierto, pero no un comercio sin límites. De hecho, preserva conscientemente el derecho de los Gobiernos a reglamentar, y les otorga un margen de actuación adicional a fin de que puedan adoptar las medidas necesarias para proteger la salud de las personas y de los animales y preservar los vegetales.

De igual manera, el Acuerdo de la OMC sobre los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio, o Acuerdo sobre los ADPIC, establece una referencia multilateral para la protección y observancia de la propiedad intelectual. Pero el Acuerdo deja claro que la propiedad intelectual no está protegida como un fin en sí misma, sino como un medio para mejorar el bienestar social y económico.

A tal fin, los derechos de patente no son absolutos, y el Acuerdo sobre los ADPIC ofrece a los Gobiernos amplio margen para recurrir a diversas opciones totalmente legítimas de anular los derechos de patente cuando así lo exige el interés público, con inclusión, pero no solo, de las emergencias de salud pública. 

Un grave problema es que los marcos jurídicos nacionales y las opciones escogidas resultan fundamentales. El Acuerdo sobre los ADPIC tan solo sienta algunas normas básicas: son los Gobiernos los que deben adoptar las medidas.

Los países en desarrollo tienen que establecer leyes nacionales que aprovechen plenamente las flexibilidades previstas en el Acuerdo sobre los ADPIC en aras de la innovación y el acceso.

Por su parte, los países desarrollados, que han demostrado que no vacilarían en atribuirse facultades excepcionales para sus propios sistemas de propiedad intelectual, podrían prestar más apoyo a los países en desarrollo que deseen valerse de su legítimo derecho a hacer lo mismo.

En ambos frentes, es decir, con respecto al comercio abierto y reglamentado y la utilización de las flexibilidades previstas en el Acuerdo sobre los ADPIC, la OMC ha evolucionado considerablemente desde 1995.

El derecho a reglamentar se ha ido afianzando con el paso del tiempo. Entre los ejemplos recientes cabe citar el sistema de etiquetado “semáforo” de los alimentos de Chile, mediante el cual se informa a los consumidores sobre el contenido en azúcar, grasa o sal de los productos; y la norma de Australia relativa al empaquetado genérico del tabaco. La legalidad de esta última quedó confirmada a raíz de su impugnación ante el sistema de solución de diferencias de la OMC. Las dos medidas han sido reproducidas en otros países.

Los Miembros de la OMC han adoptado algunas medidas útiles para contribuir a la fluidez del comercio que, como hemos visto, es un medio importante para que los medicamentos y las vacunas puedan llegar a las personas en todo el mundo.

El Acuerdo sobre Facilitación del Comercio de la OMC, que reduce los trámites burocráticos en las fronteras y las demoras y abarata los costos, ha demostrado ser algo más que un instrumento económico desde que entró en vigor en 2017: ha sido un poderoso mecanismo de acceso a los medicamentos, al reducir los costos relacionados con el comercio, el papeleo y las demoras.

En nuestra Duodécima Conferencia Ministerial, celebrada en junio del año pasado, los Miembros adoptaron una declaración de consenso sobre la respuesta de la OMC a la pandemia de COVID-19 y la preparación para futuras pandemias. En ella, los Ministros abordaron toda una gama de medidas comerciales pertinentes para hacer frente a los desafíos sanitarios mundiales, desde las restricciones a la exportación hasta la cooperación en materia de reglamentación, la facilitación del comercio y la seguridad alimentaria.

En particular, se comprometieron a que cualquier medida comercial de emergencia fuera específica, proporcionada, transparente, temporal, y no creara obstáculos innecesarios al comercio ni perturbaciones en las cadenas de suministro. También subrayaron la función que podía desempeñar el comercio de los servicios de salud en la lucha contra futuras pandemias.

En colaboración con el Banco Mundial, la Secretaría de la OMC publicó el año pasado un pequeño libro titulado Trade Therapy (“El comercio como terapia”), en el que presenta la gama completa de medios mediante los cuales el comercio puede contribuir a la respuesta y la preparación ante las pandemias.

