WTO NOTICIAS: DISCURSOS — DG PASCAL LAMY
“Gobernanza mundial: enseñanzas extraídas de Europa” — Universidad Bocconi, Milán (Italia)
Estimado Sr. Presidente, querido Mario
Estimado Rector,
Distinguidos invitados,
Señoras y señores
Es para mí un motivo de orgullo estar hoy en la Universidad Bocconi para
inaugurar el curso académico 2009-2010. Durante más de un siglo, esta
Universidad ha sido fiel a sus valores fundacionales, los de un
importante centro de investigación con valores democráticos,
comprometido con Europa y abierto al mundo.
Hoy es un día muy especial para Europa. Hace exactamente 20 años me
encontraba en Bruselas, como Jefe del Gabinete del Presidente de la
Comisión Europea, Jacques Delors. Cada cinco minutos se depositaban en
mi escritorio cablegramas en los que se describía la manera en que los
policías de frontera trataban de controlar a las masas que empezaban a
congregarse al pie del muro de Berlín.
De pronto nos llegó la gran noticia: el muro había caído. Los policías
que dos horas antes habrían disparado contra sus hermanos, ahora dejaban
pasar a la multitud. Jacques Delors llamó al Canciller Kohl, y lo
encontró tan sorprendido como todos los demás estábamos. Oímos entonces
la llamada de la historia. Era el inicio de una nueva era, una era que
se predecía sería estable y pacífica, lo que Francis Fukuyama había
descrito como el fin de la historia.
La caída del muro de Berlín fue, en efecto, un punto de inflexión en el
proceso de globalización. El final de la guerra fría dio paso a una era
de apertura económica sin precedentes. Fuimos testigos de una reducción
de la pobreza como nunca se había conocido. La libertad se expandió, y
con ella las ideas, la cultura y la tecnología.
Sin embargo, 20 años después el mundo se encuentra en graves
dificultades. Estamos inmersos en la peor crisis económica de la
historia, la primera de alcance mundial, una crisis que ha diezmado el
empleo. Vemos que nuestro planeta se deteriora debido al calentamiento
global, víctima de pertinaces sequías y violentas inundaciones, mientras
islas enteras desaparecen bajo el agua y la proliferación nuclear
plantea graves amenazas para la paz y la seguridad mundial. ¿Qué ha ido
mal?
La realidad es que el final de la guerra fría cogió a todos por
sorpresa. Fue el final de un mundo bipolar y el inicio de un nuevo orden
mundial. Con todo, no hubo una reflexión ni un debate suficientes sobre
sus estructuras de gobernanza. Nunca hubo una Conferencia de Bretton
Woods o una Conferencia de San Francisco posterior a 1989. Como
resultado no se ajustaron las estructuras de gobernanza mundial, y ahí
está la raíz de muchos de los problemas actuales. Los desafíos mundiales
requieren soluciones mundiales y éstas sólo se podrán encontrar con la
gobernanza mundial adecuada, que hoy, 20 años más tarde, sigue siendo
demasiado deficiente.
Hay, no obstante, un lugar en la tierra donde después de la Segunda
Guerra Mundial se han puesto a prueba nuevas formas de gobernanza
mundial: ese lugar es Europa. Hace más de medio siglo, Jean Monet dijo:
“las naciones soberanas del pasado ya no pueden proporcionarnos una
estructura para la resolución de nuestros actuales problemas: y la
propia Comunidad Europea no es sino un paso más hacia las formas de
organización del mundo de mañana”. Esto era tan válido entonces como lo
es ahora.
Gobernanza, ¿para qué?
¿Qué quiero decir con gobernanza mundial? Por
gobernanza mundial entiendo el sistema que hemos establecido para ayudar
a la sociedad humana a alcanzar su objetivo común de manera sostenible,
es decir, con equidad y justicia. La creciente interdependencia requiere
que nuestras leyes, nuestras normas y valores sociales, nuestros
mecanismos para estructurar el comportamiento humano sean examinados,
debatidos, comprendidos y aplicados conjuntamente en la forma más
coherente posible. De ese modo se sentarían los cimientos para un
desarrollo sostenible efectivo en sus dimensiones económica, social y
ambiental.
La gobernanza, ya sea pública o privada, tiene que aportar liderazgo, la
encarnación de una visión, energía política, impulso.
Tiene también que aportar legitimidad, que es esencial para lograr que
nos sintamos protagonistas de las decisiones que conducen al cambio. Un
protagonismo para superar los perjuicios inherentes en toda resistencia
a modificar el statu quo. Un sistema de gobernanza legítimo debe también
garantizar la eficacia y aportar resultados que obren en beneficio de
las personas.
