En primer lugar, deseo agradecerles que me hayan invitado a participar en este debate sobre el comercio internacional. Antes de responder a sus preguntas y habida cuenta de las turbulencias que se han producido en estos últimos días, querría dedicar mi declaración introductoria a dos temas:
-
el papel de la OMC en la reglamentación de la economía internacional;
-
la situación de las negociaciones de la Ronda de Doha.
El papel de la OMC en la reglamentación de
la economía internacional
Para situar en un contexto apropiado el papel que desempeña la OMC en la
reglamentación de la economía internacional, comparemos brevemente esa
reglamentación con la del sector financiero y con la relativa al medio
ambiente.
En lo que respecta a las finanzas, es un eufemismo decir que los
acontecimientos que se están produciendo desde hace más de un año han
puesto de relieve la falta de una reglamentación internacional eficaz.
Me refiero a un sistema de normas que obligue a los países que las han
negociado y aceptado a respetar obligaciones internacionales que
impondrían límites a su comportamiento en los planos nacional e
internacional. La causa de la actual crisis financiera ha sido la falta
de reglamentación del sistema financiero de los Estados Unidos, cuyas
autoridades no han querido, o no han logrado, acotar la creatividad de
los participantes en los mercados de instrumentos crediticios dentro de
un marco cautelar eficaz. Hay sin duda foros para abordar estas
cuestiones. No me refiero al FMI, cuya competencia operacional se limita
actualmente a cuestiones relacionadas con la balanza de pagos o las
divisas, sino más bien a los foros que gravitan en torno al Banco de
Pagos Internacionales de Basilea, incluido el Foro sobre Estabilidad
Financiera creado en 1998.
Pero las conversaciones que se celebran en estos diferentes foros no han
conducido más que a la adopción de normas mínimas, pues no se ha llegado
a un acuerdo de fondo entre quienes propugnaban normas realmente
vinculantes y quienes han preferido confiar en la autorreglamentación de
los agentes financieros. Y los mecanismos existentes sólo permiten que
los Estados nacionales soberanos, que en la mayoría de los casos tienen
la mira centrada en sus propios intereses, intervengan sólo de manera
muy indirecta.
En resumen, no ha habido un consenso político sobre cuál debería ser el
objetivo de la reglamentación, ni con mayor razón sobre el alcance o los
instrumentos de esa reglamentación; tampoco lo ha habido acerca del foro
en el que se negociarían los instrumentos de fuerza jurídica
obligatoria, o acerca de quiénes serían los encargados de velar por su
aplicación.
En otro ámbito igualmente esencial para la reglamentación mundial como
el del medio ambiente, la situación es distinta. Al examinar la cuestión
crucial de la emisión de gases de efecto invernadero, en particular el
CO2, se advierte que las leyes físicas, más firmemente establecidas que
las económicas, inspiraron una toma de conciencia colectiva que en 1992,
en Río, dio comienzo a un proceso que culminó con la adopción del
Protocolo de Kyoto, así como a las negociaciones posteriores a Kyoto que
se celebran actualmente bajo los auspicios del Grupo de Expertos sobre
el Cambio Climático, de las Naciones Unidas. En este caso, el tema del
debate no es la necesidad de una reglamentación internacional, que todos
reconocen, ni el organismo competente, sino la cuestión de cómo han de
repartirse las tareas entre los Estados nacionales y los instrumentos
vinculantes que deben adoptarse para asegurar el logro de los objetivos
convenidos. Si se llegara a un acuerdo al respecto, quedaría por
armonizar esas obligaciones con otros regímenes de obligaciones
internacionales, en particular el de la OMC. La experiencia de los
acuerdos multilaterales actualmente en vigor sobre el medio ambiente,
que pueden incluir medidas que afectan al comercio internacional, revela
que esa coexistencia es posible, y quizá volvamos a tratar este tema
durante el debate.
Por lo tanto, en relación con el medio ambiente, existen la voluntad y
la determinación políticas necesarias (ausentes hasta hoy en el ámbito
financiero) y foros de negociación y de supervisión (las secretarías de
los diferentes acuerdos), y las negociaciones versan sobre los
compromisos de todas las partes de alcanzar un objetivo común, en
particular por los países desarrollados y los países en desarrollo, cuya
capacidad de contribución obviamente es distinta.
En relación con estos dos ejemplos, la OMC representa un sistema de
reglamentación de larga data, probado y sofisticado.
De larga data, porque hace más de 60 años sus Miembros, aleccionados por
las desastrosas experiencias proteccionistas del decenio de 1930,
acordaron establecer, en el marco de lo que entonces era el GATT,
disciplinas en materia de comercio internacional que determinan los
límites multilaterales de la soberanía nacional en esta esfera.
