WTO NOTICIAS: DISCURSOS — DG PASCAL LAMY


> Discursos: Pascal Lamy

  

Señor Rector,
Señor Secretario General,
Señoras y señores decanos y profesores,
Queridos alumnos,
Señoras y señores:

Al concederme este título de doctor honoris causa, la Universidad de Montreal me hace un gran honor. Y para celebrar este acontecimiento en este lugar, de cultura e historia tan ricas y excepcionales, isla de francofonía en medio de un mar anglófono, he decidido tratar un tema que me es querido. Un tema en el que pienso a diario como dirigente de una organización internacional que muchos consideran la punta de lanza de una globalización angustiante. Un tema que, en realidad, nos interesa a todos como ciudadanos de un mundo en perpetuo cambio. Hoy he decidido hablarles de las relaciones entre globalización e identidad.

¿Es la globalización, que moldea inevitablemente nuestras sociedades, una amenaza para la identidad? Muchos observadores consideran que el viento de la globalización barre todo a su paso y arranca de cuajo identidades y culturas que, durante siglos, han determinado las relaciones humanas, haciendo tabla rasa de los valores y las costumbres locales y dejando tras sí un terreno desolado e irremediablemente plano, para utilizar la expresión bien conocida de Thomas Friedman. La globalización sería así sinónimo de uniformación empobrecedora y empequeñecedora.

Los ejemplos que ilustran esa tesis abundan. Gracias al desarrollo espectacular de los medios de transporte y de las nuevas tecnologías de la información, nuestro planeta se ha convertido en una aldea cuyos habitantes adoptan modos de vida y de consumo cada vez más similares. Tanto en París como en Brasilia, Shangai o Montreal, las mismas cadenas de restaurantes y de tiendas de ropa invaden los barrios comerciales, las mismas películas inundan las pantallas y la misma música acapara las ondas. No hay un lugar, por muy remoto que sea, donde no se consiga una botella de Coca-Cola o Pepsi-Cola para calmar la sed.

Esta globalización, frecuentemente percibida como una invasión uniformadora y una amenaza para las múltiples identidades que componen nuestro mundo y constituyen su riqueza, crea dudas sobre la propia identidad y genera reacciones en contra del sentimiento de dominación de una cultura por otra y de privación de lo que hace de cada uno de nosotros un ser único en el mundo. En un espacio en el que las fronteras físicas se diluyen bajo el empuje de sucesivas oleadas de tecnología, la identificación de un lugar con un grupo sería el único refugio contra el embate de la uniformidad, el último reducto de la diferencia.

El retorno de los nacionalismos, la aparición o el resurgimiento con fuerza de movimientos políticos que aspiran a defender una identidad nacional, étnica o religiosa, ¿no son pruebas tangibles de esa actitud? Es como si el deseo de inclusión sólo pudiera satisfacerse mediante la exclusión.

Vale la pena plantear la pregunta. En efecto, es tentador ver en los acontecimientos que acabo de mencionar el advenimiento de un “choque de civilizaciones”, según la célebre frase de Samuel Huntington.

Pero, ¿existe ese conflicto en la realidad? ¿Son la globalización y la identidad dos universos diferentes, situados cada uno de ellos en las antípodas del otro? Las nuevas tecnologías de la información, los movimientos de capitales, la apertura del comercio y las cadenas de producción cada vez más mundializadas, que acompañan a la globalización de nuestras economías, no entienden de fronteras ni de proximidad. En cambio, la identidad hunde sus raíces en un lugar, una historia, una cultura, unos valores, un idioma y un sistema de creencias. La globalización representa el movimiento y el cambio constante; la identidad, el anclaje. La identidad es sedentaria, mientras que el progreso tecnológico es nómada.

La identidad, hecha de pertenencias, se aferra a un entorno consolidado por la historia. No es casual que la frase “Je me souviens” [Me acuerdo] figure en las placas de matrícula de los automóviles de Quebec. La identidad quebequense se basa en una lengua, una cultura, unas instituciones y una historia particulares asentadas en un espacio concreto.
Esos dos universos que parecen tan diferentes y opuestos en todo, ¿están inevitablemente condenados a chocar el uno con el otro?

No, si se gestionan correctamente sus relaciones.

No, si se permite que las identidades se expresen.

No, si se deja un margen de maniobra a nivel global que les permita existir y convertirse en “identidades proyecto”, más que en “identidades resistencia”; identidades que, a su vez, contribuyan al desarrollo de una globalización respetuosa de los unos y los otros.

A mi modo de ver, hay tres formas de encauzar las relaciones entre globalización e identidades.

La primera consiste en llevar a cabo una reflexión sobre los valores globales, los valores que guían nuestros actos, tanto si vivimos en Uagadugú como en Moscú. Esos valores son de tres tipos. El primero de ellos, y pido disculpas por el anglicismo, es el de “togetherness”, palabra frecuentemente traducida como “intimidad” o “camaradería”, pero que, en materia de gobernanza, representa el sentimiento compartido de pertenencia a una comunidad.

