Señoras y señores,
Permítanme en primer lugar agradecer al Club Diplomático que haya
organizado el encuentro de hoy y que me haya ofrecido la posibilidad de
exponerles mis reflexiones sobre el sistema de gobernanza mundial, un
sistema en cuya creación la ciudad de Ginebra ocupa un lugar clave desde
la actuación decisiva de William Rappard.
Nacido en Nueva York de padres suizos, William Rappard estaba destinado
a una brillante carrera de diplomático. En las conversaciones de paz que
siguieron a la Primera Guerra Mundial, se destacó logrando convencer a
los Aliados de que para la futura Sociedad de Naciones era conveniente
aceptar la adhesión de Estados neutrales, como Suiza, pero
permitiéndoles a la vez conservar su neutralidad. William Rappard no fue
solamente un diplomático excepcional sino también un miembro reconocido
de los círculos universitarios y una personalidad destacada en la esfera
humanitaria, y llegó a ser el primer Secretario General de la Liga de
Sociedades de la Cruz Roja y de la Media Luna Roja.
También es William Rappard quien logró hacer de Ginebra el primer centro
de cooperación del mundo, y por tanto la sede privilegiada del sistema
de gobernanza mundial. En efecto, fue un ferviente partidario del
proyecto de la Sociedad de Naciones desde el principio, y apoyó la
candidatura de Ginebra para acoger su sede, frente a La Haya, Londres y
Bruselas, y luego puso toda su energía en convencer a los suizos para
que se adhiriesen a la organización.
La decisión final estuvo entre Bruselas y Ginebra, por su pasado de
neutralidad y la tranquilidad que ofrecían ambas ciudades. Al final se
optó por Ginebra, que entre otras cosas contaba con la preferencia del
Presidente Wilson, para quien los suizos eran un pueblo consagrado a la
neutralidad absoluta, tanto por su Constitución como por su propia
naturaleza, por lo que Suiza estaba “predestinada a ser un lugar de
encuentro para otros pueblos deseosos de emprender una tarea de paz y
colaboración”.
Casi un siglo más tarde, esta tarea de paz y colaboración sigue
inacabada: las líneas de fractura, los conflictos sangrientos, el
hambre, la crisis económica y financiera y la degradación del medio
ambiente tienen todas una dimensión mundial, que requiere un
fortalecimiento del sistema de gobernanza mundial. Un sistema que debe
estar a la altura de lo que debería ser la “sociedad de naciones” de
hoy.
Gobernanza, ¿para qué?
Por gobernanza mundial entiendo el sistema que
hemos establecido para ayudar a la sociedad humana a alcanzar sus
objetivos comunes de manera sostenible, es decir, con equidad y
justicia. La creciente interdependencia requiere que nuestras leyes,
nuestras normas y valores sociales, así como los demás mecanismos que
estructuran el comportamiento humano sean examinados, debatidos,
comprendidos y aplicados conjuntamente en la forma más coherente
posible. Esa es, a mi juicio, la condición necesaria para lograr un
desarrollo verdaderamente sostenible desde el punto de vista económico,
social y ambiental.
Para ello, todo sistema de gobernanza debe cumplir cuatro requisitos, a
saber:
1. tiene que aportar liderazgo, la
encarnación de una visión, energía política para generar un impulso;
2. tiene que aportar legitimidad, que es esencial para concitar
el apoyo a las decisiones que conducen al cambio, algo indispensable
para superar la propensión natural a dejar las cosas como están;
3. debe también garantizar la eficacia, aportando a las
personas resultados concretos y visibles;
4. por último, debe ser coherente, para lo cual es preciso
llegar a compromisos sobre objetivos que a menudo son contradictorios.
Actualmente hay tres niveles de gobernanza, que responden de diversa manera a estas exigencias: el orden jurídico internacional, la Unión Europea y el nivel nacional. Para aclarar esta afirmación, utilizaré una metáfora, la de los tres estados físicos de la materia: gaseoso, líquido y sólido. La gobernanza actual abarca simultáneamente esos tres estados.
