WTO NOTICIAS: DISCURSOS — DG PASCAL LAMY


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Me honra que me haya sido concedido el doctorado honoris causa de la Universidad de Edimburgo.  La historia intelectual de esta ciudad ha moldeado la manera en que entendemos el mundo.  Esos grandes pensadores, David Hume y Adam Smith, fueron los primeros en demostrar el error del mercantilismo, la teoría del comercio internacional dominante durante varios siglos.  Viniendo de la Organización Mundial del Comercio, creo que estoy en deuda con este lugar.

Como ya saben, Europa está atravesando tiempos difíciles.  ¿Cuáles son las causas de la crisis del euro?  ¿Cuáles son las soluciones?  ¿Qué lecciones tiene esta crisis para el resto del mundo?  Deseo compartir con ustedes mis reflexiones sobre estas cuestiones abrumadoras.

 

El significado de Grecia

Permítanme que comience con algo que parece un rompecabezas.  La economía griega representa menos del 2 por ciento del Producto Interno Bruto de la Unión Europea y tiene una cuota del 2,5 por ciento de la economía de la zona del euro.  No obstante, en los dos últimos años las dificultades de Grecia han dominado las noticias económicas de todo el mundo y captado la atención de la comunidad internacional hasta un punto que parece incompatible con el tamaño relativo de su economía.  ¿Cómo puede explicarse este interés mundial?  ¿Qué síntomas profundos están detrás del factor griego?

Los economistas ofrecen una explicación sencilla basada en la noción del contagio.  Es una obra -o, tal vez, una tragedia- en tres actos.

El primer acto abre con los inversores preocupados por que el Gobierno griego no pueda pagar su deuda.  Años de deficiente competitividad y políticas relajadas han dejado su marca en los desequilibrios externos y presupuestarios.  El diseño y la aplicación deficientes de las disciplinas que aglutinan a una unión monetaria son demasiado evidentes.  A medida que la crisis en Grecia evoluciona, los mercados empiezan a sospechar que otros países europeos podrían encontrarse en las mismas aguas.

En el segundo acto, el riesgo real -o percibido- de la insolvencia hace que los inversores exijan tipos de interés más altos sobre los bonos de los países altamente endeudados, como Portugal, España e Italia.  Esto, a su vez, agrava los balances financieros del sector público y aumenta el riesgo de insolvencia.  De repente, el temor de los inversores empieza a parecerse a una profecía que se hace realidad.

Por último, en el tercer acto, la inestabilidad se propaga por todo el sistema financiero.  Como la deuda pública de los países en la periferia de Europa está en los balances de cuentas de las instituciones financieras, en particular en la zona del euro, la crisis presupuestaria se convierte en crisis bancaria.  En ese momento, el contagio ha seguido su curso de una sola economía a toda la UE y amenaza al resto del mundo.

La versión de la moderna tragedia griega según los economistas ofrece un cuadro fascinante y convincente, pero la trama solo muestra la punta del iceberg.  El riesgo de contagio es una explicación aproximada de la importancia que tienen para Europa las turbulencias en Grecia.  En sus raíces está la falta de confianza.  He ahí el vector del contagio.  No cabe duda de que los inversores están mostrando poca confianza en la capacidad de determinados países para atender el servicio de su deuda y en la capacidad de recuperación del sector bancario.

Ahora bien, a más profundidad, Grecia es un símbolo de la reversibilidad del proceso de integración europeo.  Encarna la falta de confianza en el futuro del proyecto europeo.  A mediados de 2010, los ciudadanos -y los mercados- descubrieron de pronto que Europa puede dar marcha atrás;  que la integración puede tornarse en desintegración;  que el edificio europeo no es tan sólido como creíamos.

 

Una Europa en dificultades

¿Por qué no hay confianza en Europa?  La respuesta puede hallarse en la historia de su proceso de integración.  El espíritu de la declaración de Schuman, la piedra fundacional de la Unión Europea, era que la solidaridad de hecho forjada a través de la integración económica generaría progresivamente la unificación política.

La integración económica presupone disciplinas para reglamentar la actividad económica e impedir el empleo de políticas de empobrecimiento del vecino, es decir, para crear confianza.  Las instituciones del mercado interno, como la política de competencia y la reglamentación de la ayuda estatal, son ejemplos destacados.  Pero la integración económica genera conmociones competitivas que exigen que se gestione la solidaridad, pues, de lo contrario, no es sostenible.  Las políticas redistributivas, como los fondos estructurales y de cohesión de la UE, tienen precisamente esa finalidad.  Por último, la disciplina y la solidaridad solo pueden mantenerse unidas en un espacio de legitimidad;  o sea, si los ciudadanos comparten un “sentimiento de pertenencia”.  La integración política consiste en definir instituciones comunes eficaces que puedan dar cabida a ese sentimiento de pertenencia.

