WTO NOTICIAS: DISCURSOS — DG PASCAL LAMY
“Las políticas alimentarias y de comercio agropecuario: el mundo necesita una visión común” — Salzburgo (Austria)
Señoras y señores:
Gracias por invitarme a estar aquí esta noche y por permitirme que
reflexione con ustedes sobre el futuro de las políticas alimentarias y
de comercio agropecuario. Es fundamental que todos nosotros hagamos una
pausa en nuestros quehaceres y responsabilidades de cada día para pensar
en lo que sucederá a largo plazo.
Quisiera empezar diciendo que las políticas alimentarias y de comercio
agropecuario no se aplican en el vacío. Dicho de otro modo, por muy
elaboradas que sean nuestras políticas comerciales, si las políticas
internas no incentivan por sí mismas la agricultura, e incorporan los
aspectos sociales y ambientales externos negativos, seguiremos teniendo
un problema.
Les pondré un solo ejemplo: la cuestión del tamaño de las explotaciones
agrícolas. En muchas partes del mundo, y en particular en las zonas más
pobres, la tierra se está dividiendo por medio de la herencia entre una
población en aumento, y el tamaño de las explotaciones agrícolas está
disminuyendo.
En la India, el tamaño medio de las fincas se redujo de 2,6 hectáreas en
1960 a 1,4 en 2000, y continúa reduciéndose. En Bangladesh, la situación
es aún peor. Durante este período se duplicó literalmente el número de
explotaciones agrícolas y su tamaño pasó de 1,4 a 0,6 hectáreas; también
aumentó el número de personas sin tierras. Si bien las pequeñas
explotaciones agrícolas tienen sus ventajas, el rendimiento tiende a ser
más alto en las de mayores dimensiones.
Asimismo, está bien documentado que algunos de los países más pobres del
mundo han sido los que más han gravado la agricultura y que la
reinversión de los ingresos fiscales en la agricultura ha sido escasa.
La combinación de políticas a nivel nacional debe ser, por tanto, el
punto de partida de cualquier debate sobre las políticas alimentarias y
agrícolas.
La ordenación territorial, la gestión de los recursos naturales, la
disponibilidad de agua, los derechos de propiedad, el cumplimiento de
las obligaciones, el almacenamiento, la infraestructura del transporte y
la distribución, los sistemas de crédito y la ciencia y la tecnología
son todos ellos piezas esenciales del rompecabezas de la agricultura y
la seguridad alimentaria.
No cabe duda de que las políticas comerciales forman parte de este
panorama. Pero, por sí solas, no pueden resolver todos y cada uno de los
problemas de la agricultura. Entre otras razones porque, a fin de
cuentas, el comercio no es más que una simple correa de transmisión
entre la oferta y la demanda. Tiene que funcionar sin trabas, con pocas
fricciones, pero es tan sólo un elemento de una maquinaria mucho más
compleja.
Yo diría que las políticas de comercio agropecuario han dado bastantes
“tumbos” en los dos últimos decenios. Pero no quisiera ir más lejos al
caracterizar la situación. Sí, sólo hemos avanzado dando “tumbos”. No
hemos tomado medidas firmes, colectivas y decisivas. La razón de ello es
que, hasta hoy, el mundo no ha tenido una visión común de cómo debe ser
la integración mundial y qué puede aportar a la agricultura.
Permítanme que me explique. Creo que todos estamos de acuerdo en cuáles
son los objetivos básicos que esperamos de nuestros sistemas
agropecuarios. Todos deseamos lograr suficientes alimentos, piensos,
fibras, y algunos incluso desean obtener combustibles. Deseamos
alimentos y piensos nutritivos. Deseamos alimentos y piensos inocuos.
Deseamos un nivel de vida decente y cada vez más alto para nuestros
agricultores. Deseamos que los consumidores dispongan de alimentos
asequibles. Deseamos unos sistemas de producción agropecuaria que sean
acordes con la cultura y las costumbres locales y que respeten el medio
ambiente a lo largo de todo el ciclo de vida de los productos.
