Es para mí un gran placer estar aquí con todos
ustedes. Los vínculos entre la OMC y Stanford son profundos y, por
nuestra parte, puedo decir que nos hemos beneficiado enormemente de esa
relación. Un ex Director General Adjunto y dos directores de la División
de Asuntos Jurídicos se han graduado en Stanford, y gracias a la
importante asociación que hemos desarrollado a lo largo de los años para
facilitar el acceso a los archivos de la OMC, muchos especialistas
talentosos pueden acceder a los documentos que revelan los orígenes y la
evolución del sistema multilateral de comercio.
Para todos los que trabajamos en la OMC, ha sido muy alentador que a
principios de este mes se concediera el Premio Nobel a Paul Krugman por
su labor sobre la relación entre comercio y desigualdad y entre
multilateralismo y regionalismo. Todos conocemos las dificultades
inherentes a la creación de modelos econométricos del comercio, y
sabemos que los economistas deben examinar atentamente muchas señales
contradictorias a medida que formulan sus análisis. Ello nos recuerda la
conocida fábula de los economistas que escalan los Alpes. Al parecer,
varias horas después de iniciar su aventura alpina, están completamente
perdidos. Uno de ellos estudia el mapa durante un tiempo, le da vueltas
y más vueltas, consulta puntos de referencia lejanos, luego su brújula
y, por último, la posición del sol. Al final, dice: "Bien, ¿ven esa gran
montaña?" "Sí," claro, responden impacientes los demás. "Bueno," dice el
primero, "según el mapa, ahí estamos".
Soy plenamente consciente de que para los Estados Unidos éste
posiblemente no sea el momento más oportuno para decir que la apertura
del comercio es conveniente y razonable. El hecho de que ese país y el
mundo entero estén atravesando un período incierto de agitación en los
mercados y se enfrenten con una desaceleración económica inminente hará
incluso, que sea más difícil convencer a algunos de que eso es verdad.
Es más, me siento obligado a exponer mis argumentos precisamente porque
la inseguridad económica refuerza la tendencia a replegarse o a
contemplar medidas proteccionistas. La apertura del comercio no es
positiva para todo el mundo en todos los países, en todo momento y bajo
cualquier circunstancia, aunque hay pruebas concluyentes de que aumenta
la eficiencia y genera riqueza. Si la apertura del comercio tiene lugar
en las condiciones adecuadas, todos los países pueden beneficiarse de
los intercambios a escala internacional, y es aquí donde tenemos que
hacer una importante distinción: la apertura del comercio no es sinónimo
de desreglamentación.
Durante 60 años, los gobiernos han estado formulando normas para el
comercio internacional, es decir, han estado reglamentándolo. Durante 60
años, este sistema de reglamentación mundial del comercio ha cumplido su
finalidad, es decir, evitar que los gobiernos tuvieran que recurrir al
tipo de políticas que causaron la ruina económica en el pasado siglo. Es
cierto que el sistema multilateral de comercio ha abierto el comercio,
pero es igualmente importante señalar que también ha hecho que el
comercio internacional sea más transparente y previsible. No hace mucho
tiempo, los empresarios dedicados al comercio no podían estar seguros
del tipo de derechos que se les impondrían en los mercados extranjeros o
la clase de normas comerciales que tendrían que cumplir. Además, la
creación de la OMC ha dado lugar al establecimiento de un sistema muy
respetado de solución de diferencias que permite a los países resolver
sus diferencias comerciales, con frecuencia sumamente controvertidas, de
una manera previsible, transparente y multilateral.
La OMC está basada en normas y principios fundamentales, entre ellos la
no discriminación entre países, la transparencia y el trato nacional.
Sin embargo, nuestro marco de normas no es un paradigma único para
todos. No puede serlo. Entre nuestros 153 Miembros hay países en todos
los niveles de desarrollo. Los más pobres simplemente carecen de los
medios necesarios para asumir todas las obligaciones de los ricos.
