Gracias, John. Distinguidos huéspedes,
profesores universitarios y especialmente estudiantes: Me produce una
gran satisfacción encontrarme en uno de los principales centros de
enseñanza del mundo, un lugar donde se congregan tantas mentes
brillantes para hacer frente a algunos de los problemas más acuciantes
del mundo. No menos de 20 profesores de la Universidad de Berkeley han
sido galardonados con el Premio Nobel y siete de ellos todavía imparten
sus conocimientos a la actual generación de estudiantes, una generación
de la que tantas cosas van a depender. Los descubrimientos de estos
hombres brillantes -y lamento tener que precisar que de momento todos
los galardonados con el Nobel de esta Universidad han sido hombres- han
hecho progresar los conocimientos humanos en las esferas de la medicina,
la química, el origen del universo y las causas de la inhumanidad del
hombre para con sus semejantes.
Soy enteramente consciente del aura de genialidad que envuelve las aulas
sagradas de Berkeley, por lo que no puedo evitar sentir cierto
nerviosismo al comenzar mi intervención con una declaración de una
obviedad aplastante: vivimos una época peligrosa.
A todos nos resulta ya familiar el lamento de los comentaristas que nos
anuncian que nos hallamos sumidos en la mayor crisis financiera desde el
decenio de 1930. Los economistas del Banco Mundial nos dicen que en los
países en desarrollo hay 400 millones de pobres más de los que se
pensaba. Aproximadamente 1.400 millones de personas viven hoy en esos
países con menos de 1,25 dólares EE.UU. al día. Los glaciares disminuyen
de tamaño, los casquetes polares se deshacen y el nivel de los océanos
asciende a medida que la temperatura del planeta aumenta a un ritmo que,
según la Academia Nacional de Ciencias, no se había conocido en los
últimos 2.000 años, por lo menos.
Los desafíos a los que se enfrentan los dirigentes mundiales no han sido
nunca tan graves desde el final de la segunda guerra mundial. Cuando los
responsables políticos examinen cuál ha de ser el camino a seguir,
harían bien en dejarse guiar por la historia. Ésta nos revela que fueron
los errores políticos -o la pasividad- del decenio de 1930 los que
transformaron una crisis financiera en una catástrofe económica
generalizada. Se dejó que los bancos quebraran. Se permitió que el
pánico creciera. Al evaluar las desastrosas consecuencias de esos
errores políticos, los políticos, como cabía esperar, culparon a los
extranjeros, lo que siempre es una solución fácil, porque los
extranjeros no pueden vengarse en las urnas.
Una de las decisiones políticas más calamitosas que se adoptaron después
de la quiebra de 1929 fue la aprobación de la Ley Smoot-Hawley,
promulgada el 17 de junio de 1930. La idea a la que respondía este
instrumento legislativo mal concebido era la de proteger a los
agricultores estadounidenses, una idea que ha seguido estando en boga
entre muchos gobiernos Miembros de la OMC hasta el día de hoy. Cuando
los agricultores presionaron para lograr una mayor protección frente a
las importaciones, muchos otros sectores se pusieron a la cola de los
grupos de presión y, como sucede a menudo, esos grupos consiguieron
protección para sus industrias. Se decretó la imposición de unos
derechos brutales, superiores al 60 por ciento, a 3.200 productos de
importación, lo que supuso un aumento del 20 por ciento aproximadamente
del promedio general de los aranceles. Si lo que se pretendía era frenar
las importaciones, la Ley Smoot-Hawley tuvo un éxito formidable: en
1933, el valor de las importaciones había disminuido de 4.400 a 1.300
millones de dólares EE.UU., en tanto que el de las exportaciones había
disminuido un 69 por ciento en el mismo período, hasta situarse en 1.600
millones de dólares EE.UU. Pero la Ley Smoot-Hawley tuvo un efecto
imprevisto: contribuyó a generar una depresión económica. Desencadenó
una reacción en cadena de represalias y contrarrepresalias entre los
interlocutores comerciales que provocó una grave contracción del
comercio internacional, bloqueó el crecimiento y provocó un aumento del
desempleo en todo el mundo industrializado. Entre 1930 y 1932, la tasa
de desempleo se disparó del 8,7 al 23,6 por ciento y durante el resto
del decenio se mantuvo por encima del 14 por ciento.