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El estado gaseoso es la coexistencia de partículas entre las que no hay ninguna diferenciación jerárquica: es el sistema internacional integrado por Estados soberanos, organizado conforme a una lógica esencialmente “horizontal” y con un mecanismo de responsabilidad descentralizado. Es el sistema en que se basa la mayoría de las organizaciones internacionales, como la OMC.
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El estado líquido es la Unión Europea, que constituye el ejemplo mismo de una organización internacional de integración, en la que los Estados miembros han aceptado perder soberanía para reforzar la coherencia y eficacia de su actuación.
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Por último, el estado sólido es el nivel nacional, que conserva el poder “duro”: la facultad de adoptar medidas de coerción, de recaudar impuestos, de hacer respetar el código de circulación y de servirse de la fuerza del Estado.
El desafío al que nos enfrentamos hoy es el de poner en marcha un sistema de gobernanza mundial que ofrezca un mejor equilibrio entre el liderazgo, la eficacia y la legitimidad y la coherencia, con objeto de que el sistema de gobernanza mundial deje de estar en estado gaseoso.
Desafíos específicos de la gobernanza mundial
ĄGran programa! habría dicho el General de
Gaulle, que no era precisamente un gran partidario de lo supranacional.
Es verdad. ¿A qué obstáculos nos enfrentamos?
El primer desafío se deriva de la dificultad que conlleva la
identificación del liderazgo. ¿Quién es el líder? ¿Deberá ser una
superpotencia? ¿Un grupo de líderes nacionales? ¿Escogidos por quién?
¿Deberá ser una organización internacional?
Al igual que la legitimidad en sentido clásico, el liderazgo implica la
elección, mediante el voto, de representantes de la colectividad. Pero
esto supone a su vez que debe haber la capacidad política de producir un
discurso público y propuestas que generen mayorías coherentes y den a
los ciudadanos la sensación de que son partícipes en un debate. Dado que
la legitimidad depende de la proximidad entre el individuo y la
entidad que toma las decisiones, el segundo desafío concreto que afronta
la gobernanza mundial radica en la distancia, que genera el riesgo de
que haya déficit democrático y déficit en la rendición de cuentas. En
suma, se trata de luchar contra la percepción tan extendida de que el
proceso de toma de decisiones a escala internacional es muy distante, de
que en él no se rinden cuentas y de que no puede “impugnarse”
directamente, por utilizar una traducción aproximativa de la palabra “accountable”.
Al igual que la legitimidad, la coherencia es algo propio del
Estado-nación, y se transfiere a las organizaciones internacionales
especializadas de las que es miembro el Estado en cuestión, cuyos
mandatos son limitados. Teóricamente no debería haber problemas. La
actuación coherente de los Estados-nación en los diversos ámbitos de la
gobernanza internacional se traduciría en una actuación mundial
coherente. No obstante, todos sabemos que en la práctica, los Estados a
menudo actúan de manera incoherente.
Por último, la lejanía del poder y los múltiples niveles de gobernanza
plantean un desafío para la eficacia. Los Estados-nación se
resisten más o menos intensamente a transferir competencias a las
instituciones internacionales o a compartirlas con ellas. Y muy a menudo
los sistemas diplomáticos nacionales no premian la cooperación
internacional: no conozco a ningún diplomático que haya visto
perjudicada su carrera por decir “no”. Decir “sí” es sin duda alguna más
arriesgado.
Como vemos la solución de los problemas mundiales mediante la aplicación
de los modelos tradicionales de la democracia nacional tiene sus
límites. Sin embargo, la credibilidad misma de las democracias
nacionales está en riesgo si la gobernanza mundial no encuentra sus
propias referencias democráticas, si los ciudadanos sienten que las
cuestiones que les afectan día a día, al haberse convertido en
cuestiones de alcance mundial, escapan a la voluntad política que
expresan en las urnas.
Europa como un nuevo paradigma de la gobernanza mundial
Si hay un lugar en la tierra donde después de
la Segunda Guerra Mundial se han puesto a prueba nuevas formas de
gobernanza mundial, ese lugar es Europa. La construcción europea es
hasta la fecha el experimento más ambicioso de gobernanza supranacional.