Durante las negociaciones de la Ronda de Doha, los países en desarrollo
han insistido con justa razón en recibir lo que se conoce como trato
especial y diferenciado, estipulado en el mandato de la Declaración
Ministerial de Doha e incorporado en la compleja trama de esas
negociaciones. La Ronda de Doha está estructurada para producir acuerdos
"a medida" que conduzcan a un resultado en el que las contribuciones de
los países se basen en su capacidad de pago. Por ejemplo, a los países
menos adelantados (PMA) no se les exigirá reducción alguna de la cuantía
de sus subvenciones o aranceles. Tampoco se les exigirá que liberalicen
más sus mercados de servicios. Todos los países en desarrollo pagarán
menos que sus interlocutores desarrollados, y las economías pequeñas y
vulnerables y los Miembros de reciente adhesión también recibirán un
trato especial. Asimismo, hay disposiciones para otras categorías de
países desarrollados y para determinados países. Todo esto hace que las
negociaciones sean sumamente complicadas. También hará que el resultado
sea más creíble y duradero.
La credibilidad y sostenibilidad del sistema ya se han puesto antes a
prueba. Durante la crisis de finales del decenio de 1990 en Asia, los
países en desarrollo de la cuenca del Pacífico aumentaron sus
exportaciones a los países ricos en decenas de miles de millones de
dólares. Ese aumento de las exportaciones ayudó a los países asiáticos a
estabilizar sus economías y recuperar su prosperidad. Encontrar el
camino para superar la crisis fue algo tan fundamental para los países
de la cuenca del Pacífico como fue el Plan Marshall para Europa tras la
segunda guerra mundial. No obstante, el brusco incremento de las
exportaciones no tuvo eco favorable en todas partes de Europa y
Norteamérica. Los gobiernos soportaron intensas presiones para crear
obstáculos que habrían perturbado las corrientes comerciales y
obstaculizado los esfuerzos de recuperación de Asia.
Los gobiernos de Norteamérica y Europa resistieron esas presiones y los
países de la cuenca del Pacífico pudieron recuperarse con rapidez. Los
gobiernos occidentales resistieron las presiones proteccionistas no
solamente al darse cuenta de que su prosperidad futura estaba vinculada
a la de esos países, sino también porque sabían que habían contraído
compromisos internacionales que debían cumplir. Ahora que Occidente debe
afrontar la incipiente desaceleración económica, le servirá de consuelo
saber que los gobiernos de los demás países del mundo que se sientan
tentados a frenar las exportaciones europeas o norteamericanas tendrán
que hacer frente a idénticas restricciones. Los mercados internacionales
revestirán especial interés ya que, si bien la producción de los Estados
Unidos, Europa y el Japón representan las dos terceras partes de la
producción mundial, se calcula que la demanda interna de todas esas
economías se estancará durante el próximo año. En cambio, en los
mercados emergentes se prevé un crecimiento del 6 por ciento.
La teoría económica nos enseña que la apertura del comercio aumenta la
eficiencia, reduce las distorsiones y da lugar a incrementos del
bienestar. De sobra conocida es la dificultad de calcular con precisión
esos incrementos, debido a las variables asociadas con los numerosos
modelos que se utilizan para determinar el impacto del comercio en la
renta nacional. En un estudio realizado por la Brookings Institution en
1995, Jeffrey Sachs y Andrew Warner estimaron que los países abiertos al
comercio y las inversiones han crecido a un ritmo tres o cuatro veces
superior al de los países con economías cerradas. Jeffrey Frankel, de la
Universidad de Harvard, junto con David Romer, determinó que por cada
punto porcentual de aumento de la relación entre el comercio y el PIB,
los ingresos por habitante aumentan entre el 0,5 y el 2 por ciento.
Se han hecho alrededor de una docena de evaluaciones de modelos
computables de equilibrio general en el marco de la Ronda de Doha. En
todas ellas se ha constatado que habrá beneficios a escala mundial, y
que los países en desarrollo pueden beneficiarse mucho de las reformas
resultantes de un acuerdo.