El genio de los padres fundadores de la UE consistió precisamente en que comprendieron sencillamente que la integración económica y política son instituciones complementarias.  El progreso en un ámbito conduciría al avance en el otro.  La historia de la integración europea puede refundirse como una secuencia de desequilibrios entre la integración económica y la política.  Ya sea por accidente o deliberadamente, el edificio europeo se ha desequilibrado en repetidas ocasiones;  y cada una de ellas ha exigido un nuevo equilibrio entre la disciplina, la solidaridad y la legitimidad.

Tanto la introducción de las disciplinas del mercado interior con el Acta Única Europea de 1985 como su ampliación a los 10 nuevos miembros de Europa Central y oriental en 2004 se vincularon a una adecuación de las instituciones de solidaridad y legitimidad.  Se introdujeron nuevas disciplinas con una ampliación de los fondos estructurales y de cohesión, un aumento de los poderes del Parlamento Europeo y una ampliación de la votación por mayoría cualificada en el Consejo de Ministros.

Desde este punto de vista, la situación actual tiene cierto parecido con episodios anteriores.  La crisis del euro demuestra que las instituciones de integración política que existen hoy día en Europa no se corresponden con la integración económica que se ha construido.  Este desequilibrio es insostenible y tendrán que surgir nuevas formas de disciplinas, solidaridad y legitimidad.

Pero esta crisis es diferente en un aspecto importante.  La integración europea puede dar marcha atrás o avanzar.  No solo los mercados, sino también los ciudadanos, lo que es más importante, ven que el edificio europeo ha perdido el equilibrio.  Y entienden las dificultades del momento:  el nuevo equilibrio entre disciplinas y solidaridad exige una elevada dosis de “unión”, un sentimiento que parece ser un bien escaso en la Europa de nuestros días.  Peor aún, la propia crisis, con la inestabilidad y las crecientes penalidades que conlleva, está exacerbando el resentimiento y la desconfianza hacia los demás.  En estas condiciones, muchos parecen llegar a la conclusión de que es más probable la regresión que el progreso.

 

Un mundo en dificultades

Europa es un microcosmo del mundo.  Las dificultades que observamos en la UE son reflejo de las turbulencias del sistema multilateral.  La gobernanza mundial, el marco jurídico e institucional para gestionar la interdependencia y la interconexión en constante crecimiento a nivel mundial, está construida, al igual que el edificio europeo, sobre un equilibrio delicado entre disciplinas, solidaridad y legitimidad.  Y aunque la integración es menos profunda a nivel mundial -a menudo con disciplinas más superficiales, una solidaridad más dispersa y una legitimidad desde luego más distante- el mecanismo y la dinámica de este equilibrio no son diferentes.

Permítanme que les presente dos ejemplos.  El primero se inspira en mi propia experiencia con la Ronda de Doha de negociaciones comerciales y el segundo se refiere a las medidas multilaterales para hacer frente al cambio climático.

El GATT, predecesor de la OMC, recurría a la noción del “trato especial y diferenciado” de los países en desarrollo.  En términos generales, eso suponía que, aunque los países desarrollados aceptaron abrir sus mercados, no se esperaba que los países en desarrollo adoptaran medidas recíprocas sustanciales.  Este arreglo reflejaba el equilibrio entre disciplinas, solidaridad y legitimidad en el sistema multilateral de comercio anterior a la OMC.

Sin embargo, en los últimos años, la impresionante tasa de crecimiento de algunos países en desarrollo ha dado un giro importante a la economía mundial y ha desequilibrado el sistema de comercio.  Para algunos, las economías emergentes han alcanzado un nivel de desarrollo que justifica una mayor reciprocidad de las obligaciones;  pero para otros la brecha de ingresos con los países adelantados hace que la igualdad de disciplinas sea injusta.  Al no poder encontrarse un nuevo equilibrio en el sistema multilateral de comercio, ha resultado imposible hasta ahora concluir la Ronda de Doha y, al mismo tiempo, muchos Miembros de la OMC, conciertan iniciativas comerciales bilaterales.

De forma parecida, lograr un acuerdo válido sobre una respuesta mundial al cambio climático se enfrenta a dificultades similares.  En la Declaración de la Cumbre de la Tierra en Río en 1992 se reconoció que, aunque todos los países tienen la responsabilidad de hacer frente al cambio climático, no todos han contribuido en la misma medida a causar el problema ni cuentan con los mismos medios para combatirlo.