Es la historia de una interdependencia deseada, definida y organizada
entre sus Estados miembros; de ahí el interés de examinar, en cierto
modo como si fuese un experimento, cómo ha superado Europa los desafíos
que acabo de esbozar.
Para empezar, la construcción de la Unión Europea está en curso. No está
completa en ninguna de sus dimensiones, ni geográficamente ni en
profundidad, es decir, en los poderes conferidos por sus Estados
miembros a la Unión Europea. Y no lo está, desde luego, en términos de
identidad.
En segundo lugar, el paradigma europeo es muy específico, y está
estrechamente vinculado al legado geográfico e histórico del continente
europeo, asolado por dos guerras mundiales y por el Holocausto, que
causaron millones de muertos. Un continente hundido en pesadillas que
llevaron a los supervivientes de la época a unirse en un sueño colectivo
de paz, estabilidad y prosperidad. Por eso, hay que ser muy prudentes al
atribuir hoy en día un valor universal a lo que no representa más que a
una parte del mundo.
La creación de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero en el decenio
de 1950 fue el resultado de la voluntad política de dejar atrás
esas obsesiones y de ver la paz arraigar en lo que Robert Schuman llamó
“solidaridades de facto”. Los hombres y mujeres de aquellos tiempos
incorporaron esa voluntad en un proyecto concreto: combinar los
dos pilares esenciales de la economía de entonces, el carbón y el acero.
A estos dos elementos añadieron un tercero: una institución
supranacional sui generis, la Alta Autoridad de la Comunidad Europea
del Carbón y del Acero.
En el corazón de esta primera iniciativa se encontraba ya la esencia del
proyecto europeo, a saber, la creación de un espacio de soberanía
compartida, un espacio en el que sus miembros acuerdan gobernar sus
relaciones sin tener que recurrir permanentemente a tratados
internacionales.
Por tanto, lo que caracteriza el paradigma de gobernanza europea es la
conjunción de tres elementos: la voluntad política, el logro de un
objetivo y una estructura institucional. El método de gobernanza
utilizado representa, desde luego, un salto tecnológico de primer orden
con respecto a los principios “westfalianos”: es una innovación la
primacía del derecho comunitario sobre el nacional; una innovación la
existencia de una Comisión que dispone del monopolio de la iniciativa
legislativa; una innovación la creación de un Tribunal de Justicia cuyas
decisiones deben respetar los jueces nacionales; una innovación la
creación de un sistema parlamentario bicameral, con el Consejo que
representa los Estados miembros, por un lado, y el Parlamento que
representa a los ciudadanos, por otro. Se trata, desde luego, de
innovaciones institucionales importantes, pero que complementan el
acuerdo sobre un objetivo colectivo concreto, no lo sustituyen.
Ese objetivo colectivo contemplaba cierta gobernanza mundial. Al menos,
si se cree a Jean Monnet, otro William Rappard, en cierta forma, cuando
escribía que “las naciones soberanas del pasado ya no pueden
proporcionarnos una estructura para la resolución de nuestros actuales
problemas: y la propia Comunidad Europea no es sino un paso más hacia
las formas de organización del mundo de mañana”.
Balance del paradigma de gobernanza europea
Desde este punto de vista, ¿cuáles son hoy por
hoy los resultados del sistema europeo en lo que se refiere al
liderazgo, la coherencia, la eficacia y la legitimidad?
En lo que respecta al liderazgo interno, la gobernanza europea es
bastante satisfactoria, como atestiguan, por ejemplo, la creación del
mercado interior a principios de los años 1990 o del euro a finales del
mismo decenio, dos ejemplos de sinergias fructíferas entre la voluntad,
la identificación del objetivo y la creación de una maquinaria
institucional poderosa.
En cuanto al liderazgo externo, es decir, la capacidad de influir
en los asuntos mundiales, el resultado deja que desear, ya que faltan
los tres ingredientes básicos que acabo de mencionar, con una excepción,
la del comercio internacional, en el que hace cincuenta años que esos
tres ingredientes se han incorporado en una política comercial única que
tiene por objeto la apertura de los intercambios, con un solo negociador
que cuenta con el debido mandato.