Todos los modelos son diferentes. Algunos miden únicamente los
beneficios globales que se obtendrían con la reducción de los aranceles
industriales y una mayor apertura del comercio de productos
agropecuarios, la imposición de derechos más bajos y reducciones de las
subvenciones que distorsionan el comercio. Otros calculan los beneficios
estimados de la liberalización del comercio de servicios y de un acuerdo
de Doha en materia de facilitación del comercio. Según las estimaciones
más prudentes, un acuerdo de Doha produciría un incremento en los
ingresos a escala mundial de entre 116.000 y 55.000 millones de dólares
EE.UU. y beneficios, término medio, de alrededor de 100.000 millones
anuales. Sin embargo, la dificultad de medir las elasticidades, los
efectos en el empleo, la sustitución de productos y las repercusiones de
la eliminación de los obstáculos al comercio de servicios hacen que esta
clase de previsiones resulten más bien problemáticas.
Además, estimar los beneficios para los países en desarrollo resulta
difícil porque buena parte de los datos disponibles sobre el comercio
son de mala calidad. También hay que tener en cuenta que, en muchos
modelos, los países y los sectores están divididos en grupos pese a
diferencias que son obvias. No obstante, todos los modelos parecen
indicar que los beneficios para los países en desarrollo serán mayores
cuanto más abran sus mercados al comercio.
Aunque existen dudas sobre la precisión de las previsiones económicas,
sabemos con certeza, por ejemplo, que ningún país pobre ha llegado nunca
a enriquecerse sin el comercio internacional. Asimismo, sabemos que,
desde que abrieron sus economías, China y la India, los dos gigantes
asiáticos, han librado a más de 400 millones de personas de la pobreza
más abyecta -un éxito económico sin precedentes en la historia-.
También sabemos que, desde que se creó el sistema multilateral de
comercio en 1948, el comercio mundial se ha multiplicado por 30 en
términos reales. Esta expansión se debe al crecimiento económico
prolongado y sin precedentes registrado en los últimos 60 años, a los
importantes avances tecnológicos y a la eliminación de los obstáculos al
comercio. Es en este punto donde la OMC entra en juego. En 1947, antes
de que el GATT iniciara sus actividades, el promedio de los aranceles en
el mundo industrializado variaba entre el 20 y el 30 por ciento, y el
comercio estaba limitado por una miríada de restricciones cuantitativas
y cambiarias. Con ocho rondas sucesivas de negociaciones comerciales, el
promedio de los aranceles NMF sobre las importaciones de manufacturas se
pudo reducir hasta el 4 por ciento en los países industrializados. Las
restricciones cuantitativas se eliminaron gradualmente, al menos para
los productos manufacturados.
Los Estados Unidos, la fuerza que impulsó la creación del sistema
mundial de comercio, han sido uno de sus principales beneficiarios. Las
exportaciones de mercancías estadounidenses aumentaron de 13.000
millones en 1948 a más de 1 billón en 2007. El crecimiento del comercio
servicios ha sido igualmente extraordinario. Las exportaciones
estadounidenses aumentaron de 408.000 millones en 1980 a cerca de
500.000 millones el pasado año.
La Reserva Federal ha señalado que los Estados Unidos pueden haber
entrado ya en recesión y que, a medida que la actividad económica pierda
ritmo, los resultados de las exportaciones serán de especial importancia
para la economía estadounidense. Sobre una base anual, el incremento de
las exportaciones y el descenso de las importaciones durante el segundo
trimestre han hecho que el PIB crezca un 2,9 por ciento. Estas cifras se
destacan frente a la atonía que muestra el resto de la economía. Sin
embargo, la realidad es que, durante los últimos 50 años, el comercio,
como componente de la actividad económica general de los Estados Unidos,
ha crecido constantemente. En conjunto, las exportaciones e
importaciones representaron en 1970 algo más del 11 por ciento del PIB.
En 2007, el comercio internacional equivalió a casi el 30 por ciento de
la producción nacional, una cifra sin precedentes.
Conseguir que el motor del comercio siga funcionando sin problemas será
esencial, ya que, por lo demás, el panorama es decididamente sombrío.