¿Contribuyó el hundimiento del comercio a esta situación? Una de las
razones es que, en contra de lo que suele creerse, las importaciones son
positivas. Muchísimos estadounidenses estaban y están empleados en
sectores vinculados a las importaciones. Las piezas necesarias para las
manufacturas, cuando las había, se encarecieron. Al aumento de la tasa
de desempleo contribuyó también la reacción de otros países, enormemente
disgustados por haberse convertido en el blanco de sanciones
comerciales, y que como cabía esperar, adoptaron medidas de retorsión.
El valor de las exportaciones de los Estados Unidos a Europa, por
ejemplo, disminuyó de 2.300 millones de dólares EE.UU. en 1929 a 784
millones de dólares EE.UU. en 1932. En ese mismo período el volumen de
los intercambios comerciales mundiales se redujo un 60 por ciento.
Los efectos económicos de esta contracción son generalmente conocidos,
pero no hay que subestimar tampoco su repercusión geopolítica. La
aplicación de sanciones comerciales se percibe como un acto de
hostilidad por quienes son víctimas de ellas. A nadie le debería haber
sorprendido que el Canadá o Alemania adoptaran medidas de retorsión
contra las exportaciones estadounidenses. A raíz de ello, cada nación
comenzó a adoptar políticas velando exclusivamente por sus propios
intereses. La depresión mundial y el nacionalismo económico
subsiguientes fueron parte de los factores que contribuyeron a la
inestabilidad geopolítica que condujo a su vez a la segunda guerra
mundial.
Cuando la segunda guerra mundial tocaba a su fin, los gobiernos tomaron
la decisión de impedir que pudiera volverse a las políticas de
"empobrecimiento del vecino" impuestas en la década de 1930. Se creó un
sistema internacional de cooperación en los ámbitos de la seguridad, las
finanzas y el desarrollo. El establecimiento de las Naciones Unidas, el
Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional proporcionó el marco
internacional para abordar las tensiones internacionales, ya se tratara
de litigios fronterizos, de crisis en las balanzas de pagos o de la
reconstrucción de los Estados desvastados. El comercio planteó más
problemas. Por diversas razones, muchas de ellas relacionadas con el
Congreso de los Estados Unidos, la Organización Internacional del
Comercio, cuya creación se propuso en la Conferencia de La Habana
celebrada en 1947, nunca llegó a despegar. En lugar de ello, 23 países
firmaron el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio, que
contiene principalmente disposiciones para la reglamentación del
comercio mundial de mercancías. Después de 60 años y ocho rondas de
negociaciones sobre el comercio internacional, el GATT, y ahora la OMC,
han establecido un marco normativo dentro de cuyos límites los países
comercian entre ellos. Desde la conclusión de la Ronda Uruguay en 1994,
esas normas se han ampliado al comercio de servicios y a esferas de
interés para los países en desarrollo -en particular la agricultura y
los productos textiles- que anteriormente sólo se habían abordado de
manera marginal.
Desde el punto de vista económico, no cabe apenas duda de que el sistema
multilateral de comercio ha tenido un éxito rotundo. El valor real de
los intercambios comerciales se ha multiplicado por 30 desde 1948. En el
caso de los Estados Unidos, el valor de las mercancías exportadas ha
aumentado de 1.300 millones de dólares EE.UU. en 1948 a 1,16 billones de
dólares EE.UU. en 2007. El crecimiento de las exportaciones de servicios
ha sido también impresionante, ya que su valor ha aumentado de 38.000
millones de dólares EE.UU. en 1980 a 456.000 millones de dólares EE.UU.
el año pasado.