Por último, un sistema de gobernanza tiene que ser coherente. Habrá que
encontrar compromisos sobre objetivos que a menudo se contradicen
mutuamente. No puede ser que la mano derecha no sepa lo que hace la mano
izquierda, o, aun peor, que ambas manos se muevan deliberadamente en
distintas direcciones.
Los desafíos que afronta concretamente la gobernanza mundial
Como en cualquier sistema de poder dentro de
la nación-Estado, lo que se necesita es una gobernanza mundial
“adecuada”. Un sistema que establezca un buen equilibrio entre
liderazgo, eficacia y legitimidad, y que garantice la coherencia.
¿Cuáles son, entonces, los desafíos que afronta concretamente la
gobernanza mundial?
El primer desafío deriva de la dificultad que conlleva la identificación
del liderazgo. ¿Quién es el líder? ¿Deberá ser un superpoder? ¿Una
congregación de líderes nacionales? ¿Escogidos por quién? ¿Deberá ser
una organización internacional?
La legitimidad, en sentido clásico, requiere que los ciudadanos elijan
colectivamente a sus representantes votando por ellos. Sin embargo,
también se sustenta en la capacidad política del sistema para producir
un discurso público y propuestas que generen mayorías coherentes y den a
los ciudadanos la sensación de que están participando en un debate. Dado
que la legitimidad depende de hasta qué punto sea estrecha la relación
entre el individuo y el proceso de adopción de decisiones, el desafío
que afronta la gobernanza mundial radica en la reducción de esa
distancia. Los demás desafíos por lo que respecta a la legitimidad son
el denominado déficit democrático y el déficit en la rendición de
cuentas, que se producen cuando los individuos no disponen de medios
para impugnar decisiones adoptadas en el plano internacional. En suma,
el desafío concreto para la legitimidad de la gobernanza mundial es el
de hacer frente a lo que se percibe como una adopción de decisiones a
nivel internacional que es excesivamente distante, escapa a la rendición
de cuentas y no puede impugnarse directamente.
Al igual que la legitimidad, la coherencia es también algo propio de la
nación-Estado, y se transfiere a las organizaciones internacionales
especializadas, cuyos mandatos son limitados. Teóricamente no debería
haber problemas. La actuación coherente de la nación-Estado en los
diversos ámbitos de la gobernanza internacional se traduciría en una
actuación mundial coherente. No obstante, todos sabemos que las
naciones-Estados también detentan el monopolio de la incoherencia. En la
práctica, a menudo actúan de manera incoherente, y en ello radica el
tercer desafío para la gobernanza mundial: cómo hacer frente a una
eficiencia parcial e incoherente.
Por último, la lejanía del poder y los múltiples niveles de gobierno
plantean un desafío para la eficiencia. Las naciones-Estados se resisten
más o menos intensamente -dependiendo en gran medida del Estado y de la
cuestión de que se trate- a transferir a las instituciones
internacionales o compartir con ellas jurisdicción sobre determinados
asuntos. Por lo demás, los sistemas diplomáticos nacionales no priman la
cooperación internacional. Como he dicho muchas veces, no sé de ningún
diplomático que haya sido despedido por decir “no”, pero sí sé de
algunos que han sido despedidos por haber dicho “sí”.
La gestión de los problemas mundiales con arreglo a los modelos
tradicionales de la democracia nacional tiene importantes limitaciones,
como acabamos de ver. Sin embargo, la credibilidad misma de las
democracias nacionales está en riesgo si la gobernanza mundial no
encuentra sus propias credenciales democráticas, si los ciudadanos
sienten que las cuestiones que les afectan día a día no pueden tratarse
adecuadamente.
Europa como un nuevo paradigma de la gobernanza mundial
En estos tiempos problemáticos para la Unión
Europea no es fácil presentarla como un nuevo paradigma de la gobernanza
mundial. Sin embargo, la construcción europea es hasta la fecha el
experimento más ambicioso de gobernanza supranacional. Constituye el
relato de una interdependencia deseada, definida y organizada entre sus
Estados miembros. Por tanto, merece la pena examinar la manera en que
Europa ha hecho frente a los desafíos que antes he descrito.