Este año, los beneficios de las empresas han disminuido en todo el
mundo. El mes pasado, las ventas al por menor disminuyeron un 1,2 por
ciento, el primer descenso registrado en tres años. Las compras de
bienes perecederos disminuyeron en los dos últimos trimestres, y la
inversión nacional privada, en los últimos tres. Y sin embargo, pese a
contribuir considerablemente y cada vez más a la economía, muchos
estadounidenses albergan reservas sobre el comercio. Según numerosos
sondeos recientes, ahora mismo la mayoría de la población de los Estados
Unidos piensa que el comercio internacional las perjudica más de lo que
las beneficia.
Gran parte de esa ansiedad surge de la preocupación por el impacto de
una mayor competencia internacional en materia de empleo y salarios. La
competencia que trae aparejada la apertura del comercio tiende a
fomentar la innovación y a crear aumentar la eficiencia. Esto, a su vez,
genera riqueza. La otra cara de la moneda es que el aumento de la
competencia ejerce presión sobre las empresas y, de hecho, sobre
sectores enteros de la economía. No cabe duda de que la apertura del
comercio ha provocado la pérdida de puestos de trabajo tanto a escala
mundial como en los Estados Unidos.
Los economistas están de acuerdo en que parte de los 4 millones de
puestos de trabajo que se han perdido en el sector manufacturero de los
Estados Unidos desaparecieron debido a la competencia exterior.
Reconocer que el comercio también ha contribuido a la reducción de la
fuerza civil de trabajo no agrícola empleada en el sector manufacturero,
que ha pasado del 33 por ciento de hace seis decenios a menos del 10 por
ciento actualmente. Además, parte del estancamiento de los salarios que
ha afectado a los trabajadores norteamericanos se debe a la competencia
de los países exportadores donde los salarios son más bajos. Sin
embargo, en cualquier caso el papel del comercio ha sido más bien menor
en comparación con otros factores.
Si el comercio hubiera sido el culpable de la disminución de los puestos
de trabajo en el sector manufacturero, muy probablemente la producción
nacional de manufacturas se habría reducido a medida que los productos
del exterior desplazaban a los nacionales en el mercado. Pero esto no es
lo que ocurrió. La producción manufacturera de los Estados Unidos
aumentó hasta alcanzar un nivel sin precedentes el año pasado. La
Reserva Federal dice que, entre 1978 y 2007, la producción manufacturera
real aumentó un 124 por ciento y, en el caso de bienes de elevado costo
como automóviles, maquinaria y aeronaves, la producción se triplicó con
creces.
Otros factores han jugado un papel mucho más importante en la pérdida de
puestos de trabajo en el sector manufacturero y en la presión a la baja
sobre los salarios. El más importante ha sido el aumento de la
productividad debido a los avances tecnológicos. Según Bob Lawrence, de
la Universidad de Harvard, sólo alrededor del 11 por ciento de esos
puestos de trabajo perdidos en el sector manufacturero durante el
presente decenio puede atribuirse al comercio internacional. Otros
estudios sitúan esa cifra entre el 4 y el 15 por ciento.
Actualmente, el aumento de la productividad de los Estados Unidos es
mayor que nunca. La Oficina de Estadísticas Laborales de los Estados
Unidos informa de que la productividad en el sector de las empresas no
agrícolas aumentó a una tasa anual del 2,8 por ciento entre 1950 y 1973.
Cada año del período 1995-2000, la productividad del sector
manufacturero aumentó en promedio un 4 por ciento. Si bien ha disminuido
ligeramente desde 2000, esa tasa ha seguido aumentado a razón de un 3,7
por ciento. Cuando se producen más bienes y servicios con menos
trabajadores, las pérdidas de puestos de trabajo son inevitables.