En lo que todavía no estamos de acuerdo es en lo que la integración
mundial puede aportar a este proceso. En mi opinión, la integración
mundial nos permite pensar en la eficiencia más allá de las fronteras
nacionales. Nos permite aumentar la eficiencia a escala mundial
desplazando la producción agropecuaria a aquellos lugares en que mejor
puede desarrollarse. Como digo a menudo, si un país como Egipto
pretendiera alcanzar la autosuficiencia en el sector agropecuario,
pronto necesitaría más de un río Nilo. Eso significa, básicamente, que
la integración mundial debe permitir también que los alimentos, los
piensos y las fibras viajen de los países en que se producen de manera
eficiente a los países en que existe demanda.
Debemos recordar que las fronteras nacionales sólo se establecieron
mediante un largo juego histórico de sillas musicales. Se invitó a todos
los pueblos a ponerse en pie y se les concedió cierto tiempo para que se
peleasen por las tierras. A continuación, sonó en el mundo un silbato.
Mientras que algunos se encontraron asentados en tierras fértiles, con
horas de sol y agua dulce en abundancia, otros se vieron condenados a
terrenos áridos e inhóspitos. En consecuencia, se impuso el comercio
(ventaja absoluta). Pero hubo además otras razones que justificaron el
comercio, como las diferencias en la eficiencia relativa de la
producción (lo que también se conoce como ventaja comparativa) y la
proximidad geográfica, de la que nos ha hablado el Premio Nobel Paul
Krugman.
Sin embargo, a pesar de esta realidad comercial, en la Organización
Mundial del Comercio los países continúan discrepando sobre si la
agricultura es similar a las camisas, el calzado o los neumáticos y
debería estar sujeta al mismo régimen comercial. De ahí la especificidad
de la agricultura en el conjunto de normas de la OMC. La agricultura se
incorporó a ese conjunto de normas unos 50 años después que los
productos industriales, y lo hizo en condiciones diferentes. Por
ejemplo, las subvenciones a la exportación, que están totalmente
prohibidas para los productos industriales, ¡tienen que ser aún
eliminadas gradualmente en la esfera de la agricultura mediante la Ronda
de Doha! Además, mientras que las subvenciones perjudiciales a los
productos industriales son recurribles en la OMC, muchas subvenciones
agrícolas perjudiciales encuentran refugio en los compartimentos ámbar y
azul, así como en una cláusula de paz. El promedio ponderado en función
del comercio de los aranceles aplicados a los productos industriales en
el mundo es del 8 por ciento aproximadamente, pero en la agricultura es
del 25 por ciento. ¡Por no hablar de las crestas arancelarias, que en la
agricultura son todavía de hasta el 1000 por ciento!
Esta división fundamental adquirió una dimensión diferente en la crisis
alimentaria del último año. Como respuesta a esa crisis, algunos países
empezaron a replegarse sobre sí mismos, y vimos surgir toda una serie de
restricciones a la exportación. Mientras tanto, otros empezaron a mirar
al exterior más de lo que nunca habían hecho, al ver en peligro su
seguridad alimentaria dado que dependían de las importaciones. Un
aspecto singular de esta situación fue que países situados en uno y otro
lado de los obstáculos a la exportación se quejaron todos ellos de lo
mismo: el hambre. De ahí el fenómeno de la compra de tierras agrícolas
en el extranjero, denominada por algunos “pillaje de tierras”, que
presenciamos actualmente.
A medida que se desarrollaba la crisis, veíamos también al Relator de
las Naciones Unidas sobre el derecho a la alimentación llegar a la
desoladora conclusión de que es necesario que los países “eviten
depender de manera excesiva del comercio internacional en su búsqueda
por alcanzar la seguridad alimentaria”. Conclusión que abordaré en mi
primer debate público con él mañana en Ginebra. Diversos grupos de
agricultores han exigido también la “soberanía alimentaria”, concepto
por el que entienden, como el Sr. De Schutter, una mayor
autosuficiencia.
Señoras y señores, el comercio internacional no fue el origen de la
crisis alimentaria del último año. Si algo ha hecho el comercio
internacional, ha sido reducir el precio de los alimentos a lo largo de
los años mediante una mayor competencia y aumentar el poder adquisitivo
de los consumidores.
El comercio internacional de productos agropecuarios representa menos
del 10 por ciento del comercio mundial. Es importante que ustedes sepan
que, mientras que el 50 por ciento de la producción mundial de productos
industriales es objeto de comercio internacional, en el mundo sólo se
comercializa el 25 por ciento de la producción mundial de alimentos.