Hoy, cuando los Estados Unidos se enfrentan al espectro amenazador de la
recesión, el crecimiento de las exportaciones reviste una importancia
aún mayor. La Reserva Federal indica que el país podría encontrarse ya
en recesión. Los beneficios de las empresas han caído en todos los
trimestres del año en curso. El mes pasado, las ventas al por menor
disminuyeron, por primera vez en tres años, un 1,2 por ciento. Las
compras de productos no perecederos han disminuido en los dos últimos
trimestres, y en los tres últimos ha sucedido lo mismo con las
inversiones privadas internas. En este contexto, sólo ha crecido un
segmento de la economía: las exportaciones. El segundo trimestre de este
año, el crecimiento de las exportaciones y la reducción de las
importaciones hicieron crecer el PIB un 2,9 por ciento en términos
anuales. La tendencia de la economía a orientarse más hacia el comercio
internacional se traduce en un aumento de dependencia del comercio. En
1970, la suma de las exportaciones e importaciones representó algo más
del 11 por ciento del PIB. El año pasado, solamente las exportaciones
representaron el 12 por ciento del PIB y, sumadas a las importaciones,
equivalieron a casi el 29,1 por ciento de la producción nacional, lo que
constituye una cifra sin precedentes.
Las corrientes comerciales dependen de tres factores: actividad
económica, innovación tecnológica y eliminación de los obstáculos al
comercio.
El fuerte aumento de la producción mundial en los últimos años ha ido
acompañado de incrementos sustanciales del volumen de los intercambios
comerciales: de hecho, el crecimiento del comercio ha sido dos o tres
veces superior al de la producción. En las coyunturas difíciles, el
comercio tiene una influencia estabilizadora en la economía mundial. Con
frecuencia, el comercio ha seguido creciendo en épocas de lento
crecimiento económico o de recesión.
La tecnología ha desempeñado también una función importante en el
crecimiento de las corrientes comerciales. El aumento de la
productividad ha estimulado la producción y ha favorecido el aumento del
volumen de los intercambios comerciales. Los progresos en la tecnología
del transporte y las comunicaciones han abierto también nuevas vías al
crecimiento del comercio. La contenedorización, comercializada a gran
escala por primera vez en 1956 por Malcolm MacLean, del Sea-Land Service,
tuvo como efecto inmediato la reducción de las tasas de hurto y daño de
la carga. Cuando las cajas se uniformizaron, las operaciones de carga y
descarga se hicieron mucho más eficientes. Los funcionarios portuarios
estiman que la carga acondicionada en contenedores se transporta con una
rapidez 20 veces mayor que la carga a granel.
Por último, hay que mencionar la cuestión de la eliminación de los
obstáculos al comercio y la función que desempeña la OMC a este
respecto. En 1947, antes de que comenzara a funcionar el GATT, el
promedio de los aranceles aplicados en el mundo industrializado se
situaba entre el 20 y el 30 por ciento, y los intercambios comerciales
estaban limitados por una enorme cantidad de restricciones cuantitativas
y cambiarias. Ocho rondas de negociaciones comerciales han hecho posible
reducir los aranceles medios aplicados a las manufacturas al 4 por
ciento y eliminar progresivamente las restricciones cuantitativas, al
menos en el caso de los productos manufacturados.
Sabemos que la apertura del comercio aumenta la eficiencia, fomenta la
innovación y genera riqueza. Pero eso no significa que la apertura del
comercio sea buena para todas las personas y todos los países en todo
momento. Nadie duda de que la intensificación de la competencia somete a
las empresas, e incluso a sectores enteros de la economía, a una gran
presión. Es indudable que el comercio es responsable de algunas pérdidas
de empleo en los Estados Unidos y en todo el mundo. Es cierto que en los
últimos 60 años la proporción de los empleados en el sector
manufacturero estadounidense ha disminuido del 33 por ciento del empleo
civil no agrícola a menos del 10 por ciento. También es cierto que, en
este sector, el número de empleos ha experimentado una reducción
drástica: en los 10 últimos años han desaparecido 4 millones de puestos
de trabajo.
Los economistas coinciden en que algunos de esos puestos de trabajo se
han perdido debido al comercio internacional. Reconocen también que el
estancamiento de los salarios de los trabajadores estadounidenses se
debe en parte a la competencia de los exportadores de países en los que
se pagan salarios más bajos.