Según Lawrence, otros elementos también han contribuido al estancamiento
de los salarios en el sector manufacturero. A su entender, el principal
factor de ese estancamiento no ha sido el comercio sino el brusco
incremento de la proporción de ingresos que ha ido a parar a manos de
los inmensamente ricos (el 1 por ciento de los contribuyentes), y de la
proporción de los beneficios, que hasta este año habían llegado a
niveles casi sin precedentes. El enorme aumento de los costos de la
atención sanitaria significa que, mientras las contribuciones de las
nóminas de las empresas en general han aumentado de forma constante
durante el pasado decenio, no ha ocurrido lo mismo con los salarios
netos de los trabajadores. De hecho, desde 2000 los costos de la mano de
obra han aumentado un 25 por ciento para las empresas estadounidenses,
pero casi la totalidad de ese incremento se ha destinado a pagar el
costo más elevado de los seguros de médicos, que hoy cuestan el doble
que a principios del decenio.
La OMC hace muchas cosas, pero lo que no hace es ocuparse de la cuestión
de la desigualdad de los ingresos dentro de las fronteras de un país.
Las políticas nacionales en materia de impuestos y gastos son un asunto
interno que incumbe a los políticos. De igual modo, la explosión de los
costos de la atención sanitaria tiene su origen en las políticas
nacionales. Las políticas encaminadas a restañar la pérdida de puestos
de trabajo y poner fin al estancamiento de los salarios con medidas
comerciales no resolverán el problema de la contracción del empleo en el
sector manufacturero, y pueden conducir a un peligroso deterioro del
aspecto más dinámico de la economía estadounidense de hoy en día. Bob
Lawrence estima que los intercambios de los Estados Unidos con el mundo
exterior añaden por lo menos un 10 por ciento al PIB estadounidense, y
esto indica que una respuesta aislacionista o proteccionista resultaría
muy contraproducente.
A falta de una semana escasa para las elecciones presidenciales, no
querría sumarse al debate con demasiado brío, pero creo que es evidente
que los encargados de la formulación de políticas en los Estados Unidos
tendrán que encontrar soluciones internas -en lugar de adoptar medidas
comerciales proteccionistas- para solucionar los problemas a que se
enfrentan los trabajadores estadounidenses en la actualidad. En las
conversaciones que he mantenido con los asesores de ambos candidatos, me
ha tranquilizado que ambos hayan subrayado la importancia de concluir la
Ronda de Doha y hayan rechazado las soluciones proteccionistas para
superar las dificultades económicas por las que atraviesan los Estados
Unidos.
Esto es especialmente significativo, porque la última vez que los
Estados Unidos se enfrentaron a una crisis financiera de esta magnitud,
el senador Smoot y el diputado Hawley crearon una de las leyes más
destructivas de la historia de ese país. La tristemente conocida Ley
Smoot-Hawley aumentó de forma brusca unos aranceles que ya eran elevados
en los Estados Unidos y provocó la adopción de medidas de retorsión por
parte de sus interlocutores comerciales; el comercio mundial perdió así
dos tercios de su valor. Esa contracción del comercio hizo que la Gran
Depresión fuera más profunda, y la tasa de desempleo en los Estados
Unidos llegó al 25 por ciento. También influyó en el pensamiento de los
visionarios que crearon el sistema de multilateralismo después de la
segunda guerra mundial. El mundo nunca más volverá a caer en políticas
comerciales que son fruto de la estrechez de miras, que no hacen sino
empobrecer al vecino y que tanto contribuyeron a la inestabilidad del
mundo en el decenio de 1930.
Permítanme hacer una observación sobre las turbulencias financieras a
que nos enfrentamos hoy en día y sus repercusiones en el comercio
mundial. A mi modo de ver, la crisis financiera conlleva dos posibles
amenazas para el comercio mundial, la primera más inmediata y tal vez
más probable, y la segunda más devastadora pero quizá menos probable. El
problema inmediato que afrontamos es la restricción del crédito.
Aproximadamente el 90 por ciento del comercio internacional se financia
con créditos a corto plazo. La financiación del comercio es una de las
formas más antiguas de crédito, ya que se remonta a la Edad Media, y es
también una de las más seguras, pues proporciona a los acreedores una
garantía obvia que no es otra que la propia mercancía. Sin embargo, hoy
en día esa financiación se ofrece a 300 puntos básicos por encima del
tipo de oferta interbancaria de Londres, e incluso a ese elevado precio
los países en desarrollo han tenido dificultades para obtenerla.