Mi punto de partida es la construcción de Europa como un trabajo en
curso. No está completa en ninguna de sus dimensiones, ni
geográficamente ni en profundidad, es decir, en los poderes conferidos
por sus Estados miembros a la Unión Europea. Y no lo está, desde luego,
en el sentido de identidad que constituye el elemento aglutinante que
mantiene unida a cualquier sociedad humana.
Mi segunda advertencia es que el paradigma europeo es propio de las
condiciones de temperatura y presión que prevalecen en el continente
europeo. Un continente devastado por dos guerras mundiales que dejaron
millones de muertos y muchos más millones de hombres y mujeres en busca
de la paz, la estabilidad y la prosperidad. Recomendaría, por
consiguiente, cautela al tratar de atribuir valor universal a lo que hoy
en día sólo es una parte de nuestro mundo. En efecto, también en otras
partes del mundo están emergiendo otros paradigmas, que son reflejo de
sus propias características.
La creación de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero en el decenio
de 1950 fue el resultado de la voluntad política de dejar atrás esas dos
guerras mundiales. Esa voluntad política vería la paz arraigar en lo que
Robert Schuman llamó “solidaridades de facto”. Los hombres y mujeres de
aquellos tiempos incorporaron esa voluntad en un proyecto concreto:
combinar los dos pilares esenciales de la economía de entonces, el
carbón y el acero. A la voluntad y al objetivo concreto añadieron un
tercer elemento: la creación de una institución supranacional sui
generis, la Alta Autoridad de la Comunidad Europea del Carbón y del
Acero.
En el corazón de esta aventura inicial se encontraba la esencia del
proyecto europeo, a saber, la creación de un espacio federal en el que
pudieran adoptarse decisiones directamente aplicables y cuya observancia
se pudiera exigir a los Estados miembros: un espacio de soberanía
compartida. Un espacio en el que sus miembros acuerdan gobernar su vida
común sin tener que recurrir permanentemente a tratados internacionales.
Lo que constituye la esencia del paradigma de gobernanza europeo es la
conjunción de una voluntad política, un objetivo a alcanzar y una
estructura institucional. Es la combinación de esos tres elementos, no
el método específico de gobernanza empleado, aunque esto no significa
que debamos subestimar el gran salto tecnológico dado en la construcción
de Europa.
El hecho de que la legislación comunitaria prevalezca sobre la
legislación nacional. La creación de un órgano supranacional como la
Comisión Europea, a la que se ha conferido el monopolio de la iniciativa
legislativa. Un Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas cuyas
decisiones son vinculantes para los jueces nacionales. Un Parlamento
compuesto por un senado de Estados miembros y una cámara de
representantes elegida por el pueblo europeo y cuyas competencias han
aumentado con el paso de los años.
Éstas no son sino unas pocas de las cosas que, consideradas
conjuntamente, hacen de la Unión Europea una entidad económica y
política radicalmente nueva en el escenario de la gobernanza
internacional. Sin embargo, esta creación sin precedentes no podía ser
únicamente el producto de esas innovaciones. Indispensables e
indiscutibles como son, esas innovaciones institucionales siguen siendo
inseparables de las condiciones de las que nacieron. Lo que permite el
acuerdo sobre la forma es el acuerdo sobre el contenido.
Un marcador del paradigma de la gobernanza europea
¿Qué calificación obtiene el paradigma europeo
por lo que respecta a los elementos de gobernanza antes mencionados?
Creo que la gobernanza europea saca buena nota en liderazgo, y utilizaré
dos ejemplos para ilustrarlo. El primero es la campaña para la creación
del mercado interior en 1992, puesta en marcha en primer lugar por
Jacques Delors en 1985. Una firme voluntad política nacida tras un
período económico y político difícil. El objetivo claro de eliminar los
obstáculos internacionales a los movimientos de mercancías, capitales y
personas, y una importante reforma institucional que desembocó en la
aceptación del voto por mayoría en lugar de unanimidad para la adopción
de decisiones conducentes a la creación del mercado interior.
El segundo es la creación del euro. Se necesitaron más de 20 años para
recabar la voluntad política y para definir el objetivo, a lo que siguió
la creación del Banco Central Europeo, posiblemente la más federal de
las instituciones europeas.
No obstante, también hemos visto manifestaciones menos felices de
liderazgo. Tómese como ejemplo el programa de Lisboa, en relación con el
cual se ha puesto claramente de manifiesto la falta de voluntad política
y la existencia de objetivos sólo a medias compartidos.
Creo también que Europa saca buena nota en coherencia.