Pero Bob Lawrence, de Harvard, estima que sólo es imputable al comercio
internacional aproximadamente el 11 por ciento de las pérdidas de
puestos de trabajo que se han producido este decenio en el sector
manufacturero. Otros estudios sitúan esta cifra entre el 4 y el 15 por
ciento. La pérdida de empleos manufactureros puede atribuirse en gran
parte al incremento de la productividad generado por la innovación
tecnológica, lo que explicaría que, a pesar de la pérdida de 4 millones
de puestos de trabajo en el sector industrial, la producción
manufacturera de los Estados Unidos haya alcanzado un nivel sin
precedentes el último año. Según la Reserva Federal, la producción
manufacturera real aumentó un 124 por ciento entre 1978 y 2007. La
producción de bienes no perecederos -automóviles, maquinaria y
aeronaves- se ha multiplicado por más de tres en ese período.
Otras estadísticas confirman estos datos. Según la Oficina de
Estadísticas Laborales de los Estados Unidos el crecimiento de la
productividad en el sector manufacturero estadounidense ha sido más
fuerte que nunca. Entre 1950 y 1973, la productividad del sector
empresarial no agrícola creció a una tasa anual del 2,8 por ciento. En
el período 1995-2000, la tasa anual de crecimiento medio de la
productividad en el sector manufacturero ha sido del 4 por ciento. Desde
2000 la productividad en ese sector ha aumentado a una tasa del 3,7 por
ciento. La mayor productividad generada por una tecnología más avanzada
supone que se necesita un número menor de trabajadores para producir
más.
De forma análoga, el estancamiento de los salarios en el sector
manufacturero sólo se debe en una pequeña parte al comercio, según
Lawrence. Lawrence atribuye ese estancamiento al fuerte aumento de la
parte de las rentas que corresponde a las personas muy ricas (el 1 por
ciento de los contribuyentes) y de la parte de la renta de las
sociedades distribuida como beneficios, que hasta este año habían
alcanzado niveles sin precedentes. Otros economistas afirman que el
escaso aumento de los sueldos en ese sector se debe principalmente al
incremento desorbitado de los costos de la asistencia sanitaria. Los
costos laborales de las empresas estadounidenses han aumentado un 25 por
ciento desde 2000, pero ese aumento no ha redundado apenas en beneficio
de los trabajadores, porque casi en su totalidad ha servido para pagar
el aumento de los costos del seguro médico, que resulta hoy dos veces
más caro que a principios de este decenio.
Lo expuesto es una prueba irrefutable de que el culpable de la pérdida
de empleos y el estancamiento de los salarios no es el comercio. Además,
habida cuenta de que, según Lawrence, las relaciones de los Estados
Unidos con el resto del mundo han aportado como mínimo un 10 por ciento
al PIB del país, una reacción aislacionista o proteccionista sería
sumamente contraproducente. Los responsables políticos estadounidenses
deben encontrar otros medios de resolver los problemas de sus
trabajadores. El comercio, especialmente en el sistema de normas de la
OMC, genera riqueza, pero la OMC no puede abordar las desigualdades de
renta existentes dentro de cada país. Tampoco puede poner remedio a
sistemas sanitarios o de pensiones poco sólidos. Esas anomalías sólo
pueden resolverse mediante políticas fiscales y de gasto público
internas. Dado que apenas falta una semana para las elecciones, no
quiero extenderme demasiado sobre el intenso debate político que está
teniendo lugar en los Estados Unidos. Sólo quisiera decir que para
devolver a los ciudadanos la confianza en el comercio, es necesario que
los gobiernos se aseguren de tener políticas nacionales racionales. No
obstante, resulta alentador ver que los dos candidatos a la presidencia
han indicado que la conclusión de la Ronda de Doha constituye una
importante prioridad económica y que ambos rechazan las soluciones
proteccionistas a las dificultades económicas de los Estados Unidos
Permítanme decir unas breves palabras acerca de la Ronda de Doha. Como
muchos de ustedes saben, los Ministros viajaron a Ginebra en julio con
el propósito de concertar acuerdos marco en la esfera de la agricultura