Se ha vuelto tan difícil conseguir financiación del comercio a través de
fuentes comerciales que el Gobierno brasileño se ha visto obligado a
proporcionar créditos a la exportación por valor de unos 20.000 millones
de dólares EE.UU. a fin de asegurar su capacidad para vender mercancías
en el extranjero.
Mientras Europa y Norteamérica se enfrentan a la desaceleración
económica, las economías emergentes del Brasil, la India, México, China,
Egipto, Indonesia y Sudáfrica sigue creciendo y lo hacen en buena medida
gracias al comercio. Si el crecimiento disminuye en los países
emergentes, las exportaciones estadounidenses, que actualmente
representan el sector más dinámico de la economía, se verán muy
perjudicadas. En un mundo cada vez más interconectado, a Washington le
interesa mucho que la India, China y el Brasil prosperen.
Las graves preocupaciones de los países en desarrollo con respecto a su
incapacidad de obtener financiación del comercio me han llevado a
convocar el 12 de noviembre una reunión de instituciones financieras
internacionales, bancos regionales de desarrollo y los principales
prestamistas comerciales. Aprovecharemos la ocasión para analizar el
problema y tratar de poner final de atascamiento del crédito para el
comercio. He establecido un equipo de trabajo en la Secretaría para
vigilar la situación y, en caso de que ésta se deteriore, consideraremos
la posibilidad de convocar a los jefes de las organizaciones
internacionales que se ocupan del comercio y las finanzas
internacionales.
La segunda amenaza a que nos enfrentamos es un giro hacia el
proteccionismo impulsado por el pánico. Es indudable que durante los
últimos años ha aumentado la retórica proteccionista, y quienes
trabajamos en la OMC nos hemos mantenido muy atentos ante la posibilidad
de que esa retórica conduzca a la adopción de medidas proteccionistas.
Cuando se enfrentan a un deterioro de la situación económica, los
políticos tienden a culpar a los extranjeros de su infortunio. Sin
embargo, las protestas contra el comercio aún no se han convertido en
medidas proteccionistas, al menos en lo que al comercio se refiere. La
inversión es otro asunto, aunque en esa esfera muestra competencia es
limitada.
Una razón importante de que la áspera retórica de algunos políticos no
haya ido acompañada de medidas proteccionistas es que los compromisos
contraídos en el marco de la OMC restringen, de manera transparente, el
uso de medidas comerciales.
Este arnés de seguridad contra un proteccionismo reflejo se ha
desarrollado en el plano multilateral a lo largo de decenios. Representa
un triunfo de la cooperación intergubernamental. Al ver cómo la crisis
financiera repercute en la economía real, la falta de ese arnés de
seguridad en el sistema financiero mundial se hace más manifiesta. Las
causas de la crisis financiera son complejas y multifacéticas. Sin
embargo, lo que está claro es que el sistema financiero internacional
carece de reglamentación, de transparencia y de mecanismos de rendición
de cuentas. El comercio de mercancías y servicios sólo representa
alrededor del 2 por ciento de las transacciones internacionales, pero
tiene lugar en uno de los entornos más reglamentados a escala
internacional que jamás se han creado. Esa reglamentación no existe en
el caso de las finanzas internacionales, y formularla será mucho más
complicado que concluir la Ronda de Doha, que en sí misma consiste en
una serie de negociaciones de enorme complejidad. Hay una multiplicidad
de organismos de reglamentación que vigilan la banca y las operaciones
con valores en el plano nacional. Los bancos centrales, que tienen a su
cargo una proporción importante de las funciones de vigilancia, son en
muchos casos independientes de los gobiernos. Esa independencia tiene
gran mérito, pero creará complicaciones a la hora de alcanzar un acuerdo
internacional.
Las negociaciones para hacer frente al cambio climático no serán más
sencillas. Las decisiones sobre la manera de limitar o negociar las
emisiones, las medidas en frontera aceptables y la observancia tendrán
profundas consecuencias en la forma de vivir de la gente, no sólo dentro
de 20 años sino hoy y mañana mismo.