La manera de concebir el Acuerdo sobre los ADPIC y sus flexibilidades también ha evolucionado considerablemente desde sus duros inicios, que muchos de nosotros recordamos demasiado bien.

El Acuerdo sobre los ADPIC empezó a entrar en vigor a mediados de la década de 1990, coincidiendo con el momento en que los avances en el desarrollo de las terapias antirretrovirales lograron que el VIH/SIDA dejara de equivaler a una condena de muerte para las personas que tenían acceso a tales terapias.

Sin embargo, las desigualdades de acceso eran sobrecogedoras. África se convirtió en el epicentro de la crisis del VIH/SIDA. A principios del milenio, más de 20 millones de personas de África Subsahariana eran seropositivas, y en muchos países las tasas de infección alcanzaban cifras de 2 dígitos. Cada año moría casi un millón y medio de personas, y ese número iba en aumento.

A precios de mercado, el tratamiento antirretroviral resultaba prohibitivo, ya que su costo anual superaba los ingresos per cápita de la mayoría de los países africanos.

Muchos miembros de la comunidad de la salud consideraban que el problema residía en el Acuerdo sobre los ADPIC, y señalaban los importantes ahorros de costos que se producían cuando países como el Brasil blandían la amenaza de imponer licencias obligatorias.

Por aquel entonces, 39 empresas farmacéuticas internacionales demandaron al Gobierno de Sudáfrica y al Presidente Nelson Mandela, con objeto de que revocara una legislación favorable al acceso, que autorizaba la importación de medicamentos genéricos, más baratos, contra el VIH/SIDA. Para un país donde cada año morían 25.000 personas a causa de la epidemia, esta demanda no solo era catastrófica desde el punto de vista de las relaciones públicas, sino que estaba basada en una argumentación jurídica deficiente y, en última instancia, hubo de ser retirada.

Lo que no se tuvo en cuenta por entonces en el debate fue que el Acuerdo sobre los ADPIC preveía flexibilidades que legitimaban las medidas que el Brasil estaba aplicando con éxito, y que Sudáfrica deseaba aplicar. De hecho, esas flexibilidades se habían inspirado en las prácticas aplicadas por los principales países desarrollados.

En 2001, los Gobiernos africanos llevaron la crisis del VIH/SIDA a la mesa de negociación de la OMC y exigieron la adopción de medidas que garantizaran que el Acuerdo sobre los ADPIC no fuera un obstáculo al acceso a medicamentos vitales.

Este debate dio lugar a la Declaración de Doha relativa al Acuerdo sobre los ADPIC y la Salud Pública de 2001, en la que se reafirmaba el claro derecho de los Gobiernos a invalidar los derechos de patente cuando fuera necesario para proteger la salud pública.

Posteriormente, el Acuerdo sobre los ADPIC fue modificado, a fin de crear una vía jurídica adicional que permitiera a los Miembros sin capacidad de fabricación interna adquirir medicamentos producidos al amparo de licencias obligatorias en otros países. Este instrumento solo se ha utilizado formalmente una vez, pero ha reforzado el peso de los Gobiernos en sus negociaciones con las empresas farmacéuticas sobre el acceso a los productos y la fijación de sus precios.

En los primeros años del siglo en curso, los precios de los medicamentos contra el VIH cayeron bruscamente. El costo de las politerapias, que podía llegar a 15.000 dólares EE.UU. anuales, quedó reducido a 350 dólares EE.UU.   La bajada de los precios permitió un despliegue espectacular de los programas de tratamiento. Actualmente, los precios anuales de algunas politerapias rondan los 60 dólares EE.UU.

A pesar de que los años posteriores se recurrió con bastante frecuencia a las flexibilidades previstas en el Acuerdo sobre los ADPIC con fines de salud pública, cuando estalló la pandemia de COVID-19 volvieron a sonar ecos de los debates anteriores, amplificados por las desigualdades en el acceso a las vacunas. Muchos países en desarrollo pidieron la exención de la protección otorgada en virtud del Acuerdo sobre los ADPIC a las vacunas, los tratamientos y los medios diagnósticas contra la COVID-19. Varios países desarrollados se opusieron, argumentando que los obstáculos se encontraban en otra parte.

