WTO NOTICIAS: DISCURSOS — DG PASCAL LAMY


> Discursos: Pascal Lamy

  


En la historia moderna, las crisis han sido al mismo tiempo consecuencias de fracasos de la gestión pública y fuentes de progreso en ella.  Esto vale tanto en el plano nacional como también, si consideramos que los conflictos armados son la forma extrema de las crisis, en el plano internacional.

También se aplica a la crisis que se manifestó en 2007-2008:  primero la crisis financiera y después la crisis económica mundial.  Yo sostendría que esta crisis deriva de las perturbaciones cada vez más profundas del orden establecido al término de la segunda guerra mundial.  Pero también creo que nos ofrece una oportunidad de restablecer algún tipo de coherencia en la gobernanza económica mundial.

1.         La pérdida de la coherencia

Extrayendo enseñanzas de los excesos económicos del decenio de 1930, a los que se atribuyó en parte la responsabilidad de la catástrofe de la segunda guerra mundial, los pensadores y los gobiernos edificaron entre 1945 y 1948 un sistema totalmente nuevo de gobernanza económica internacional basado en tres elementos principales:

  • Una comprensión coherente de las vinculaciones entre el pleno empleo, el progreso social, el desarrollo, el sistema monetario internacional y el comercio abierto;
      
  • La aceptación de disciplinas negociadas para contener las desviaciones de la política soberana de los países;
      
  • Instituciones mundiales referentes a diversas esferas de cooperación económica y social internacional:  el FMI, el Banco Mundial (Conferencia de Bretton Woods), la Organización Internacional del Comercio (Carta de La Habana), la Organización Internacional del Trabajo (Declaración de Filadelfia) y, supervisándolos a todos, las Naciones Unidas.

El sistema tuvo después fallos que pusieron a prueba la coherencia ideológica y operativa que garantizaba su estabilidad.  Y esto ocurrió precisamente en el momento en que la tecnología nos impulsaba hacia una interdependencia más estrecha que, por el contrario, exigía una gestión internacional más sólida para controlar las fuerzas del mercado.

En aras de la brevedad me limitaré a mencionar dos fallos importantes:

  • El primero, de carácter político, se produjo casi de inmediato, al abortar la Organización Internacional del Comercio dando origen a un sucedáneo temporal, el GATT, que duró hasta que fue sustituido por la OMC en 1994.  En el contexto que hoy estamos examinando, el GATT podría considerarse la Organización Internacional del Comercio sin los elementos de coherencia;  por ejemplo, la vinculación entre la apertura del comercio y normas laborales equitativas, o las prácticas que distorsionan la competencia, o incluso la cooperación formal con el Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas o la OIT.  Hubo, por lo tanto, algo así como un importante paso hacia atrás respecto de la coherencia.
      
  • El segundo -en este caso, un fallo de carácter económico- vino más tarde, pero probablemente haya sido más trascendental:  el fin del sistema de cambio fijo, en 1973, cuando se levantó el ancla del sistema monetario y se dejó que las monedas flotaran, generándose un relajamiento de las disciplinas y de la vigilancia multilateral de las balanzas por cuenta corriente, ya que se suponía que el FMI quedaba sustituido por los mercados financieros.  Este hecho, junto con otras causas, condujo al auge del proteccionismo en los años setenta.  También es una de las explicaciones de que la coherencia entre las medidas comerciales y la política cambiaria, establecida en los Acuerdos del GATT y del FMI, aunque siga en vigor, se interprete ahora de formas diferentes.

Además de estos fallos, hubo otros tres factores que agravaron la desintegración de la coherencia en el mundo de posguerra.