y el comercio de productos industriales, que habrían servido de
trampolín para llegar a un acuerdo sobre el conjunto del Programa de
Doha y como sabrán ustedes, no lo hemos conseguido. Realizamos grandes
progresos y llegamos a un acuerdo provisional sobre aproximadamente 17
de los 20 puntos de nuestro programa. Pero tropezamos con un problema
técnico -cómo ofrecer salvaguardias a los agricultores de los países
pobres cuando aumentan las importaciones agrícolas- que resultó tener
una gran importancia política. Las cuestiones del límite aceptable de
los aumentos súbitos de las importaciones y de la magnitud de la
protección arancelaria que ha de otorgarse eran temas técnicos que
encubrían profundas preocupaciones políticas. Algunos países, como la
India, Indonesia, Filipinas y China, creen que los acuerdos vigentes no
otorgan suficientes salvaguardias. A otros, entre ellos los Estados
Unidos, el Uruguay, Tailandia y el Paraguay, les cuesta aceptar que una
negociación destinada a reducir los obstáculos al comercio pueda dar
lugar al aumento de algunos de los aranceles existentes.
Muchos periodistas y comentaristas han sugerido que la incapacidad de
resolver la cuestión de las salvaguardias implica que la conferencia de
julio fracasó. En mi opinión no es así: constituyó sin duda una gran
decepción, pero no un fracaso. En el curso de las reuniones mantenidas
encontramos la forma de desbloquear cuestiones aparentemente insolubles,
como la erosión del trato arancelario preferencial, el comercio de
productos tropicales y el trato especial para los productos agrícolas
procedentes de los países en desarrollo. Contamos ahora con una fórmula
para reducir los aranceles aplicados a los productos agrícolas y las
subvenciones nacionales a la agricultura que distorsionan el comercio.
Sabemos ya que se suprimirán las subvenciones directas a la exportación.
Sabemos también que se eliminarán los derechos aplicados por los países
ricos en el caso del 97 por ciento al menos de las exportaciones
procedentes de los países más pobres. Hemos reducido las diferencias en
relación con la apertura de los mercados al comercio de productos
industriales. Además, en la conferencia de julio se celebraron, por
primera vez en la Ronda de Doha, debates útiles sobre la apertura de los
mercados de servicios.
Todo esto se ha negociado sin perjuicio de garantizar a los países en
desarrollo lo que se conoce como trato especial y diferenciado. En la
OMC no se aplica una "fórmula única para todos", sino que las
negociaciones se estructuran de tal modo que den lugar a acuerdos a
medida, que permitan que la contribución de cada país esté en función de
su capacidad. Por ejemplo, no se exigirá a los países más pobres del
mundo que reduzcan el nivel de sus subvenciones o de sus aranceles.
Tampoco estarán obligados a abrir más sus mercados de servicios. Todos
los países en desarrollo pagarán menos que sus interlocutores
desarrollados, y las economías pequeñas y vulnerables y los Miembros de
reciente adhesión se beneficiarán también de un trato especial. Hay
asimismo disposiciones especiales para otros países en desarrollo y para
determinadas naciones. Esta enorme cantidad de excepciones y exenciones
complica sobremanera las negociaciones, pero hace que su resultado sea
más creíble y sostenible.
Lo fundamental es que el conjunto de medidas propuestas es realmente
importante. Los gobiernos saben ahora perfectamente lo que se exponen a
perder si la Ronda falla. Eso explica su reacción al comprobar que la
conferencia no había alcanzado sus objetivos. Anteriores reveses dieron
lugar a reproches amargos y a que cada uno tratara de exculparse
haciendo recaer la culpa sobre los demás. En esta ocasión, los Miembros
se fueron de Ginebra mucho más apenados que enojados. Aunque algunos
dieron muestras de irritación, en su conjunto, los Miembros expusieron
la opinión de que era preciso continuar. Debemos consolidar los
progresos alcanzados en julio, aprovecharlos en la medida en que sea
posible y, cuando llegue el momento oportuno, prepararnos para un nuevo
impulso político que nos permita llegar a un acuerdo sobre la
agricultura y el comercio de productos industriales.