Después de largas y arduas negociaciones, los Miembros de la OMC llegaron a una solución de transacción en nuestra Duodécima Conferencia Ministerial con respecto a las vacunas.  En la Decisión se reafirma toda la gama de opciones legítimas para invalidar patentes en bien del interés público y se abordan los principales obstáculos identificados por los países en desarrollo. 

Se allana el camino para que los Gobiernos satisfagan la demanda urgente de otros países mediante la invalidación de las patentes para producir vacunas para la exportación, se derogan las prescripciones en materia de notificación previa y se autoriza que esas exportaciones vayan directamente a los programas de vacunación humanitaria, sin tener que esperar una solicitud oficial por parte del Gobierno. Además, se establece claramente que los países pueden limitar la protección de los datos de ensayos clínicos, de ser necesario, para no obstaculizar la producción de vacunas contra la COVID-19 cuando ha sido autorizada por el Gobierno.

Esta solución de transacción arduamente alcanzada irritó a todo el mundo: las ONG dijeron que era demasiado tibia, mientras que para las grandes empresas farmacéuticas era excesiva. La decisión de ampliarla a los tratamientos y los medios de diagnóstico todavía está pendiente de adopción en la OMC.

En el futuro, los nuevos desafíos requerirán nuevas soluciones, de modo que todos los agentes — los sectores público y privado y la sociedad civil — siempre podrán hacer más por lograr un equilibrio óptimo entre la protección de la propiedad intelectual, la innovación y el acceso.

Eludir las hipérboles sería una buena forma de comenzar. Por tomar un ejemplo reciente, algunos agentes de la industria farmacéutica habían advertido de que la mera perspectiva de una atenuación de la protección de la propiedad intelectual paralizaría la innovación. Esta afirmación es difícil de conciliar con las, según la OMS, 400 vacunas posibles contra la COVID-19 creadas por diversos programas de investigación de los seis continentes.

Al mismo tiempo, el hecho de que las tecnologías básicas que hay detrás de las principales vacunas contra la COVID-19 no se patentaran en muchos países en desarrollo y países menos adelantados no parece haber dado a esos países una ventaja por lo que se refiere a la producción de vacunas. Los grupos de la sociedad civil también han incurrido en ocasiones en hipérboles: por el mero hecho de decir que es importante no desincentivar la investigación y la innovación no puede uno ser acusado de apoyar que las grandes empresas farmacéuticas cosechen enormes beneficios.

Y, como he dicho antes, el elemento fundamental para aprovechar las flexibilidades previstas en el Acuerdo sobre los ADPIC es el marco jurídico interno. Los países en desarrollo tienen que modificar sus leyes en consecuencia, y los países desarrollados deberían apoyar sus esfuerzos, y no desalentarlos, como a veces hacen.

Las licencias voluntarias y mecanismos como el Banco de Patentes de Medicamentos (MPP) han ampliado en gran medida el acceso por parte de los países que se encuentran habitualmente al final de la lista de espera. El MPP ha otorgado licencias para tratamientos importantes contra el VIH, la hepatitis viral y los antivirales fundamentales para tratar la COVID-19. Oxford y AstraZeneca se convirtieron en el nuevo ejemplo canónico de la concesión de licencias para la tecnología de vacunas y la transferencia de conocimientos, y la producción aumentó rápidamente en 25 centros de fabricación de todo el mundo.

Estos ejemplos constituyen un recordatorio de que la economía de las ideas puede ser un juego de suma positiva. La concesión humanitaria de licencias no tiene por qué chocar con los intereses comerciales.

De igual manera, los llamamientos a vincular la financiación pública de la investigación y el desarrollo a “cláusulas de acceso” resultan sumamente pertinentes. Esas cláusulas tratarían de velar por que los productos resultantes llegaran a los países de ingreso bajo a mediano, así como a los sectores menos privilegiados de la sociedad de los países más ricos.

He hablado con detenimiento sobre la propiedad intelectual porque el Acuerdo sobre los ADPIC ha estado en el centro de estos debates durante años, con la idea de adelantarme así a sus preguntas sobre el tema. Espero haberlo hecho.