  • La aparición súbita en el escenario, en el decenio de 1970, de los problemas de sostenibilidad ambiental, ausentes hasta entonces, y respecto de los cuales la gestión internacional ha tomado forma parcialmente con el Protocolo de Kyoto;
      
  • La negativa, en el decenio siguiente, de introducir reglamentaciones mundiales y vinculantes para el sector financiero, que experimentó la globalización más acelerada y adquirió un volumen excesivo;
      
  • La evolución y los cambios geopolíticos que gradualmente fueron generando dudas sobre la distribución del poder entre los vencedores de 1945:  por ejemplo, la caída del Muro de Berlín y el surgimiento, como potencias, de países emergentes.

En este sentido, las reuniones en la cumbre del G-5, seguidas por las del G-7 y el G-8, deben verse como tentativas de suplir la permanente erosión de la gobernanza económica mundial, que seguía permaneciendo en manos de los principales países industrializados.  Era como si el modelo desarrollado inicialmente por las potencias occidentales e impuesto al Japón tuviera que perpetuarse, mientras que los nuevos protagonistas se limitaran a permanecer impotentes entre bambalinas, sin posibilidad de influir en los procesos.  Desde luego, esto no podía funcionar.

En definitiva, 60 años de erosión de la coherencia y la gobernanza pusieron al desnudo diversas deficiencias graves, tanto en el sistema internacional como entre los sistemas nacionales y el régimen mundial.

2.         Restablecimiento de la coherencia

Al trazar un paralelo entre la reciente crisis financiera y la crisis de los años treinta y cuarenta, nos debemos un examen íntegro del sistema de gobernanza económica mundial.  Bien sabemos que “la historia no se repite” y un nuevo orden no será ninguna réplica de su antecesor.

Sin embargo, no me parece que los principios en que debería basarse el nuevo orden hayan cambiado demasiado.

Básicamente veo tres principios fundamentales:

  • Objetivos comunes:  me refiero aquí al alcance de los problemas que debemos reconocer expresamente como objetivos mundiales comunes:  el pleno empleo de los recursos humanos, el desarrollo, el progreso social, un sistema monetario estable, el comercio abierto, la sostenibilidad del medio ambiente.  Debemos mirar esos objetivos en conjunto, observando los vínculos que los ligan entre sí y las fórmulas que podrían zanjar las eventuales contradicciones.
      
  • Disciplinas aceptadas:  la única posibilidad de una gestión adecuada de la globalización consiste en que aceptemos que la interdependencia supone ciertos límites de la autonomía y la soberanía de las naciones.  Cuando se trata de establecer el nivel mínimo de moderación colectiva conforme al principio de subsidiariedad, ese mínimo no puede ser ya el que fue en el pasado, en el mundo del Tratado de Westfalia.  Supone un grado mayor de renuncia explícita respecto de la soberanía nacional.  ¿Por qué habría de aceptarse esta renuncia, cuando puede debilitar peligrosamente la seguridad y la solidaridad que la soberanía nacional garantiza?  Sencillamente porque esas garantías, por indispensables que sean, se han vuelto ilusorias y porque quedan mejor protegidas por una soberanía compartida.
      
  • Instrumentos destinados a garantizar la gobernanza en condiciones de transparencia, legitimidad, coherencia y eficiencia, que no pueden ser una simple réplica de los instrumentos nacionales de gobernanza, aunque supusiéramos que esos instrumentos pueden ser una referencia adecuada.

La experiencia nos ha indicado que es una combinación de estos tres elementos lo que fortalece la gobernanza.  Tomemos como ejemplo el sistema de la OMC.  No es perfecto;  ¿qué falta hace decirlo?  Pero ya no hay guerras comerciales, y la prueba de la crisis ha mostrado que el consenso simultáneo sobre las virtudes de la apertura comercial, de la existencia de normas comerciales multilaterales que han sido puestas a prueba, y la aplicación de mecanismos vinculantes nos han permitido hasta ahora evitar la onda suicida del proteccionismo cuyo embate temíamos dos años atrás.

La evolución reciente de la gobernanza económica mundial ¿muestra indicios de que estemos avanzando en esa dirección?  Yo creo que sí, por más que esos indicios a veces sean tenues.