El principio de las “responsabilidades comunes pero diferenciadas” se introdujo en el Protocolo de Kyoto de 1997, en el que se establecieron compromisos específicos y vinculantes de reducción de las emisiones para los países desarrollados.  Los países en desarrollo no tenían obligaciones vinculantes.

El problema a que se enfrentan ahora los negociadores sobre el cambio climático es llegar a un acuerdo sobre una respuesta multilateral después de que haya expirado el primer período de compromiso en un mundo en que el crecimiento de los países en desarrollo ha superado al de los países desarrollados.  Una vez más, la dificultad de lograr un nuevo equilibrio entre las disciplinas, la solidaridad y la legitimidad en un contexto retraído ha desempeñado sin duda un papel importante para frenar los progresos prácticos, como acabamos de comprobar en los debates celebrados durante la Conferencia de Río “más” 20, que muchos observadores han apodado Río “menos” 20.

 

Un pacto de legitimidad europeo

Vuelvo ahora a Europa y al debate sobre la manera de salir de la crisis del euro.  Hasta ahora, muchos han criticado la respuesta de la UE, en parte con buenos motivos.  Las economías de todo el mundo se desaceleran y existe la percepción de que Europa hace “demasiado poco y demasiado tarde” para restablecer la confianza.

Yo preferiría adoptar un enfoque diferente.  Empezaré por lo que se ha logrado hasta ahora y por lo que es aún una labor en curso.  Luego me centraré en lo que nos espera.

La crisis del euro tiene tres elementos:  es una crisis económica, institucional y de legitimidad.

El elemento económico es el síntoma.  Se trata de la combinación peligrosa de las crisis de competitividad, presupuestaria y bancaria que he expuesto anteriormente.

El elemento institucional es reflejo de los pecados originales al concebir la Unión Monetaria, que las posteriores reformas constitucionales incorporadas al Tratado de Lisboa no han logrado subsanar.  En primer lugar, la inexistencia de una unión fiscal y bancaria.  Es decir, la insuficiencia de las facultades centrales de supervisión, resolución y reparto del riesgo.  En segundo lugar, la ausencia de un mecanismo eficaz que incentive las reformas estructurales a nivel nacional.

Por último, el euro se ha visto absorbido también en una crisis de legitimidad.  El apoyo a la moneda común y, más en general, al proyecto europeo, decae.  Como constata recientemente un informe de Notre Europe, la caída del “euroentusiasmo” se remonta a antes de que se desencadenara la crisis, pero el deterioro ha sido especialmente grave en los países con serios problemas, a saber, Grecia, Portugal e Italia.

Aunque siga siendo una labor en curso, la UE ha hecho algunos adelantos en la solución de la crisis.  Tan solo hace unos meses, el debate parecía estar empantanado en una discusión infructuosa.  Unos propugnaban más disciplinas, otros respondían pidiendo más solidaridad.  Los dos campos tenían la razón y no la tenían al mismo tiempo.  Europa necesita más disciplinas y necesita más solidaridad.  Esta verdad pura y simple ya ha sido ampliamente aceptada.

El primer pilar para mejorar las disciplinas ha sido la adopción del Pacto Presupuestario.  El tratado fortalece la vigilancia de las políticas presupuestarias nacionales y la observancia de las normas presupuestarias.  El tratado también se pronuncia sobre la cuestión de las reformas estructurales.  Aunque es menos evidente que este marco vaya a brindar un mecanismo de incentivos adecuado a los gobiernos nacionales.  El segundo pilar que se estudia es un marco de estabilidad financiera.  Entre otras cosas, entrañará facultades centrales de supervisión bancaria y resolución.

El debate sobre la solidaridad gira en torno de lo que Mario Draghi denominó un Pacto para el Crecimiento.  En un discurso que pronuncié el pasado febrero en el centro de estudios Bruegel, indiqué lo que, a mi juicio, son los elementos constitutivos de un plan de crecimiento para Europa:  una unión fiscal con sus propios recursos (impuestos directos de la UE, como un impuesto sobre el carbono y un impuesto sobre las transacciones financieras, e instrumentos de financiación conjuntos, como bonos para proyectos);  un mayor gasto de la UE en esferas de interés común, como infraestructuras transnacionales, educación, investigación e innovación;  la finalización del mercado interior, concretamente en la esfera de los servicios;  por último, un compromiso de aplicar reformas de las economías nacionales.