Sin embargo, para tratar de que el comercio contribuya en la mayor medida posible a la equidad sanitaria mundial hay que trascender las cuestiones relativas a la propiedad intelectual y velar por que las mercancías sigan circulando. También hay que prestar atención a las políticas de contratación y a la diversificación geográfica de la capacidad de producción, y, por supuesto, se requieren fondos.

La contratación es el puente que une la producción con el gran número de personas que no pueden permitirse comprar medicamentos en el mercado libre.

Como hemos visto con las vacunas, la concentración excesiva de la capacidad de fabricación de productos médicos en un pequeño número de países hace que los suministros mundiales sean vulnerables a las perturbaciones localizadas, ya sean crisis de salud pública, fenómenos meteorológicos extremos o incluso cierres de aeropuertos.

Los sistemas de contratación deben permitir suministrar medicamentos de calidad para todos, lograr una buena relación calidad-precio y dar respuesta a las emergencias.

Mancomunar la contratación a escala regional puede ofrecer economías de escala, especialmente cuando los sistemas nacionales de salud tienen reducidas dimensiones. Me enorgullece decir que los Gobiernos africanos mostraron el camino a seguir en este terreno durante la pandemia de COVID-19. Establecieron rápidamente una plataforma continental para la adquisición y distribución de suministros médicos, y crearon el Equipo de Tareas Africano de Adquisición de Vacunas (AVATT), encargado de adquirir y distribuir vacunas.

Diez países, respaldados por la Comisión Económica para África de las Naciones Unidas, han establecido un mecanismo de contratación mancomunado para adquirir medicamentos esenciales a precios más competitivos.  Otro ejemplo en este sentido es el Fondo Rotatorio de la Organización Panamericana de la Salud, que envía vacunas a las Américas y el Caribe desde hace más de 40 años.

Para que la contratación a escala regional sea efectiva, los países tienen que evitar duplicaciones costosas de las prescripciones reglamentarias. La pandemia ha puesto de manifiesto hasta qué punto pueden estar fragmentados los sistemas de reglamentación sanitaria, incluso de países vecinos. Las normas internacionales, el recurso a las listas de uso en emergencias de la OMS y el reconocimiento mutuo pueden contribuir a reducir la fragmentación de la reglamentación y, de ese modo, abaratar los costos para los Gobiernos y los pacientes. Se han creado instituciones regionales como la nueva Agencia Africana de Medicamentos para resolver este tipo de problemas.

La cooperación regional en materia de reglamentación y contratación contribuiría también a la diversificación, al crear mercados más grandes y unificados, que incentivarían en mayor grado la inversión. De esta forma se acentuaría la repercusión de iniciativas de integración económica regional como la Zona de Libre Comercio Continental Africana, que contribuyen a ampliar el mercado.

Los desafíos que plantean la desconcentración y diversificación de la base mundial de fabricación de productos farmacéuticos son enormes. El elevado grado de concentración al que hemos llegado obedece a varias razones. Me refiero por ejemplo a la complejidad de las cadenas de suministro, que normalmente abarcan múltiples jurisdicciones y requieren trabajadores calificados, sistemas de reglamentación sólidos y salvaguardias de la calidad.

Ante la progresiva aparición de nuevos centros de fabricación de productos farmacéuticos en África, América Latina y otras zonas, el encarecimiento de los costos tendrá como contrapartida a corto plazo la consecución de objetivos de diversificación a más largo plazo.

Los programas de contratación pública están planteando dilemas muy concretos: ¿debemos adquirir a un precio más elevado vacunas o medicamentos a los nuevos centros regionales de fabricación, a fin de asegurarles cierto volumen de negocio y que puedan invertir más? ¿O hay que comprarlos a las fuentes más baratas y destinar los ahorros obtenidos de ese modo a otros fines útiles?

Se pueden presentar argumentos razonables para justificar ambas opciones. A mi modo de ver, deberíamos concebir la desconcentración como una póliza de seguros que merece la pena suscribir para reforzar la resiliencia ante futuras crisis. Al igual que pagamos primas de seguros para la peor eventualidad, es bueno sufragar algunos costos iniciales hasta que los nuevos productores se vuelvan competitivos a nivel mundial. Los donantes internacionales y regionales podrían desempeñar un papel importante si se movilizaran para compartir en parte esa carga.