Ese sentimiento, generalmente fuerte a nivel local, tiende a debilitarse de forma significativa a medida que la entidad considerada se amplía. ¿Cuántas personas a las que hoy se preguntase de qué país proceden contestarían diciendo que son “ciudadanos del mundo”, a semejanza de Diógenes de Sínope, filósofo griego de la antigüedad?

La segunda forma es el “common believing” o conjunto de “creencias comunes”, es decir, el acervo de valores compartidos. La noción de creencias comunes, durante mucho tiempo ajena a nuestras sociedades, se impuso con fuerza tras la segunda guerra mundial. La adopción en 1945 de la Carta de las Naciones Unidas fue la primera piedra de un edificio de valores y principios comunes que no ha dejado de crecer y afianzarse. Diversas declaraciones y pactos, como la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, y los pactos internacionales de 1966 relativos a los derechos sociales, económicos y culturales y a los derechos civiles y políticos han venido a complementar la Carta de las Naciones Unidas y han establecido, poco a poco, una plataforma de valores compartidos en todos los rincones del mundo.

La difusión de los valores de los derechos humanos y los derechos económicos y sociales, en mi opinión inseparables los unos de los otros, constituye indudablemente uno los éxitos más espectaculares de la globalización: esos valores, circunscritos al acabar la guerra mundial al círculo de las élites educadas, se conocen y defienden ahora hasta en las aldeas más remotas. Pero esos instrumentos se concibieron en un momento en el que las redes de la globalización eran menos densas que en la actualidad, y su aplicación sigue siendo imprecisa en muchos aspectos.

A mi modo de ver, convendría introducir ajustes y refuerzos en esa plataforma de valores. Este ha sido también el punto de vista de la Canciller Angela Merkel cuando propuso al Grupo de los 20, en Londres, la redacción de una Carta para una Actividad Económica Sostenible, finalmente adoptada en la reunión del G-20 de Pittsburg. Esa Carta, en la que se enuncian algunos valores que los miembros del G-20 comparten en el ámbito económico, representa un esfuerzo loable por establecer un “nuevo contrato económico mundial” que permita asentar la globalización económica en principios y valores éticos que infundan nuevamente en los ciudadanos la confianza necesaria de que la globalización puede promover el progreso.

No es casualidad que los debates sobre valores como la noción de desarrollo, por ejemplo, ocupen un lugar central en las negociaciones que se llevan actualmente a cabo en la organización que dirijo. Tampoco es casualidad que la cuestión de los derechos humanos se plantee regularmente en la Organización Mundial del Comercio.

Por último, tenemos los “global civics”, la idea de que, en un mundo cada vez más interdependiente en el que las conductas de unos influyen inevitablemente en el bienestar de los otros, sobre todo en la esfera del medio ambiente, cada uno de nosotros tiene una responsabilidad cívica ante los demás. Las reflexiones sobre la forma de promover esa responsabilidad cívica global son aún balbuceantes, pero merecen que se les dedique un mayor esfuerzo.

La segunda forma de tener más presente la cuestión de la identidad a nivel mundial consiste en negociar acuerdos globales específicos que permitan la expresión de las identidades.
Estoy pensando especialmente en la Convención de la UNESCO sobre la diversidad cultural de 2005, de la que Quebec y el Canadá han sido fervientes defensores.

Esa convención es ahora parte integrante del conjunto de normas por las que se rigen las relaciones internacionales. Todos los Miembros de la OMC, a excepción de los Estados Unidos, Australia e Israel, han ratificado la convención y, en consecuencia, están vinculados tanto por las obligaciones contraídas en ese marco como por las normas que han adoptado en la OMC.

Por último, la tercera forma de permitir la expresión de las identidades en un mundo globalizado consiste en introducir flexibilidad en el conjunto de normas por las que se rige la globalización para preservar ciertos márgenes de maniobra en casos precisos.

La OMC, que para muchos es el símbolo de la globalización, es un buen ejemplo a ese respecto. En los Acuerdos de la OMC se han incorporado numerosas disposiciones de flexibilidad. Por ejemplo, el acuerdo por el que se rige el comercio de servicios deja un margen de maniobra considerable a los Miembros de la OMC, que tienen libertad para excluir del ámbito de sus compromisos de apertura comercial los sectores que deseen. Como resultado, la inmensa mayoría de los Miembros, entre ellos el Canadá, han optado por no contraer compromisos en materia de servicios culturales, con objeto de preservar un espacio que consideran necesario para proteger y promover un sector que, para ellos, constituye un elemento fundamental de su identidad.