Así pues, mientras esperamos las señales políticas adecuadas, seguimos
trabajando en Ginebra para resolver la cuestión del Mecanismo de
Salvaguardia Especial y otras, como el elevado nivel de las subvenciones
a los cultivadores de algodón, que distorsionan el comercio. Seguimos
trabajando también en esferas como los servicios, la reducción de las
subvenciones a la pesca, las medidas antidumping y las medidas
específicas en favor del desarrollo.
Fuera de la OMC, la cuestión de la Ronda de Doha sigue estando presente
para los dirigentes mundiales, ante la sorpresa de algunos. Seguramente
se habían dado ustedes cuenta de que, aun en medio de las turbulencias
financieras que han conmocionado el mundo, los dirigentes del G-8 de
países industrializados han abogado por una conclusión de la Ronda.
¿Por qué han llegado todos estos gobiernos a la misma conclusión acerca
de la urgencia de llegar a un acuerdo? Una de las razones es la
peligrosa situación de la economía mundial. La inquietud que cunde en
los mercados y el nerviosismo del público requieren señales de que los
gobiernos están dispuestos a colaborar para resolver los problemas del
mundo. Dado que muchas de las principales economías parecen estar al
borde de la recesión, el crecimiento adicional que generaría la
eliminación de los obstáculos al comercio sería un estímulo muy
apreciado.
Pero hay aún otra razón. Somos muchos los que tenemos claro que las
normas comerciales vigentes no son adecuadas para el mundo actual.
Muchos consideran poco equitativo que las normas que aplicamos permitan
a los países ricos dedicar miles de millones de dólares EE.UU. a unos
programas agrícolas que hace tres decenios al menos que empobrecen a los
agricultores de los países en desarrollo. Muchos consideran injusto que
administremos un sistema arancelario en el que los países ricos
penalizan a las exportaciones de los países pobres con derechos tres o
cuatro veces superiores a los que se aplican a las exportaciones
procedentes de los países ricos. Las normas sobre la circulación
transfronteriza de las mercancías, que se remontan a una época anterior
a los códigos de barras y los ordenadores portátiles, resultan
anticuadas. Es difícil explicar por qué no se ayuda a África a reformar
políticas aduaneras en las que se exigen 40 documentos y se requieren 30
días para el despacho de los envíos. Y, sobre todo, el hecho de no
abordar la cuestión de las subvenciones a la pesca que contribuyen al
agotamiento de las poblaciones de peces parece absolutamente
irresponsable.
Los gobiernos están al corriente de todo esto. En la Conferencia de Doha
de 2001, todos los gobiernos Miembros de la OMC se comprometieron a
establecer un sistema de comercio más equitativo, ambicioso, pertinente
y orientado al desarrollo, y no me cabe duda de que siguen comprometidos
a hacerlo. Pero lograr que 153 Miembros lleguen a un consenso sobre 20
temas, todos los cuales comprenden muchos puntos, no es tarea fácil.
Poco a poco hemos reducido el volumen del trabajo necesario para
concluir la Ronda de Doha y hemos trazado claramente las líneas maestras
de un acuerdo sobre la gran mayoría de las cuestiones. Si los gobiernos
de los países que tienen un papel fundamental dan muestras de la
voluntad política necesaria, será posible el entendimiento sobre un
conjunto final de medidas.