Probado, porque esas normas han sido actualizadas periódicamente durante
las ocho rondas de negociaciones celebradas entre 1947 y 1994 y en una
novena, la Ronda de Doha, que comenzó hace unos siete años, y porque la
importancia del sistema ha sido confirmada por el número creciente de
sus Miembros, que ha pasado de los 23 iniciales a los 153 actuales.
Sofisticado, por último, porque el sistema abarca a la vez:
-
un acuerdo sobre el principio básico: la apertura negociada y gradual del comercio es mejor que el cierre improvisado o encubierto de los mercados;
-
normas en forma de acuerdos relativas a múltiples aspectos del comercio internacional de bienes y servicio;
-
mecanismos de supervisión en los órganos técnicos en los que participan los Miembro;
-
un mecanismo de solución de diferencias vinculante que no tiene precedentes en el derecho internacional, y, por último;
-
numerosas disposiciones específicas destinadas a compensar las desventajas de los países en desarrollo.
Por todas estas razones, tanto los defensores
como los detractores de la OMC a menudo consideran a la Organización
como ancla de la reglamentación de la economía internacional. Sus
defensores destacan la importancia, como bien público mundial, de un
sistema que obliga a quienes participan en él a acatar normas comunes,
tanto más valiosas por cuanto la globalización crea una interdependencia
comercial que contribuye al crecimiento, al desarrollo y a la reducción
de la pobreza. Todo esto podría verse seriamente perjudicado por las
tendencias proteccionistas. Frecuentemente citan como ejemplo la
diferencia entre la crisis de 1929 y las de finales del decenio de 1990
en Asia, cuya solución consistió esencialmente en mantener abiertos los
mercados internacionales, lo que permitió a los países afectados salir
rápidamente de la recesión.
Sus detractores consideran, que por sus características, el sistema
entraña la posibilidad de que el principio de la apertura del comercio
prevalezca en otras esferas que, en su opinión, requieren vigorosas
medidas de reglamentación a escala internacional, por ejemplo en la
esfera social. Aunque el sistema de la OMC adolece de numerosas
deficiencias —y enseguida pasaré a referirme a las negociaciones en
curso— es preciso reconocer que para la economía real, la de todos los
días, constituya una póliza de seguro colectivo contra el desorden
causado por las medidas unilaterales, abiertas o encubiertas, y una
garantía de seguridad de las transacciones en períodos de crisis, que
será en adelante un factor de solidez esencial para la gestión de un
mundo globalizado. Dicho en pocas palabras, es una póliza de seguro
global para una economía real global. De ahí la gran importancia de
seguir adelante con la Ronda de Doha en medio de las turbulencias que
hoy convulsionan al mundo de las finanzas y, quizá mañana la economía
mundial, de forma que la OMC siga desempeñando, como antes su función de
“amortiguador de choques”.
La situación de las negociaciones de la Ronda de Doha
Imaginemos las rondas de negociaciones en la OMC como un largo camino
sembrado de obstáculos y peligros, una empresa comparable a la vez a la
Odisea y la búsqueda del Santo Grial, que no concluye hasta que todos
los viajeros han recorrido todas sus etapas.
No voy a enumerar la lista de las 20 cuestiones que se están negociando
y que he entregado a la secretaría de la Comisión de Finanzas. Sólo hay
algo seguro: no habrá acuerdo final sobre ningún tema hasta tanto no
haya consenso sobre todos los temas. Eso no impide que las negociaciones
progresen de manera intermitente y acumulativa desde hace siete años. Un
período de gestación interminable, me dirán ustedes. Como corresponde a
la ingente tarea que tenemos ante nosotros, les contestaré yo.
El pasado mes de julio, en Ginebra, estuvimos a punto de superar una
etapa decisiva, pero los ministros presentes se detuvieron antes de
llegar al final, a pesar de que en pocos días se había sorteado gran
número de graves obstáculos. Tropezaron con la definición precisa de los
parámetros de una cláusula destinada a proteger a los países en
desarrollo de las oleadas de importaciones que pueden constituir una
amenaza para sus sistemas de producción agrícola: en torno a esa
cláusula se enfrentaron dos bandos, uno representado por los Estados
Unidos —en nombre de los exportadores de materias primas agrícolas— y el
otro por la India —en nombre de quienes practican la agricultura de
subsistencia—.