Por otra parte, cierto número de Miembros de la OMC, entre ellos el Canadá, prestan apoyo activo a su sector cultural, como medio de defensa de su identidad, mediante cupos mínimos de “contenido nacional” en la producción cinematográfica, televisiva o radiofónica, y la concesión de exenciones fiscales o subvenciones a las empresas del sector audiovisual. El objetivo perseguido con esas políticas, a las que algunos se oponen, es siempre el mismo: promover la expresión de las culturas y las identidades locales.

Además de la flexibilidad en materia de compromisos a la que acabo de hacer referencia, el acuerdo sobre el comercio de servicios de la OMC permite la expresión de los intereses locales a través del sistema de reconocimiento mutuo que fomenta. En este campo, el gobierno de Quebec ha firmado con Francia varios acuerdos de reconocimiento mutuo de las calificaciones profesionales.
A petición de algunos Miembros, también se celebran conversaciones sobre la protección de los conocimientos tradicionales y el folclore. Para sus promotores, el objetivo de esas conversaciones es evitar que los conocimientos tradicionales y el folclore, considerados elementos esenciales de la identidad de las poblaciones indígenas, sean destruidos por lo que, para algunos, es una embestida abrumadora de la comercialización.

No puedo dejar de evocar aquí la cuestión agrícola, de cuya importancia para ustedes soy consciente, ya que el sector agrícola es esencial para la economía de esta provincia y del Canadá, país del que forma parte y cuyas exportaciones agrícolas ocupan el cuarto lugar en el mundo. Como ustedes probablemente sepan, las negociaciones sobre la agricultura suscitan controversias en la OMC desde hace mucho tiempo.

Muchos Miembros de la OMC consideran que la agricultura en realidad no es una actividad económica como las demás. A su juicio, los productos agrícolas no pueden ser tratados de la misma forma que los automóviles o las camisas. Para los defensores de la “especificidad agrícola”, la economía agrícola no se limita a la producción de alimentos. También guarda relación con la seguridad alimentaria, la protección del medio ambiente y el bienestar de los animales. Se enmarca en un modo de vida y una cultura. En cierto modo, es parte integrante de la identidad de un grupo y de un país. Por lo tanto, no es sorprendente que las negociaciones sobre la agricultura sean tan complejas en la OMC.

Alcanzar una solución aceptable para todos en ese terreno no es cosa fácil, pero ya se perciben algunas líneas generales. Los Miembros de la OMC reconocen la función primordial del comercio internacional como correa de transmisión entre las zonas de opulencia y las zonas de escasez. Para todos es importante que la competencia en ese sector sea leal, que las subvenciones que perturban el comercio internacional estén sujetas a disciplinas, y que se eliminen las distorsiones más flagrantes, que afectan sobre todo a los países en desarrollo que tienen un potencial agrícola considerable. Quiero referirme especialmente a las subvenciones a la exportación, que han hecho estragos para algunos productos en los países en desarrollo; a las subvenciones internas, que alteran las condiciones del intercambio; y también a los niveles de protección aduanera particularmente elevados, que obstaculizan el acceso a los mercados de los países en desarrollo.

Todos aceptan igualmente la idea de un trato diferenciado para la agricultura, la idea de que la diversidad de los modos de producción no permite una competencia total. Sin duda, la agricultura de subsistencia tiene poco en común con el comercio internacional agroalimentario. De ese modo, la solución de transacción que se esboza en la OMC trata a la agricultura de manera específica. Incluso cuando finalice la presente ronda de negociaciones, la agricultura seguirá siendo objeto de un trato particular.

Estos son algunos de los enfoques que deseaba plantear esta tarde para salir del discurso fatalista sobre la relación entre globalización e identidad que oímos con demasiada frecuencia.

No, la globalización no es necesariamente una amenaza para la identidad, una fuerza arrolladora que aplasta, anula y aniquila las identidades. No, la “identidad resistencia” no es algo fatal. Si las relaciones entre globalización e identidad se conciben y analizan a nivel mundial con espíritu abierto y de respeto, si se crean espacios que permitan la expresión de las identidades en un marco mundial, la globalización puede, por el contrario, ser una buena ocasión, una oportunidad. Una globalización respetuosa de los valores, las culturas y las historias múltiples que forman la trama de nuestro mundo es una globalización posible. A cada uno de nosotros nos corresponde actuar en esa línea a favor de una “identidad proyecto”.

Para terminar estas consideraciones sobre la importancia de concebir las identidades a nivel mundial, nada mejor que estos versos del poeta quebequense Yves Beauchemin, miembro de la Academia de las Letras de Quebec, que escribió:

“Mi país es una forma de vivir y de sentir, de construir y de comer,

de reír y de pensar, de escribir y de cantar,

una forma de estar en el mundo

abierta a los miles de formas

que existen de ser humano en esta tierra.”

Palabras a las que yo respondería citando a la filósofa Simone Weil:

“Cada hombre tiene el deber de desarraigarse para acceder a lo universal, pero siempre es un crimen desarraigar al otro.”
Gracias por su atención.

 

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