Institucionalmente, el hecho de que la Comisión Europea actúe sobre la
base del principio de colegialidad y tenga el monopolio de la iniciativa
legislativa en la mayoría de las esferas de competencia comunitaria, así
como el creciente poder del Parlamento Europeo, son factores conducentes
a una mayor coherencia. El fortalecimiento de las competencias
comunitarias, entre otras cosas en virtud del Tratado de Lisboa, es
también un elemento catalizador de una mayor coherencia.
Sin embargo, como en todos los sistemas federales, las fronteras entre
lo nacional y lo federal son a menudo difusas, con las consiguientes
posibilidades de incoherencia en la actuación. Para confirmarlo sólo hay
que fijarse en esferas como la coordinación de la política
macroeconómica, los asuntos presupuestarios, la energía o el transporte.
Creo que en su búsqueda de eficacia Europa también merece una
calificación bastante alta. El papel del Tribunal de Justicia de las
Comunidades Europeas para garantizar el respeto al imperio de la ley, la
ampliación de las votaciones por mayoría en la adopción de decisiones y
la capacidad de la Comisión Europea para supervisar el cumplimiento de
las normas europeas han contribuido todos ellos al aumento de la
eficacia europea.
Si hay un campo en el que Europa obtendría peor nota, ese campo es
probablemente el de la legitimidad. Somos testigos de un distanciamiento
creciente entre las opiniones públicas europeas y el proyecto europeo.
Cabía esperar que la estructura institucional europea, con la atribución
de cada vez mayores facultades al Parlamento Europeo, hubiera resultado
en una mayor legitimidad, pero el número cada vez menor de participantes
en las elecciones al Parlamento Europeo demuestra lo contrario. En
teoría no hay ningún déficit democrático, pero en la práctica somos
testigos de lo que Elie Barnavi ha llamado “la Europa frígida”. A pesar
de las constantes percusiones en el pedernal institucional a lo largo de
los últimos 50 años, no ha saltado la chispa democrática.
Es probable que la dimensión antropológica de la supranacionalidad se
haya subestimado. Una vez desaparecida de nuestro horizonte la amenaza
inminente de una nueva guerra, parece como si también tuviera que
desaparecer el factor aglutinante que mantiene unida a Europa como una
comunidad. Como si no hubiera mitos, sueños y aspiraciones comunes.
Los ingredientes necesarios para el éxito del proceso de integración
A mi juicio, para el éxito del proceso de
integración son necesarios tres ingredientes. Primero, la voluntad
política de actuar juntos. Segundo, un proyecto común. Y tercero, una
maquinaria institucional para que todo ello funcione.
En mi opinión, los ámbitos en los que la integración europea ha obtenido
una calificación superior a la media deben incluir la construcción del
mercado interior de la UE, la unión monetaria europea y la política
comercial.
El hecho de que Europa sea ahora una vasta unión de 27 Estados miembros,
con alrededor de 500 millones de ciudadanos, que representan más de una
cuarta parte del comercio mundial, además del mayor PIB del mundo, y
hablan por una sola boca y con una sola voz, confiere a Europa la
capacidad necesaria para defender su visión de una apertura del comercio
basada en normas.
Por lo que respecta al medio ambiente, Europa desempeña un papel de
liderazgo en el mundo, que es reflejo del amplio consenso europeo sobre
la protección y preservación del medio. Con todo, a mi juicio, la
estructura institucional en la que Europa actúa, la mezcla de
competencias y de distintas voces, impiden a Europa actuar con plena
eficacia en esta esfera. En este ámbito Europa no alcanza más que un
aprobado.
Hay, por lo demás, dos ámbitos en los que Europa, a mi entender, no hace
sentir plenamente su peso en el mundo. En materia de ayuda al
desarrollo, la UE es el mayor donante mundial. La bandera europea ondea
en prácticamente todos los escenarios de las mayores crisis
humanitarias, respaldada por el firme apoyo de sus ciudadanos. En una
encuesta del Eurobarómetro publicada hace sólo un mes, un 72 por ciento
de los europeos se pronunció en favor de cumplir los compromisos de
ayuda al mundo en desarrollo ya asumidos, o incluso de superarlos. Esto
significa que a pesar del grave declive económico, el apoyo público al
lema de la Unión Europea “cumpliendo nuestras promesas” es real. Pese a
ello, creo que hasta el momento Europa ha ejercido una influencia
limitada en el establecimiento de las políticas mundiales de desarrollo.