Además, la mayor parte de ese 25 por ciento consiste en productos
alimenticios elaborados, y no en arroz, trigo y soja, como algunos
pretenden. Sugerir que menos comercio y más autosuficiencia son las
soluciones a la seguridad alimentaria equivaldría a argumentar que el
propio comercio es el culpable de la crisis. Esta afirmación sería
difícil de sostener a la luz de las cifras que acabo de darles.
El Ministro de Comercio del Yemen se quejaba recientemente de las
políticas de “hacer pasar hambre al vecino” derivadas de la crisis
alimentaria, que estaban privando al Yemen de su alimento básico: el
arroz. ¿Debemos responder al Yemen recomendándole autosuficiencia,
recomendándole que cultive su propio trigo como Arabia Saudita, que
intentó el experimento pero le puso término este año debido a la gran
cantidad de agua que requería? ¿O debemos responder al Yemen reforzando
la interdependencia mundial y mejorando la fiabilidad del comercio
internacional?
A pesar de que no existe una visión común de las políticas de comercio
agropecuario, creo que el mundo está avanzando en la dirección correcta,
aunque eso no significa, por supuesto, que nuestro trabajo haya
concluido. Entre 2000 y 2007, las exportaciones de productos
agropecuarios de los países en desarrollo a los países desarrollados
crecieron un 11 por ciento al año; ese crecimiento fue más rápido que el
de las corrientes comerciales en la dirección opuesta, que se situó en
el 9 por ciento. Esto significa que por fin estamos empezando a corregir
desequilibrios históricos y a establecer condiciones de igualdad en el
comercio internacional.
La competitividad internacional de los países en desarrollo en el sector
agropecuario se está convirtiendo en una realidad innegable. Yo pediría
a quienes sostienen que el mundo en desarrollo adolece de una
productividad agrícola mucho más baja que examinen los gráficos de la
FAO sobre rendimientos. El mundo en desarrollo encabeza esos gráficos en
cuanto a kilogramos por hectárea de caña de azúcar, remolacha azucarera,
arroz, trigo, maíz y otros productos básicos.
Las tendencias a largo plazo indican también que, a pesar de la crisis
alimentaria, estamos logrando gradualmente que los productos
alimenticios sean más asequibles, aunque no pretendo minimizar en modo
alguno el hambre que continúan sufriendo millones de personas en todo el
mundo. Mientras que en 1990, los peruanos destinaban el 60 por ciento de
sus ingresos a la alimentación, actualmente sólo gastan en ella el 32
por ciento. Esta situación es similar a la que se observa en otros
continentes. Por ejemplo, mientras que los habitantes de Bangladesh
destinaban entonces el 60 por ciento de sus ingresos a la alimentación,
hoy sólo le destinan el 50 por ciento. Son tendencias importantes a
largo plazo.
Si bien hemos de llegar a un acuerdo sobre una visión común de las
políticas de comercio agropecuario, el mundo ha realizado progresos
importantes. Hemos de seguir llevando adelante la integración mundial
que ha impulsado el crecimiento económico y ha dado lugar a un aumento
de la eficiencia. Sin embargo, debemos preguntarnos por qué existe un
resentimiento tan generalizado hacia la apertura del comercio. Creo que
la respuesta es evidente. Es porque todavía debemos crear redes de
seguridad sólidas para los pobres del mundo. Considero que todos los
gobiernos deben prestar atención, urgentemente, a esta cuestión.
Mientras no existan esas redes de seguridad, en épocas de crisis siempre
se ocasionará resentimiento si se envían al extranjero alimentos de un
país.
Tendremos que actuar también conjuntamente, y de manera responsable,
para abordar lo que es ahora uno de los problemas ambientales más graves
del mundo: el cambio climático. Las sequías y otras perturbaciones a que
puede dar lugar el cambio climático me han llevado al convencimiento de
que el comercio internacional será aún más imprescindible en el futuro.
La agricultura representa el 14 por ciento aproximadamente de todas las
emisiones antropógenas de gases de efecto invernadero, pero en algunos
países, como Nueva Zelandia, Australia o la Argentina, representa casi
la mitad de las emisiones totales.
He estado siguiendo atentamente los esfuerzos realizados por algunos
países para controlar las emisiones del sector agropecuario. En mi
opinión, también sería más fácil desplegar esos esfuerzos en el marco de
una visión común de la integración mundial. Dicho esto, cuentan con todo
mi apoyo: ¡es evidente que necesitamos un punto de partida!
Gracias por su atención.
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