WTO NOTICIAS: DISCURSOS — DG PASCAL LAMY

Dies Academicus Ceremonia de concesión de un doctorado honoris causa — Ginebra


> Discursos: Pascal Lamy

Sr. Rector,
Sr. Presidente del Gran Consejo,
Sr. Consejero de Estado,
Distinguidos decanos y profesores,
Queridos estudiantes,
Señoras y señores:

Es para mí un altísimo honor que la Universidad de Ginebra me otorgue el título de Doctor Honoris Causa en este lugar y en este día de celebración.

Me colma de emoción poder compartir esta distinción con personas más ilustres que yo.

Haberme asignado la tarea de expresar mis puntos de vista sobre los derechos humanos en un mundo en proceso de globalización junto al Arzobispo Desmond Tutu, a quien considero un héroe de los tiempos modernos, muestra la franqueza y la audacia que son propias de una gran universidad.

Tal vez haya inspirado esa audacia el legado de William Rappard, dos veces rector de esta Universidad, un hombre que dedicó su vida a la búsqueda de la paz y cuyo nombre luce el edificio en que tiene su sede la Organización Mundial del Comercio.

Incluso con tan ilustre patrocinio, ¡la audacia de ustedes raya en la temeridad! ¿No es acaso la Organización Mundial del Comercio, para muchos, el símbolo de una globalización en que los objetivos mercantiles prevalecen sobre los seres humanos, el mercado sobre los individuos y el poder sobre la justicia?

Me toca, pues, intentar demostrarles que ustedes tienen razón: la globalización y la apertura del comercio pueden obrar a favor de los derechos humanos universales; y por éstos entiendo tanto los derechos civiles y políticos como los económicos y sociales.

Y digo que “pueden” deliberadamente, porque creo que esto sólo es cierto en determinadas condiciones que es preciso especificar y que están lejos de cumplirse en todas partes.

En primer lugar, la globalización.

Suele verse en la globalización una etapa histórica de la evolución del capitalismo de mercado, cuyo desarrollo es esencialmente de naturaleza tecnológica. Es un fenómeno similar al que se vivió en el siglo XIX en tiempos de la revolución industrial. La globalización de Jano: con un rostro agradable, sonriente, que refleja el dinamismo económico, la innovación, la conexión, la proximidad, desde la perspectiva de la ciudad universal. Y el rostro intimidante, torvo, el de las fracturas, los desequilibrios, los contagios. El rostro de la degradación del medio ambiente, que despoja, que desarraiga, que pisotea las identidades y culturas que conforman la dignidad humana.

Yo creo que el lado positivo de la globalización puede superar al negativo.

A condición de que cada uno de nosotros reconozca que tenemos una necesidad de pertenencia tanto como necesitamos nuestra libertad.

A condición de que aceptemos que esa pertenencia y esa libertad se ejerzan en un marco universal y colectivo, una globalización encauzada y regulada por la política y el derecho.

A condición de que suscribamos la idea de que el principio democrático debe renovarse para superar el ámbito local y penetrar en el mundial; es lo que llamamos gobernanza mundial.

A condición de que reconozcamos que esto implica cambios fundamentales en el principio “westfaliano” de que la gobernanza internacional queda monopolizada por los Estados nacionales, incluso en lo que respecta a los derechos humanos, que no conocen fronteras.

A condición de que forjemos una gobernanza mundial que aúne el impulso político, la legitimidad democrática y la excelencia técnica. Puede que esto esté surgiendo en el triángulo que se perfila para tratar de salir de la crisis económica actual, la primera crisis verdaderamente mundial. Entre el polo del “G-20”, el polo de la Asamblea General de las Naciones Unidas y el polo de los organismos internacionales especializados, como la Organización Mundial del Comercio, la Organización Internacional del Trabajo, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, por citar sólo algunos.

A condición de que se cumplan todas estas condiciones -y hay mucho que hacer para ello- la globalización puede encarnar la promesa de un conjunto universal de valores, común a tantas filosofías y religiones, y al que pertenecen los derechos humanos, como ahora pertenecen al “jus cogens”. Se trata de normas que son inquebrantables y que son aceptadas como tales por toda la comunidad internacional.

Es en este marco universal que la contribución de la liberalización del comercio a la promoción de los derechos humanos puede y debe hallar su lugar tanto en el derecho como en la práctica.

Se discute entre los juristas si la OMC está o no obligada a respetar los derechos humanos; pero a mi juicio la respuesta es un sí rotundo. Los derechos humanos tienen su lugar ante todo en el derecho internacional, porque esos derechos se imponen a los Miembros de la Organización, que están obligados a cumplir los deberes que pesan sobre ellos a nivel internacional.