Pero la solidaridad exige algo más que un plan de crecimiento.  En primer lugar, la estabilidad de la zona del euro exige un mayor reparto de los riesgos:  un seguro de depósitos común e instrumentos de prorrateo de riesgos fiscales que complementen el Pacto Presupuestario.  En segundo lugar, la UE debería proteger y promover los sistemas sociales europeos, lo que supone prestar asistencia a los países para que mejoren y adapten sus estructuras de producción, sus redes de seguridad social y sus mercados de trabajo a los retos planteados por la globalización.

En síntesis, el dilema de crecimiento contra austeridad es una simplificación no solo errónea, sino también engañosa.  De lo que se trata en realidad es de la calidad del crecimiento y del tipo de medidas de austeridad.

El Consejo de la UE que terminó anoche a última hora demuestra que, efectivamente, las disciplinas más firmes y una mayor solidaridad van de la mano.  El Consejo ha otorgado un mandato claro a la Comisión para que formule una propuesta sobre un mecanismo único de supervisión bancaria en el que participe el Banco Central Europeo.  Al mismo tiempo, el Programa para el Crecimiento y el Empleo acordado contiene novedades, incluida la fase piloto de los bonos para proyectos a fin de financiar iniciativas en infraestructura de energía, transportes y banda ancha.  Estas medidas van por el buen camino para transformar el presupuesto de la UE en un instrumento para el crecimiento.

El último elemento del debate lo ha puesto enérgicamente sobre la mesa Angela Merkel.  Dicho elemento es la unión política.  Europa necesita un “Pacto de Legitimidad” que complemente los Pactos Presupuestario y para el Crecimiento.  Unas disciplinas más estrictas y una solidaridad más firme solo pueden mantenerse en una unión política más perfecta.

¿Cómo sería una Unión Política Europea?  Se basaría en cuatro pilares:  el método comunitario;  la función central de la Comisión Europea;  unos poderes centrales eficaces, pero limitados;  legitimidad democrática.  Algunas de esas medidas no obligan a que se modifiquen los tratados, otras sí.  Si no puede alcanzarse un acuerdo más amplio, el progreso habrá de lograrse por vías de una cooperación intensificada.

 

Una nueva explicación de Europa

Este es un momento definitorio para la Unión Europea, porque la necesidad crea el impulso.  Como he sostenido, los europeos están realizando progresos para hacer frente a las crisis económica, institucional y de legitimidad del euro.  Pero no se ha restablecido la confianza y los negativistas parecen imponer sus criterios.  Y, francamente, no debería sorprender a nadie.  Hasta ahora, no ha habido una explicación común acerca de la crisis, acerca de las respuestas a la crisis o acerca de la manera en que se pedirá a los ciudadanos que contribuyan.

Creo firmemente que la supervivencia del euro depende de la reanimación del proceso de integración europea.  Haré hincapié en las que son, a mi juicio, las tres bases estructurales de esa reanimación.

La primera es un proyecto.  Europa necesita una propuesta clara, que pueda enlazar las medidas a corto plazo con las reformas a largo plazo, la distribución de los riesgos con la unión política.  Un plan que surta resultados concretos que cumplan las expectativas de los ciudadanos europeos.  En sus memorias, Jean Monnet recordó los preparativos que condujeron al establecimiento de la Comunidad Económica Europea en 1957.  Entonces, lo que consideró necesario era un proyecto que se percibiese como una empresa colectiva europea;  un objetivo que pudiera ser realista y ambicioso al mismo tiempo;  un plan claro con un calendario preciso para aplicarlo.  Aparte de los límites de nuestro ingenio, nada nos impide hoy día seguir el mismo camino, o hablar con una sola voz.

Lo anterior me lleva a la segunda base estructural.  Europa necesita una nueva forma de explicar las cosas.  Los encargados de formular políticas nos recuerdan a menudo que el desmembramiento de la zona del euro y, en consecuencia, la inevitable fragmentación del mercado único, tendrían unos costos incalculables.  Es cierto.  Pero, ¿cuáles son las ventajas compartidas de la integración?  Paradójicamente, los no europeos, que son la inmensa mayoría de mis interlocutores en mi actual cargo, suelen ver con más claridad que nosotros el valor de la unidad:  la preservación de la paz;  la gestión de las interdependencias;  un espacio en el que se protegen las libertades civiles;  una seria preocupación por la protección del medio ambiente;  una economía amplia basada en el mercado;  un sistema de bienestar social único en su género.  Ese es el ADN europeo y la razón de ser de nuestra casa común europea.  Sin ella, los ciudadanos europeos encerrados en sus propios espacios nacionales tendrían muchas menos oportunidades.