Por lo que respecta a la coherencia, creo que Europa cosecha
buenos resultados, gracias sobre todo a su estructura institucional. En
efecto, el principio de colegialidad que rige el funcionamiento de la
Comisión, el monopolio de la iniciativa legislativa otorgado a la
Comisión en la mayoría de las esferas de competencia comunitaria, así
como el creciente poder del Parlamento Europeo y el fortalecimiento de
las competencias comunitarias (entre otras cosas en virtud del Tratado
de Lisboa), son los vectores de una mayor coherencia en la actuación de
la Unión.
Pero el hecho de que esté mal definida la frontera entre el ámbito
nacional y el ámbito comunitario, que es una característica de todos los
sistemas federales, sigue siendo una fuente de incoherencia, como
atestigua la mala coordinación en esferas como la política
macroeconómica, las cuestiones presupuestarias, la energía o los
transportes.
En lo que respecta a la “eficacia”, creo que Europa también
obtiene resultados bastante notables, gracias al Tribunal de Justicia,
que vela por el respeto del imperio de la ley, la extensión del voto por
mayoría y la capacidad de la Comisión de asegurar la observancia de las
normas europeas.
Si hay un ámbito en el que Europa obtiene resultados menos
satisfactorios, es el de la legitimidad. En efecto, se observa un
distanciamiento cada vez mayor entre las opiniones públicas europeas y
el proyecto europeo. A pesar de los esfuerzos constantes por adaptar las
instituciones europeas a las exigencias democráticas, el espacio
institucional de la Unión Europea sigue sin inspirar un sentimiento
democrático. Las razones de lo que Elie Barnavi ha denominado la
“frialdad” europea siguen siendo un misterio, y merecerían más atención
de los intelectuales.
Si tuviese que arriesgar una explicación, la situaría en lo que sigue
siendo un ángulo muerto de la construcción europea: su dimensión
antropológica, en la que reside esa relación compleja entre la identidad
y el sentimiento de pertenencia, entre la representación de la historia,
la geografía y lo cotidiano. Es como si las sociedades humanas que han
construido tantos de sus mitos sobre la guerra no lograsen inventar un
mito de la paz. Desde este punto de vista, el caso de Suiza podría ser
un objeto de estudio revelador.
Las lecciones de la integración europea por lo que respecta a la gobernanza mundial
Este rápido repaso a 60 años de integración
europea nos permite extraer algunas lecciones de utilidad para la
gobernanza mundial.
La primera es que las instituciones no pueden por sí solas ofrecer la
solución. Tampoco puede hacerlo la voluntad política sin un proyecto
común claramente definido. Y tampoco un proyecto común bien pensado
podrá ofrecer resultados si no hay una maquinaria institucional. En
realidad, hace falta combinar estos tres elementos para crear una
dinámica de integración.
Pero aun reuniendo estos tres elementos, no desaparece el riesgo de que
siga habiendo un problema de legitimidad, real o supuesto, que
obstaculice toda profundización posterior. De hecho, la dificultad
fundamental reside en que las instituciones supranacionales, como la
Unión Europea, necesitan que los líderes nacionales se comprometan a
largo plazo, lo que a menudo es incompatible con los períodos más cortos
de la política nacional, sujeta a múltiples plazas electorales.
La segunda lección es la importancia del imperio de la ley y de los
compromisos vinculantes. La gobernanza mundial debe enraizar en
compromisos adoptados por las partes, en leyes y reglamentos que cuenten
con mecanismos que garanticen su respeto. Estos principios están en el
centro del sistema multilateral de comercio, que regula desde hace más
de 60 años el comercio entre las naciones y cuyo sistema vinculante de
solución de diferencias permite garantizar que los Estados miembros
cumplan los compromisos que han contraído. Están asimismo en el centro
de las estructuras de gobernanza que la comunidad internacional trata de
establecer para luchar contra el cambio climático. También son el
objetivo que la comunidad internacional está intentando lograr en
materia de no proliferación.
La tercera lección concierne al respeto del principio de subsidiariedad.