La segunda esfera es la de la política exterior y de seguridad. La buena
noticia es que los ciudadanos europeos piden a Europa una política
exterior mejor y más activa. Sin embargo, este es uno de los campos en
los que obstáculos simbólicos, los de los sueños y las pesadillas, los
de las identidades y mitos colectivos, siguen siendo poderosos. Creo,
por ello, que la construcción de una política exterior y de seguridad
europea requerirá un compromiso permanente entre intereses y valores. La
creación del cargo de Alto Representante de la Unión para asuntos
Exteriores y Política de Seguridad, que será Vicepresidente de la
Comisión Europea y presidirá el Consejo de Asuntos Generales, es a mi
entender un paso en la buena dirección. No obstante, para llegar a buen
fin también harán falta una voluntad común de actuar juntos y un
concepto común, una especie de proyecto compartido.
Señoras y señores,
Hay varias lecciones que podemos extraer de los más de 60 años de
integración europea.
La primera es que las instituciones no pueden por sí solas ofrecer la
solución. Tampoco puede hacerlo la voluntad política sin un proyecto
común claramente definido. Y tampoco un proyecto común bien pensado
podrá ofrecer resultados si no hay una maquinaria institucional. Lo
cierto es que para crear una dinámica de integración necesitamos los
tres elementos juntos.
Por lo demás, aun en presencia de esos tres elementos, hay un riesgo de
que se plantee un problema de legitimidad, real o percibido, que cree un
obstáculo invisible contra una mayor integración. Lo cierto es que las
instituciones supranacionales, y la Unión Europea es una de ellas,
requieren una inversión a largo plazo, lo que a menudo es incompatible
con la efímera atención de muchos de sus líderes, a menudo elegidos por
escasas mayorías o sobre la base de frágiles coaliciones. La legitimidad
mundial requiere cuidados y atención a largo plazo.
Las lecciones de la integración europea por lo que respecta a la gobernanza mundial
A menudo he comparado los sistemas de
gobernanza con los tres estados de la materia. A mi juicio, el nivel
nacional representa el estado sólido. El sistema internacional se parece
más a la materia gaseosa. Y entre uno y otro está el proceso de
integración europea, en una especie de estado líquido.
Sea cual fuere el estado de la materia, lo necesario para que un sistema
de gobernanza funcione es una combinación de voluntad política,
capacidad de decidir y rendición de cuentas. A ese respecto, la
integración europea nos ofrece muchas y valiosas lecciones para la
gobernanza mundial. Hoy me gustaría centrar nuestra atención en algunas
de ellas.
La primera lección que extraería es la importancia que tienen el imperio
de la ley y la posibilidad de exigir el cumplimiento de los compromisos.
La gobernanza mundial tiene que anclarse en compromisos asumidos por las
entidades participantes, en normas y reglamentos acompañados de
mecanismos que fomenten y promuevan su respeto. Esto reside en el
corazón mismo del sistema multilateral de comercio, con sus más de 60
años de reglamentación del comercio entre las naciones y su sistema
vinculante de solución de diferencias como medio de velar por el
cumplimiento de esas normas. También reside en el corazón mismo de los
intentos de la comunidad internacional para hacer frente al cambio
climático: un acuerdo multilateral en el que las naciones se comprometan
a reducir las emisiones, acompañado de medidas para facilitar la
adaptación y la mitigación. Eso es también lo que la comunidad
internacional se está esforzando por lograr en las negociaciones sobre
no proliferación en curso. Compromisos anclados en un contexto
multilateral, que se puedan supervisar y someter a procedimientos de
solución de diferencias, y que fomenten la eficiencia y una mayor
coherencia.
La segunda lección que extraería para la gobernanza mundial es la del
respeto al principio de subsidiariedad. Lo importante es que las
funciones se desempeñen al nivel en el que sean más eficaces. Quiero
aquí citar la reciente encíclica del Papa Benedicto XVI “Caritas in
Veritae”, en la que el Pontífice aduce que “el gobierno de la
globalización debe ser de tipo subsidiario, articulado en múltiples
niveles y planos diversos, que colaboren recíprocamente. La
globalización necesita ciertamente una autoridad, en cuanto plantea el
problema de la consecución de un bien común global; sin embargo, dicha
autoridad deberá estar organizada de modo subsidiario y con división de
poderes, tanto para no herir la libertad como para resultar
concretamente eficaz”. El sistema internacional no debe sobrecargarse
con cuestiones que se solucionan mejor a nivel local, regional o
nacional.