¿Quién elaborará una nueva forma de explicar Europa?  ¿Quién propondrá el proyecto europeo para el siglo XXI?  Estoy convencido de que esa tarea corresponde al ejecutivo común de la UE, a la Comisión Europea.  Es su misión y su deber.  Los distintos gobiernos nacionales o las distintas versiones de direcciones generales carecerán sencillamente del ingrediente esencial:  la visión del interés común.

La tercera base estructural es un proceso político abierto.  El actual escenario europeo es oscuro y aburrido.  No puede existir un auténtico sentido de pertenencia si Europa no encuentra una forma de celebrar un debate abierto que trascienda las fronteras nacionales, las cuestiones nacionales, los partidos nacionales.  La UE tiene que estar dispuesta a escuchar a sus ciudades, a sus regiones, a sus sociedades civiles.  En resumidas cuentas, la UE tiene que estar dispuesta a escuchar al ciudadano europeo.  No se trata de una recomendación para un futuro lejano, sino para las elecciones europeas de 2014.

Se podría comenzar hoy mismo vinculando la elección del presidente de la Comisión con los resultados de las elecciones europeas;  cada agrupación política propondría un candidato durante la campaña.  Y cada candidato propondría un “programa”, un proyecto a escala europea.  Hay que iluminar el escenario europeo para que el proyecto europeo avance.  Porque, como solía decir Abraham Lincoln:  “Con el sentimiento público nada puede fracasar;  sin él, nada puede tener éxito”.

 

Medidas a escala mundial

Hoy día, todas las miradas están puestas en los europeos.  Y evidentemente tendrán que estar a la altura de las circunstancias.

Pero seríamos demasiado simplistas si creyéramos que las medidas europeas bastarán para disolver los nubarrones que se ciernen sobre la economía mundial.  El crecimiento mundial está por debajo de sus posibilidades, el desempleo sigue siendo inaceptablemente elevado, como también lo es la pobreza en muchas de nuestras sociedades.  Los economistas de la OMC nos advierten de que el crecimiento del comercio seguirá desacelerándose este año hasta un 3,5 por ciento, lo que supone un descenso frente al 5 por ciento de 2011.

Más allá de Europa, otra crisis se avecina.  El FMI la llama el “precipicio presupuestario” de los Estados Unidos:  el riesgo de restricciones presupuestarias excesivas en los Estados Unidos de conformidad con la legislación vigente.  La incertidumbre acerca de decisiones políticas polémicas sobre recortes automáticos del gasto y la expiración de disposiciones fiscales podrían provocar graves turbulencias en los mercados y afectar a la demanda mundial a través de efectos secundarios comerciales.  Hará falta que los Estados Unidos tracen una hoja de ruta clara para la consolidación presupuestaria si queremos prevenir una importante conmoción para el crecimiento estadounidense y mundial a finales de año.

Los desequilibrios globales siguen planteando un reto para la economía mundial.  Inevitablemente, el motor del crecimiento en las principales economías emergentes tendrá que depender menos de la demanda en los países adelantados y más de la demanda interna.  Será preciso que países como China, la India o el Brasil hagan más progresos, tanto en lo relativo a las reformas estructurales como a la apertura progresiva de sus economías a una mayor competencia.

En la presente coyuntura, una acción colectiva más firme por parte de los países del G-20 reportaría unos beneficios extraordinarios.  El FMI calcula que unas medidas coordinadas conducirían a un crecimiento de 2,5 puntos porcentuales del PIB mundial en cinco años.  En la economía mundial, al igual que en el microcosmo de Europa, la incapacidad colectiva de cooperar está imponiendo grandes costos a nuestras sociedades.

 

Conclusiones

La crisis del euro no solo es la mayor amenaza actual a la economía mundial.  Sus consecuencias son mucho más profundas que la repercusión económica directa.  Europa ha sido un laboratorio de un orden post-westfaliano, de una democracia que trasciende las fronteras nacionales.  Que la UE gestione bien o mal su crisis tendrá consecuencias duraderas en nuestro concepto del futuro de los procesos de integración mundial y regional.

El multilateralismo, al igual que el proyecto europeo, se encuentra en una encrucijada.  Necesita un nuevo equilibrio entre disciplinas, solidaridad y legitimidad.  O el multilateralismo avanza, o nuestra capacidad colectiva de hacer frente a problemas económicos, sociales y ambientales de alcance mundial se verá gravemente dañada.  He ahí, en mi opinión, el reto definitorio de nuestros tiempos.

 

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