  • Las instituciones están cambiando.  Han surgido algunas nuevas, como el Consejo de Estabilidad Financiera, que a su vez fue un fruto de la crisis asiática de fines de los años noventa.  O el G-20, la nueva encarnación del G-5 de los años setenta.  En el Banco Mundial y en el FMI el poder se está desplazando.  Se está formando una especie de “triángulo de coherencia” dentro de la red que liga al G-20 como ámbito de dirección, las Naciones Unidas como ámbito de legitimidad, y las instituciones especializadas como ámbito de experiencia técnica y movilización de recursos.
      
  • Aún falta que obtengan un reconocimiento explícito los vínculos de coherencia dentro del perímetro que he esbozado.  En la esfera social, me parece detectar los inicios de esos vínculos en la presencia de la OIT en el G-20 o en su reciente labor cumplida junto con el FMI y con la OMC.  Los advierto en la cooperación en materia de Ayuda para el Comercio entre instituciones financieras y económicas multilaterales y regionales, iniciada en 2005.  Veo pruebas de ellos en la labor que se ha desarrollado en los dos últimos años con los auspicios del Secretario General de las Naciones Unidas para tratar la crisis alimentaria junto con todas las instituciones internacionales.  Observo indicios de esos vínculos, por tenues que puedan ser a esta altura, en la vigilancia de la política económica, presupuestaria, monetaria y cambiaria, función que el G-20 ha encomendado al FMI.  Veo síntomas de esos vínculos en los movimientos de integración regional de África, América del Sur y Asia.

Sin duda sería excesivo ver en estos ejemplos algo más que primeros atisbos de una nueva aurora de coherencia.  Pero la matriz está presente, y puede romper la costra de la costumbre, la actitud conservadora y la tendencia a refugiarse en la tendencia de “cada cual a lo suyo”, que bien sabemos hasta qué punto es tentadora y peligrosa.

Siempre que se cumplan dos condiciones, con las cuales habré de concluir:

  • La primera condición es la confianza, que en el plano internacional constituye un material escaso, tan precioso como frágil.  Porque sólo puede construirse mediante una lenta acumulación de señales, que empiezan intercambiándose y después se verifican para ir eliminando las desconfianzas profesionales arraigadas en todos los negociadores, cuya ideología les impone la convicción de que sus países no tienen “ni amigos permanentes ni enemigos eternos”.  Porque supone la participación de terceros de confianza y dignos de ella, libres de toda sospecha de manipulación o parcialidad y dispuestos a asumir el riesgo de la intermediación y el papel del responsable si la intermediación fracasa.
      
    Pero esa confianza va más allá de la forja de soluciones de transacción.  Sólo puede arraigar en valores compartidos que puedan colmar las brechas legítimas de los intereses, las culturas, las convicciones y la cosmovisión de cada uno.
      
  • La segunda condición es el respaldo de la opinión pública.  Es ante el público que los gobiernos deben responder.  Es con el público que debemos compartir el sentimiento de urgencia que tantos de nosotros experimentamos.  La legitimidad política sigue perteneciendo, ante todo y sobre todo, a las naciones, como puede atestiguarlo la experiencia europea, a pesar de progresos extraordinarios en la esfera de la gobernanza.  La gobernanza mundial que se necesita no puede aislarse de sus raíces locales.  No hay atajo posible a la coherencia mundial por la vía de nuestras instituciones internacionales, que los ciudadanos conciben tan a menudo como oscuras y remotas, incluso cuando son sus gobiernos los que las dirigen.  A mi juicio, una buena gobernanza internacional no se refiere a la mundialización de problemas locales, sino a la localización de problemas mundiales.  Este es el precio que debe pagarse por la legitimidad en que todos los poderes tienen que basarse.  De allí la importancia de las discusiones como la que hoy nos congrega.

Muchas gracias por su amable atención.

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