El tratado relativo a las pandemias que se está negociando actualmente en la Organización Mundial de la Salud sería una forma de aprovechar los recursos necesarios. También podría convertirse en una plataforma para la cooperación mundial acerca de los desafíos comunes en materia de salud.  Como he comentado recientemente con mi homólogo de la OMS, el Dr. Tedros, podemos colaborar para tratar de que el comercio y la OMC alcancen todo su potencial como factores multiplicadores de los esfuerzos en curso en la OMS.

Señoras y señores, amigos, permítanme concluir. La pandemia ha demostrado que el comercio puede desempeñar una función esencial en el fomento de la equidad sanitaria mundial. Las decisiones adoptadas en materia de política comercial han ayudado a los Gobiernos a mejorar el acceso a los productos médicos vitales, incluso ante el telón de fondo de la pandemia y de la guerra en Ucrania.

Sin embargo, si bien en conjunto el comercio fue un motor de resiliencia, las perturbaciones que experimentamos fueron un recordatorio de que las redes de suministro no eran lo bastante resilientes. Aunque si se hubiera tratado de fabricar vacunas, tratamientos y EPP de forma aislada en cada país la situación se habría agravado, se olvidó a demasiadas personas en demasiados países, pese a que disponíamos de cadenas de suministro multinacionales.

Tenemos que mejorar. Otra crisis es inevitable, ya proceda de una amenaza conocida como la resistencia a los antimicrobianos, o de algo inesperado. Estaríamos en mejores condiciones de hacer frente a estos desafíos en un mundo en el que la capacidad farmacéutica estuviera más diversificada y se inscribiera en mercados mundiales abiertos, que permitieran que los insumos y los productos acabados circularan con mayor libertad.

Un mundo en el que más países dispusieran de medios para crear sistemas de salud más sólidos o de apoyo externo para hacerlo. Un mundo en el que los científicos compartieran información allende las fronteras y la ampliación del acceso a las innovaciones médicas fuera una prioridad mundial común.

La intensificación de la cooperación mundial al servicio de intereses comunes puede parecer quimérica en un mundo fragmentado como el actual.

Con todo, ya nos hemos asociado otras veces antes, incluso en circunstancias menos favorables. En la década de 1970, un mundo mucho más pobre y dividido por la Guerra Fría logró erradicar la viruela.

Muchos de los presentes, tanto en esta sala como en línea, están siguiendo el ejemplo de John Snow. Dedican ustedes su vida, o la van a dedicar, a realizar el seguimiento de las crisis sanitarias y hallarles solución.

El difunto Dr. Paul Farmer, un gran defensor de la equidad sanitaria mundial, tenía por costumbre decir, y lo cito, que “cada vez que se elabora una nueva herramienta — ya sea una vacuna o un tratamiento —, debe haber un plan de aplicación”. Espero haberles convencido de que el comercio e instituciones como la OMC forman parte del plan de aplicación, son mecanismos fundamentales para alcanzar soluciones que proporcionar a todos los que las necesiten, independientemente del lugar del mundo en el que vivan.

En un mundo interconectado como el nuestro, las enfermedades viajan más rápidamente que nunca antes, pero lo mismo puede ocurrir con las soluciones, siempre y cuando colaboremos. Según mi proverbio favorito en idioma igbo, “Aka nni Kwo aka ekpe, aka ekepe akwo akanni wancha adi ocha” (Si la mano derecha lava la mano izquierda, y la mano izquierda lava la mano derecha, las dos quedan limpias). Hago un llamamiento a la acción colectiva para obtener resultados.

En 1854, para desactivar la bomba de agua de Broad Street, John Snow tan solo tuvo que convencer a las autoridades locales de que lo hicieran.  Hoy y en el futuro, para poder retirar las palancas de las bombas de agua no tendremos más remedio que colaborar.

Muchas gracias, señoras y señores.

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