Se trata de velar por que toda medida se aplique en el nivel de
gobernanza que garantice la máxima eficacia. Es una de las cuestiones en
las que acierta el Papa Benedicto XVI en su última encíclica, en la que
afirma que “el gobierno de la globalización debe ser de tipo
subsidiario, articulado en múltiples niveles y planos diversos, que
colaboren recíprocamente. La globalización necesita ciertamente una
autoridad, en cuanto plantea el problema de la consecución de un bien
común global; sin embargo, dicha autoridad deberá estar organizada de
modo subsidiario y con división de poderes, tanto para no herir la
libertad como para resultar concretamente eficaz”. El sistema
internacional no debe sobrecargarse con cuestiones que se solucionan
mejor a nivel local, regional o nacional.
La última lección que, a mi juicio, puede extraerse de la integración
europea para la gobernanza mundial es que en la medida en que el “demos”
político siga siendo esencialmente nacional, la legitimidad de la
gobernanza mundial aumentaría enormemente si las cuestiones
internacionales se integrasen más en el debate político nacional y si
los gobiernos nacionales tuvieran que responder de su comportamiento a
escala internacional. Para asentar la legitimidad de las organizaciones
internacionales no basta con que en ellas los Estados estén
representados por gobiernos elegidos a nivel nacional, ni que las
decisiones se tomen por consenso de acuerdo con el principio de “un
Estado, un voto”, como sucede en la OMC. Hace falta más. En otras
palabras, hay que borrar las fronteras de la democracia entre los
niveles local, nacional y mundial. Los actores nacionales —partidos
políticos, sociedad civil, parlamentos, sindicatos y ciudadanos— deben
asegurarse de que las cuestiones de ámbito “mundial” se debatan a nivel
“nacional” y “local”; lo que Bernard Kouchner subrayó la semana pasada
aquí en Ginebra, con ocasión de la conferencia anual en memoria de
Sergio Viera de Mello, al apelar a la “conciencia pública” que mueve a
los gobiernos a actuar.
La buena noticia es que muchas de estas cuestiones ya se están
examinando, y por tanto no hay que esperar que se produzca un cataclismo
en la gobernanza mundial. La crisis económica mundial que estamos
sufriendo ha acelerado la transformación de la gobernanza mundial en una
nueva estructura caracterizada por lo que he llamado un “triángulo de
coherencia”.
A un lado del triángulo está el G-20, sustituto del anterior G-8, que
aporta liderazgo político y orientación general. A otro lado están las
organizaciones internacionales, que aportan conocimientos
especializados, ya sean normas, políticas o programas. El tercer lado
del triángulo es el G-192, las Naciones Unidas, que proporcionan un
marco de legitimidad mundial que permite que los responsables rindan
cuentas de sus acciones.
Conclusión
Señoras y señores,
Hoy por hoy la mundialización plantea un gran desafío a nuestras
democracias, y nuestros sistemas de gobernanza deben hacerle frente. Si
nuestros ciudadanos sienten que los problemas mundiales son insolubles,
si sienten que no están a su alcance, corremos el riesgo de que nuestras
democracias se debiliten y se vean minadas por movimientos populistas de
tendencia xenófoba.
Lo mismo sucederá si nuestros ciudadanos creen que los problemas
mundiales pueden resolverse pero tienen la sensación de que no tienen
ninguna influencia en el resultado.
Hoy más que nunca, nuestros sistemas de gobernanza, ya sea en Europa o a
nivel mundial, deben ofrecer a los ciudadanos vías para dar forma al
mundo de mañana, el que desean que hereden sus hijos.
La comunidad de los diplomáticos internacionales y la sociedad civil
internacional reunidas en Ginebra, que se convirtió en “capital moral
del mundo” al acoger la sede de la Sociedad de Naciones en 1919, han de
desempeñar un papel decisivo en la definición de la gobernanza mundial y
en la organización del mundo de mañana. Gracias al Club Diplomático de
Ginebra por aspirar a ser uno de los laboratorios de investigación de
esas nuevas tecnologías de gobernanza.
Muchas gracias por su atención.
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