Conocemos los beneficios que entrañará la conclusión satisfactoria de la
Ronda de Doha. Somos conscientes también de los costos que supondría
desaprovechar la oportunidad de llegar a un acuerdo. Un proceso de la
Ronda no significaría la desaparición de la OMC. Seguiríamos
administrando la aplicación de las normas acordadas a lo largo de 60
años de negociaciones. Seguiríamos resolviendo las diferencias
comerciales entre los Miembros. Seguiríamos supervisando y vigilando las
políticas comerciales de los gobiernos para velar por que el sistema de
comercio tenga la mayor transparencia posible. Pero no cabe la menor
duda de que la credibilidad de nuestra Organización y del proceso de
negociación multilateral que tutelamos resultaría dañada. Algunos
gobiernos han manifestado que, si no pueden negociar una modificación de
las normas, tratarán de resolver sus problemas comerciales a través del
sistema de solución de diferencias. A mi juicio, el establecimiento de
normas por vía judicial y no legislativa, por decirlo así, no sería
viable a largo plazo.
Los gobiernos se volverían también hacia los acuerdos regionales o
bilaterales, en lugar de seguir la vía multilateral, sin duda más
difícil. Esos acuerdos son legítimos. Yo mismo he negociado
personalmente algunos en otro tiempo. Pero no pueden sustituir a un
acuerdo en Doha. Hay actualmente 430 acuerdos regionales y bilaterales
en vigor, 300 de los cuales se han concertado en los ocho últimos años,
y puedo asegurarles que en ninguno de ellos se aborda el problema de las
subvenciones excesivas a la agricultura que tienen efectos de distorsión
del comercio. Ninguno de ellos servirá para reducir las subvenciones a
la pesca, que amenazan con vaciar nuestros océanos. Ninguno conducirá al
establecimiento de normas mundiales para la facilitación del comercio o
la apertura del comercio de servicios.
Con demasiada frecuencia, estos pactos regionales o bilaterales son
acuerdos en los que interlocutores de fuerza desigual celebran unas
negociaciones en las que la parte más débil está en considerable
desventaja. A pesar de que resulta gravoso, el sistema de la OMC en el
que negocian grupos de países con ideas afines y las decisiones se
adoptan por consenso asegura la protección de los intereses de los
Miembros más pobres.
Se trata de un sistema en el que los intereses de todos los Miembros se
hacen públicos, y son objeto de debates y negociación. Y, desde hace 60
años, este sistema de reglamentación mundial del comercio ha cumplido su
cometido: impedir que los Estados recurran a políticas como las que
provocaron la ruina económica del siglo pasado. El sistema ha sido
puesto a prueba en numerosas ocasiones. Durante la crisis asiática de
finales del decenio de 1990, los países en desarrollo de la Cuenca del
Pacífico incrementaron sus exportaciones a los países ricos en decenas
de miles de millones de dólares. Este aumento de las exportaciones ayudó
a los países asiáticos a estabilizar sus economías y recuperar la
prosperidad. Poder salir de la crisis gracias al comercio fue tan vital
para el Pacífico como lo fue el Plan Marshall para Europa después de la
segunda guerra mundial. Pero el incremento de las exportaciones no fue
bien acogido por todos en Europa y América del Norte, y los gobiernos
sufrieron fuertes presiones para que erigieran obstáculos que habrían
distorsionado las corrientes comerciales y entorpecido los esfuerzos de
recuperación de Asia.
Los gobiernos de América del Norte y Europa resistieron esas presiones,
gracias a lo cual los países de la Cuenca del Pacífico se recuperaron en
un plazo muy breve. Los gobiernos resistieron a las presiones
proteccionistas porque sabían que habían contraído compromisos
internacionales que tenían que respetar. En este momento en el que está
expuesto a una crisis financiera y probablemente a una grave recesión
económica, quizá resulte alentador para Occidente pensar que los
gobiernos de otros países que podrían tener la tentación de recortar las
exportaciones europeas o estadounidenses se enfrentaran a las mismas
limitaciones. El FMI y otros organismos prevén que el año que viene los
países desarrollados, que representan dos tercios de la producción
mundial, apenas crecerán. En cambio, según prevé el Fondo, las economías
emergentes crecerán un 6,1 por ciento: los países asiáticos en
desarrollo crecerían un 7,7 por ciento y la producción de África, un 6
por ciento. Si la inminente recesión tiene una duración limitada, será
importante para Occidente que los mercados de los países emergentes
sigan abiertos a sus exportaciones.