En julio los ministros decidieron que sus expertos reanudarían la labor
con objeto de tratar de llegar, antes de fin de año, a un acuerdo sobre
las cuestiones abarcadas por las negociaciones de julio que habían
quedado pendientes: en la esfera de la agricultura, las célebres
disposiciones de salvaguardia especial y otros asuntos, como las
subvenciones estadounidenses y europeas al cultivo del algodón. En lo
que respecta a los productos industriales, tampoco se han resuelto
varios aspectos técnicos, en particular la lista de sectores en los
cuales las reducciones de los derechos aduaneros irían más lejos que la
fórmula general establecida para el conjunto de productos.
A pesar de este revés preocupante, los lineamientos del paquete final de
la Ronda de Doha ya son suficientemente claros para evaluar las
dimensiones económicas, políticas y sistémicas de ese conjunto de
medidas.
En el plano económico, los resultados consistirían en la reducción a la
mitad de los actuales derechos aduaneros sobre los productos
industriales o agrícolas; dos tercios corresponderían a los países
desarrollados y un tercio a los países emergentes, en tanto que se
eximiría de la medida a los países más pobres. El período de aplicación
sería de cinco años para los países desarrollados y de 10 años para los
países en desarrollo. Cuanto más elevados fueran esos derechos, más
intensa sería la repercusión de la medida. El efecto de las medidas
suplementarias de apertura en el ámbito de los servicios es más difícil
de evaluar.
En un plazo de cinco a diez años, esto representaría para la Unión
Europea aproximadamente una reducción de unos 20.000 millones de dólares
EE.UU. de los impuestos sobre sus exportaciones y una ganancia de 5.000
millones de dólares EE.UU. en los sectores agrícola y agroalimentario.
En cuanto a las subvenciones a la agricultura, se reforzarían
sustancialmente las disciplinas relativas a la parte de la ayuda pública
que, según la definición de la OMC, distorsiona el comercio
internacional; en el caso de la Unión Europea se trataría de una cuarta
parte de la ayuda total, como desean los países en desarrollo, dado que
los límites actuales se reducirían entre un 70 y un 80 por ciento. Se
prohibirían definitivamente las subvenciones a la exportación.
Quedan por ultimar otras cuestiones, aunque se han hecho progresos,
desparejos según el tema— con respecto a la reglamentación de los
derechos antidumping, las subvenciones a la pesca, los procedimientos
aduaneros o determinados aspectos de la protección de la propiedad
intelectual, por citar solamente algunos ejemplos.
En el plano político, los resultados de la negociación consisten
fundamentalmente en el reajuste de las normas de la OMC que reclaman los
países en desarrollo. Estos países consideran que el legado de las ocho
rondas precedentes está marcado por las antiguas relaciones de poder y
obstaculiza su inserción en el comercio internacional y, por ende, su
crecimiento y la reducción de la pobreza en esferas en las que
entretanto han logrado adquirir una ventaja comparativa en materia de
bienes industriales, agricultura o servicios.
En opinión de esos países la OMC constituye el foro más apropiado debido
a la influencia que han adquirido progresivamente en torno a la mesa de
negociación— para negociar una redistribución de las cartas del juego
geoeconómico y, por lo tanto, geopolítico, influencia que les cuesta
obtener en otros organismos, como el Consejo de Seguridad de las
Naciones Unidas o las organizaciones de Bretton Woods. Por simplificar:
ya ha pasado la época en que los Estados Unidos, la UE, el Canadá y el
Japón imponían su voluntad en el GATT o en la OMC, y, desde ese punto de
vista, la Ronda de Doha debe considerarse la precursora de un sistema de
normas más equitativas, en el que los países emergentes (China, la
India, el Brasil, Sudáfrica, Indonesia, etc.) deben estar dispuestos a
asumir la responsabilidad que les corresponde.
El tercer y último aspecto de esta Ronda, el aspecto sistémico, me lleva
de nuevo a mi punto de partida: la conclusión de la Ronda de Doha
indudablemente permitirá cosechar los beneficios económicos de una nueva
generación de medidas de apertura de los mercados, repartidas
equitativamente en función de la capacidad de contribución de cada
participante. Pero también, y sobre todo en las circunstancias actuales,
se podrá consolidar uno de los pocos sistemas eficaces de reglamentación
que existen a nivel internacional. En cambio, si no se concluyera la
Ronda, se menoscabaría un bien público construido con tanto tesón
durante más de medio siglo, que ha contribuido a aumentar la
transparencia, la previsibilidad y la estabilidad. Estos son elementos
imprescindibles para que en un mundo globalizado como el nuestro podamos
reducir los riesgos en muchos otros ámbitos, incluido, como se aprecia
claramente hoy, el ámbito financiero.
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