La tercera lección es que “la coherencia empieza en casa”. La coherencia
incumbe primero y principalmente a los miembros de las organizaciones
internacionales. Por ejemplo, las Naciones Unidas. Podemos y debemos
actuar “unidos en la acción”, pero también hemos de conseguir que los
“miembros de las Naciones Unidas actúen unidos” en las distintas
organizaciones que constituyen la familia de las Naciones Unidas.
La última lección que extraería es que como las circunscripciones
electorales siguen siendo en lo fundamental nacionales, la legitimidad
se vería en gran medida potenciada si las cuestiones internacionales
formaran parte del debate político nacional, si se pudiera
responsabilizar a los gobiernos nacionales de su comportamiento a nivel
internacional. Para fomentar la legitimidad a nivel mundial es preciso
integrar una dimensión internacional en el ejercicio de la democracia a
nivel nacional. El hecho de que los gobiernos que representan a los
Estados en las organizaciones internacionales sean consecuencia de las
preferencias de los ciudadanos manifestadas en las elecciones nacionales
no es por sí solo suficiente para garantizar la legitimidad de dichas
organizaciones. El hecho de que en una organización como la Organización
Mundial del Comercio las decisiones se adopten por consenso, y de que
cada país tenga un voto, puede no ser suficiente para generar una
sensación de legitimidad en la actuación de la Organización. Se necesita
algo más. Los agentes nacionales -partidos políticos, sociedad civil,
parlamentos y ciudadanos- tienen que asegurarse de que las cuestiones
que forman parte del “nivel mundial” se debatan al “nivel nacional”.
La buena noticia es que muchas de estas cuestiones ya son objeto de
trabajos en curso, y que en consecuencia no es preciso que esperemos a
que se produzca un big bang. La crisis económica mundial que estamos
sufriendo ha acelerado el movimiento hacia una nueva estructura de
gobernanza mundial, en lo que he llamado un “triángulo de coherencia”.
A un lado del triángulo está el G-20, sustituto del anterior G-8, que
aporta liderazgo político y orientación política. A otro lado están las
organizaciones internacionales basadas en sus miembros, que aportan
conocimientos e insumos especializados, ya sean normas, políticas o
programas. El tercer lado del triángulo es el G-192, las Naciones
Unidas, que proporcionan un foro para la rendición de cuentas.
A más largo plazo deberíamos lograr que tanto el G-20 como los
organismos internacionales rindieran cuentas al “parlamento” de las
Naciones Unidas. A ese respecto, una renovación del Consejo Económico y
Social de las Naciones Unidas podría reforzar la resolución sobre la
coherencia a nivel de todo el sistema recientemente adoptada por la
Asamblea General. Esto constituiría una poderosa mezcla de liderazgo,
inclusividad y acción para garantizar una gobernanza mundial coherente y
eficaz. Con el paso del tiempo, el G-20 podría incluso ser una respuesta
a la reforma del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.
Una estructura de este tipo tiene que sustentarse en una serie de
principios y valores básicos. Eso es precisamente lo que la Canciller
alemana Angela Merkel ha propuesto con la creación de una Carta para una
Actividad Económica Sostenible, un encomiable esfuerzo por establecer un
“nuevo contrato económico mundial”, para anclar la globalización
económica en un sustrato de principios y valores éticos que renovaría la
confianza que los ciudadanos han de tener en que la globalización puede
realmente obrar en su beneficio. El hecho de que esta iniciativa
provenga de Berlín, en un país como Alemania, hoy reunificado en el
corazón de Europa, es una señal de los tiempos que vivimos.
Conclusión
Señoras y señores,
La globalización plantea actualmente un grave desafío para nuestras
democracias, y nuestros sistemas de gobernanza deben hacer frente a ese
desafío. Si nuestros ciudadanos sienten que los problemas mundiales son
insolubles, si sienten que no están a su alcance, corremos el riesgo de
que nuestras democracias pierdan todo su vigor.
Lo mismo cabe decir si nuestros ciudadanos ven que los problemas
mundiales pueden abordarse, pero que ellos no tienen influencia alguna
en el resultado.
Hoy más que nunca, nuestros sistemas de gobernanza, ya sea en Europa o a
nivel mundial, deben ofrecer a los ciudadanos nuevas vías para dar forma
al mundo de mañana, el que desean que hereden sus hijos. Entre las
muchas tentativas de integración regional, la Unión Europea sigue siendo
el laboratorio de la gobernanza internacional, el lugar donde la nueva
frontera tecnológica de esa gobernanza se está poniendo a prueba.
Gracias por su atención. Les deseo un fructífero curso académico.
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