Cuando los encargados de formular políticas se ocupen de crear una
arquitectura multilateral en el ámbito de las finanzas internacionales y
el cambio climático, harían bien en examinar la evolución del sistema de
comercio que tan útil ha sido. Además, pueden aprender de la experiencia
adquirida en las negociaciones de Doha en lo que respecta a tener
plenamente en cuenta, en toda medida su reforma, las preocupaciones de
los países en desarrollo. Ningún acuerdo internacional sobre finanzas o
el cambio climático es hoy posible sin el apoyo de China, la India, el
Brasil e Indonesia. Ese es el motivo por el que la importancia de lograr
un acuerdo en Doha se extiende más allá de los límites del comercio.
Comparada con las negociaciones sobre las medidas de reglamentación de
las finanzas internacionales y el cambio climático, el éxito de la Ronda
de Doha está a nuestro alcance y si no lo logramos las consecuencias se
harán sentir en los demás foros geopolíticos. El mundo ha cambiado
radicalmente en los 15 años transcurridos desde la Ronda Uruguay de
negociaciones sobre el comercio mundial. Hay muchísimos más actores en
escena, y todos quieren tener un papel en el futuro de la gobernanza
mundial. Los países en desarrollo han invertido mucho en la Ronda de
Doha, y muchos de ellos están convencidos de que la OMC es una
organización donde se escuchan sus voces y, donde pueden negociar un
resultado que refleje sus intereses. Es difícil imaginar que esos países
entablarían conversaciones sobre el cambio climático con ánimo de
transigir si se malogra la Ronda de Doha.
Como muchos de ustedes saben, la Ronda de Doha está un tanto estancada.
Los Ministros acudieron a Ginebra en julio con la idea de concluir
acuerdos sobre el comercio de productos agrícolas e industriales, que
habrían preparado el terreno para el logro de un acuerdo sobre el
programa de Doha en su conjunto. Todos ustedes son conscientes de que no
llegamos a ese punto. Progresamos mucho, llegamos a un acuerdo
provisional sobre unos 17 de los 20 temas de nuestro programa, pero
tropezamos con una barrera infranqueable al abordar una cuestión técnica
-cómo proporcionar salvaguardias a los agricultores de los países pobres
cuando aumentaran las importaciones-. Esta cuestión también era muy
importante desde el punto de vista político. Algunos países, entre ellos
la India, Indonesia, Filipinas y China, estiman que los acuerdos
existentes no ofrecen suficiente protección mediante salvaguardias,
mientras que para otros, incluidos los Estados Unidos, Tailandia, el
Uruguay y el Paraguay, les cuesta aceptar que el resultado de una
negociación encaminada a eliminar obstáculos al comercio pueda ser el
aumento de algunos aranceles.
Prosigue en Ginebra la labor sobre esta cuestión, conocida como el
mecanismo de salvaguardia especial, así como varias otras cuestiones,
entre ellas la elevada cuantía de las subvenciones causantes de
distorsión del comercio que se conceden a los productores de algodón.
Los medios de difusión calificaron de fracaso la reunión de julio. Mi
opinión es algo distinta. Esa reunión supuso sin duda un retroceso y una
gran decepción, pero no fue un fracaso. En el transcurso de esos 10 o 11
días, los negociadores resolvieron enigmas que nos habían desconcertado
durante años: cómo abordar las diferencias sobre el comercio de
productos tropicales y sobre la erosión de los acuerdos comerciales
preferenciales, y cómo ofrecer algún tipo de protección especial a
determinados cultivos en el mundo en desarrollo. Contamos con un acuerdo
para reducir los aranceles sobre los productos agrícolas y para reducir
radicalmente las subvenciones internas a la agricultura causantes de
distorsión del comercio. Sabemos desde hace algún tiempo que las
subvenciones directas a la exportación serán eliminadas. Del mismo modo,
hace años se acordó que en los países ricos se eliminarían los derechos
sobre al menos al 97 por ciento de las exportaciones procedentes de los
países más pobres. Hay un consenso incipiente sobre la manera de abrir
los mercados al comercio de productos industriales. La reunión de julio
también incluyó una reunión de ministros en la que, por vez primera en
el marco de la Ronda de Doha, mantuvimos conversaciones productivas
sobre la apertura de los mercados de servicios.