Cuando los responsables políticos reflexionan sobre la necesidad de
negociar nuevas normas en otras esferas, como el sistema financiero
internacional y el cambio climático, harían bien en tener en cuenta las
ventajas de un sistema de reglamentación internacional como el que
tenemos para el comercio. Además, pueden aprender de las enseñanzas que
extrajimos de las negociaciones de Doha acerca de la conveniencia de
hacer de las preocupaciones de los países en desarrollo un elemento
central de cualquier reforma. Lo que hemos aprendido es que los países
en desarrollo no asumirán bajo ningún concepto compromisos -y, si
queremos encontrar soluciones válidas para todos, tendrán que contraer
compromisos- si no desempeñan una función esencial a la hora de dar
forma a dichos compromisos. No es hoy posible ningún acuerdo
internacional sobre finanzas o cambio climático en el que no participen
China, la India, el Brasil e Indonesia. Y no llegar a la conclusión de
lo que, a fin de cuentas, constituye la Ronda de Doha para el Desarrollo
difícilmente impulsará a esos países a hacer concesiones en unas
negociaciones que reclama también en buena medida el mundo
industrializado. Por esa razón la importancia de llegar a un acuerdo en
Doha rebasa los límites del comercio.
Las causas de la crisis financiera son complejas y muy diversas, pero si
hay algo claro es que los sistemas adolecen de falta de reglamentación y
transparencia, y se sustraen al deber de rendir cuentas. El comercio de
bienes y servicios representa sólo en torno al 2 por ciento de las
transacciones internacionales y se realiza en uno de los entornos más
reglamentados a escala internacional que hayan existido nunca. No existe
una reglamentación análoga para las finanzas internacionales, y será
considerablemente más difícil establecerla que concluir la Ronda de
Doha, cuyas negociaciones son de por sí complejas. Hay un enorme número
de organismos de reglamentación que supervisan las actividades bancarias
y las operaciones con valores a nivel nacional. En muchos casos, los
bancos centrales, a los que incumbe una parte sustancial de las
funciones de supervisión, son independientes de los gobiernos. Esa
independencia presenta muchas ventajas, pero hará más complicada la
negociación de un acuerdo internacional.
Las negociaciones sobre la lucha contra el cambio climático no serán más
sencillas. Las decisiones sobre la imposición de límites a las emisiones
y el intercambio de derechos de emisión, sobre las medidas permisibles
en frontera y sobre la observancia tendrán profundas consecuencias en la
forma de vida de las personas, no sólo en un plazo de 20 años, sino
desde mañana mismo.
En comparación con las negociaciones para la reglamentación financiera
internacional y la adopción de medidas de lucha contra el cambio
climático, la Ronda de Doha es una fruta madura, y no recoger esa fruta
madura crearía una onda expansiva que llegaría a los demás foros
geopolíticos.
Suelen preguntarme si soy optimista o pesimista, y normalmente contesto
que para el Director General de la OMC es imprudente ser una u otra
cosa. Soy más bien un activista. Pero en lo que respecta al
multilateralismo sigo esperanzado, y lo estoy porque no hay otro modo de
avanzar. Nos enfrentamos hoy a una serie de retos mundiales más
perturbadores de los que se nos hayan planteado jamás. No sé si podremos
reunir el valor y la prudencia necesarios para hacerles frente. Pero lo
que sí sé es que si no los abordamos juntos no tendremos ninguna
posibilidad de resolverlos.
Como he dicho, sigo abrigando la esperanza de que recuperemos el buen
juicio colectivo y veamos resurgir de nuevo el multilateralismo. Al
recibir el Premio Nobel de literatura en 1980, Czeslaw Milosz, uno de
tantos cerebros brillantes de Berkeley, pronunció unas palabras que hoy
parecen especialmente oportunas. “El proceso de transformación ha
seguido adelante”, dijo, “desafiando las predicciones a corto plazo, y
es probable que, a pesar de los horrores y peligros que la han
caracterizado, nuestra época sea recordada como aquella en la que se
hicieron los esfuerzos necesarios para que la humanidad adquiriera una
nueva conciencia”.
Gracias.
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