Seguidamente, porque la jurisprudencia del mecanismo de solución de diferencias de la OMC ha reconocido que el derecho comercial internacional no puede interpretarse “en aislamiento clínico” respecto del derecho internacional general. Y además, ¿cómo podría la OMC, creada en 1994 en virtud de un instrumento jurídico internacional, abstraerse de esas normas del derecho internacional general del que derivan su misión y su existencia misma?

Pero ¿qué lugar ocupa el derecho comercial internacional en la promoción de los derechos humanos en la práctica? Yo diría que la apertura del comercio internacional crea eficiencia para mejorar los niveles y las condiciones de vida y de este modo puede contribuir a hacer realidad derechos que no basta proclamar para que sean respetados. Así ocurre especialmente en el caso de los que Amnistía Internacional denomina “presos de la pobreza”. A título de ejemplo, citaré el artículo 11 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, que se refiere al derecho a los alimentos y aboga por “asegurar una distribución equitativa de los alimentos mundiales en relación con las necesidades, teniendo en cuenta los problemas que se plantean tanto a los países que importan productos alimenticios como a los que los exportan”.

También en este caso las ventajas de la apertura del comercio para los derechos humanos no son automáticas. Esto presupone normas que sean mundiales y justas a la vez. Normas como las que llevaron a Lacordaire a decir que “entre el débil y el fuerte, entre el pobre y el rico, … es la libertad la que oprime y es la ley la que libera”. La negociación y la aplicación de estas normas constituye la misión básica de la OMC, y su vocación primordial en el desempeño de esta tarea es de reglamentar, no de suprimir reglamentaciones, como se cree a menudo.

Esto presupone también la existencia de políticas sociales, ya sea para lograr la redistribución o establecer salvaguardias para los hombres y mujeres cuyas condiciones de vida se ven trastornadas por los cambios de la división internacional del trabajo.

Se trata de lo que yo he denominado, en un contexto algo diferente al del corazón de la Roma protestante en que se nos ha recibido esta mañana, el “Consenso de Ginebra”, conforme al cual la apertura del comercio es necesaria para nuestro bienestar colectivo, pero no suficiente por sí sola.

No es suficiente a menos que la acompañen medidas destinadas a corregir los desequilibrios entre ganadores y perdedores; desequilibrios tanto más peligrosos cuanto más vulnerables son las economías, las sociedades o los individuos. No es suficiente a menos que venga de la mano de un esfuerzo internacional sostenido que ayude a los países en desarrollo a dotarse de la capacidad que necesitan para extraer provecho de la apertura de los mercados.

Si, a modo de conclusión, tuviera que señalar un único principio rector de las condiciones en que la globalización y la apertura del comercio deben ayudar a promover y garantizar el respeto de los derechos humanos, diría que ese principio es la coherencia:

La coherencia es el compromiso político de los ciudadanos, de la sociedad civil, de los sindicatos, entre lo local y lo mundial. Hoy día, el mundo necesita más coherencia en la organización de los gobiernos entre lo nacional y lo mundial, más coherencia entre las diferentes islas que conforman el archipiélago de la gobernanza internacional.

Añadiría que gran parte de esta coherencia aún está por construir, y que veo en ello una vocación para la Universidad de Ginebra, cuya ambición, como en siglos pasados, quizá sea sumar una piedra al edificio intelectual y contribuir al diálogo del que depende nuestra comprensión de este mundo, asegurar una mayor armonía y dar más sentido al concepto de bien público mundial.

Cultivando el fruto de este enfoque interdisciplinar, que les une a ustedes en la búsqueda de una verdad común a la ciencia de la materia, del cuerpo y del espíritu;

Trabajando para tender el puente que la etimología nos inspira a construir entre la universitas magistrorum et scolarium y el universus mundus;

Honrando la tradición de la Ginebra internacional, de la ciudad que ha acogido a tantas mentes prodigiosas, que ha albergado tantas instituciones comprometidas con la búsqueda común de la paz.

Al concederme hoy esta distinción, estimados amigos, han añadido ustedes más peso al fardo de mi responsabilidad. Ahora me corresponde a mí proponer que en el futuro compartamos esa responsabilidad trabajando en la construcción de un orden internacional en el que, para citar a Jean-Jacques Rousseau, “el más fuerte no sea nunca lo bastante fuerte para ser siempre el amo, si no transforma su fuerza en derecho y la obediencia en deber”. A lo que Simone Weil agregó, en una nota más personal y reflexiva, que “todo hombre tiene el deber de desarraigarse para alcanzar lo universal, pero siempre es un crimen desarraigar a los demás”.

Muchas gracias por su atención.

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