En resumen, es mucho lo que hay sobre el tapete. La mayor parte del
trabajo ya está hecha. Podemos ver la línea de llegada de esta maratón,
aunque en las negociaciones comerciales el último tramo siempre es el
más difícil de recorrer. Hemos sentado las bases para concluir la Ronda
y estamos enfrascados en una labor técnica muy útil en Ginebra, mientras
esperamos que el clima político permita otro intento de concluirla.
Ha sido alentador escuchar este mes las expresiones de compromiso
político de los dirigentes del G-8, del Brasil y de la India, así como
de los que han asistido este fin de semana a la Reunión Asia-Europa
celebrada en Beijing. La reunión del G-20 que tendrá lugar en Washington
el 15 de noviembre puede brindarnos otra ocasión para dar impulso
político a las negociaciones de Doha. No obstante, lo fundamental es que
toda expresión de buena voluntad se convierta en progresos concretos en
la mesa de negociación.
He mencionado al comienzo de mi intervención la importancia de que la
apertura del comercio se lleve a cabo en el marco de normas
internacionales. No obstante, en este mundo que evoluciona con rapidez
es necesario actualizar esas normas a fin de reflejar la situación del
momento. En la OMC se inician negociaciones más o menos cada 15 años, y
lleva bastantes años concluirlas debido al sistema de adopción de
decisiones por consenso y al principio de que ningún elemento de una
negociación se da por terminado hasta que no se han terminado de
negociar todos ellos. Acuerdos como el de Doha liberalizan el comercio,
y esto, como ya hemos dicho, tiene un valor económico incuestionable.
Sin embargo, es igualmente importante modernizar las normas que se
negociaron en otra época.
Estamos todos de acuerdo en que las normas que se establecieron hace
cerca de 15 años no encajan en el mundo de hoy. Muchos consideran que
unas normas que permiten a los países ricos invertir miles de millones
de dólares en programas para la agricultura que empobrecen a los
agricultores de los países en desarrollo no son equitativas. Muchos
consideran injusto el sistema arancelario de la OMC, que permite que los
aranceles que imponen los países ricos a las exportaciones de los países
más pobres sean tres o cuatro veces más altos que los que imponen a los
productos de otros países ricos. Las normas sobre la circulación de
mercancías en las aduanas, que se remontan a la época anterior a los
códigos de barras y las computadoras portátiles, parecen más bien
anticuadas. Es difícil explicar por qué no se ayuda a los países
africanos a reformar políticas aduaneras que requieren 40 documentos y
30 días para el despacho de los envíos. Pero no abordar la cuestión de
las subvenciones a la pesca, que contribuyen a un grave agotamiento de
las poblaciones de peces, parece totalmente irresponsable.
Los Estados Unidos de América se fundaron sobre los principios del
estado de derecho. Esos principios están tan profundamente arraigados en
el sistema de valores estadounidense que sirvieron de inspiración a
grandes estadistas hace más de 60 años para crear un sistema
internacional de normas que permitiera gestionar mejor las relaciones
entre los países. Ahora el mundo se enfrenta a problemas diferentes. Un
grupo distinto y cada vez más numeroso de países insiste en participar
en la articulación de soluciones a esos problemas.
¿Podemos hacer frente a los apremiantes desafíos del siglo XXI? ¿Podemos
encontrar soluciones al cambio climático, la mitigación de la pobreza y
la inestabilidad de las finanzas internacionales? Estoy convencido de
que sí podemos, pero sólo si tratamos de encontrar esas soluciones
colectivamente, valiéndonos del sistema internacional basado en normas
que con tanto esfuerzo hemos logrado crear.
El debate no trata ya de las ventajas de una reglamentación mundial,
sino de establecer normas mundiales adecuadas para los problemas del
mundo actual.
Muchas gracias.
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