WTO NOTICIAS: DISCURSOS — DG PASCAL LAMY

Conferencia 2011 en memoria de Panglaykim — Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales

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Señoras y señores
Estimada Mari

Es para mí un gran placer encontrarme en el Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales para rendir homenaje a la labor del fallecido Panglaykim, economista de gran prestigio y con una clara visión de las realidades cambiantes de Indonesia.  Pero por encima de todo, un ser humano extraordinario, un humanista.

El tema de mi intervención no es ajeno a Indonesia.  Con sus más de 17.000 islas, centenares de idiomas y dialectos, 300 grupos étnicos, gran diversidad religiosa y rica biodiversidad, Indonesia es un reflejo perfecto del mayor desafío de nuestros días:  orientar la diversidad global, encauzar su dinamismo, responder a sus desafíos.

La globalización domina nuestra era, pero ese dominio es cada vez más frágil.  Aun cuando la integración mundial produce enormes beneficios —mayor riqueza, difusión de la tecnología, progreso de miles de millones de personas en el mundo en desarrollo —, crea también nuevos riesgos ‑inestabilidad financiera, desequilibrios económicos, presiones ambientales, desigualdades crecientes, ataques cibernéticos — que, al parecer, no conseguimos afrontar. Los mercados y las tecnologías nos unen, pero las presiones políticas — inseguridad económica, resurgir del nacionalismo, pobreza mundial y cambios de poder — pueden llegar a separarnos.  Una economía mundial integrada solo se sostiene si hay consenso político y cooperación.  Pero las naciones y sociedades parecen cada vez más incómodas con un mundo reforzado con esteroides que no consiguen controlar, lo que redunda en detrimento de la cooperación internacional.  ¿Está la globalización desbordando — o incluso debilitando — nuestra capacidad de gestionarla?

Esta preocupación no es nueva.  Desde la revolución industrial, el poder del capitalismo de mercado para generar progresos increíbles y enormes trastornos — la “destrucción creativa” de Schumpeter — ha preocupado a los gobiernos.  Y la globalización no es otra cosa que la difusión mundial, impulsada por la tecnología, del capitalismo, proceso que, a trompicones, está en marcha desde hace 300 años.

Carlos Marx se equivocó en algunas cosas, pero tenía ciertamente razón al señalar las tensiones y contradicciones inherentes del capitalismo.  “El capitalismo ha creado fuerzas productivas más masivas y más colosales que todas las demás generaciones anteriores juntas”, escribió en 1848, pero genera también “la perturbación ininterrumpida de todas las condiciones económicas y sociales e incertidumbre y agitación permanentes”.  Las mismas fuerzas que explican el poder del capitalismo para transformar las economías — innovación, asunción de riesgos, competencia, supervivencia de los más aptos, económicamente hablando — explican también su capacidad de perturbar, derribar y generar inseguridad social y conflicto.  El capitalismo, mantenía pesimistamente Marx, contiene las semillas de su propia destrucción.

Un siglo más tarde, Karl Polanyi utilizó argumentos semejantes para explicar por qué la economía abierta del siglo XIX se había hundido repentinamente a comienzos del siglo XX, bajo el peso de la guerra, la depresión económica y el totalitarismo.  Los mercados abiertos necesitan cohesión social y política para funcionar, mantenía, pero paradójicamente los mercados libres, si se les da rienda suelta, minan en breve esta cohesión.  El individualismo y la competencia son recompensados, pero a costa de la igualdad y la comunidad.  La mano de obra y el capital se desplazan libremente a los lugares donde pueden conseguir mayores ganancias, pero el capital se divorcia de la producción, y los individuos se convierten en desconocidos en una tierra extraña.  Se crean nuevos vencedores, pero los perdedores se sienten amenazados.  El resultado es una reacción contraria al capitalismo de mercado entre los que tratan de protegerse de sus efectos perversos, la erosión de la coherencia social y política y una mayor inseguridad y división.

Se puede estar en desacuerdo con los detalles de su argumentación, pero es difícil rechazar su concepto básico:  al transformar el orden económico y social, el capitalismo corre también el riesgo de debilitar, e incluso destruir, el fundamento político sobre el que se levanta.  Su respuesta no era la revolución marxista sino la evolución política, la reincorporación de los mercados en un orden político y social reinventado.

El final catastrófico de la versión decimonónica de la globalización es una advertencia para nuestros días.  En muchos niveles — flujo de capital y mercancías, facilidad del transporte, aparición de nuevas tecnologías del transporte y las comunicaciones — la integración internacional se aproximó al nivel de globalización que hemos alcanzado hoy, y en cierto sentido lo superó.  Los flujos de mano de obra eran de hecho más libres:  decenas de millones de personas migraron a las Américas, África y Australia sin pasaportes ni documentos de inmigración.  Las finanzas internacionales estaban ancladas en el patrón oro, lo que integraba a todo el mundo en un orden monetario único.  Fue una era dominada por la idea de que los mercados mundiales se autorregulan, son imparables y habría que darles rienda suelta.  Fue también un momento de gran optimismo, la “era del progreso”.

La economía mundial creció en 75 años más que en los 750 anteriores y el círculo de crecimiento se amplió en forma espectacular, llegando a nuevas potencias económicas de Europa, de América del Norte y del Sur y de Asia y África.  Nuevas innovaciones — desde el ferrocarril al telégrafo y el barco de vapor — parecían prometer un mundo integrado en forma irreversible en un clima de prosperidad y de paz.  El optimismo ante la inevitabilidad de la globalización se plasmó en “La gran ilusión” de Norman Angell, en que mantenía que la interdependencia económica había hecho que el conflicto armado entre las naciones resultara imposible y obsoleto.  Su libro apareció solo cuatro años antes de que el mundo se sumergiera en la pesadilla de la Gran Guerra.

¿Qué salió mal?  Por debajo del progreso de esta primera era de globalización, estaban apareciendo tensiones.  El ascenso de nuevos gigantes económicos, en particular Alemania, desplazó dramáticamente el equilibrio de poder e inquietó a los antiguos gigantes, lo que generó nuevas alianzas defensivas, la carrera de armamentos y la pugna por el reparto de esferas coloniales de influencia.  Las nuevas economías comenzaron a inundar Europa con productos agrícolas baratos, lo que benefició a los trabajadores pobres pero representó una amenaza para los medios de subsistencia de los agricultores, al mismo tiempo que la rápida industrialización fragmentó la realidad política siguiendo la división de clases.  El nacionalismo creció en Europa;  los conflictos étnicos dividieron los Balcanes;  aumentaron las presiones internas para encerrarse dentro de las propias fronteras, abandonar el libre comercio y bloquear la inmigración.  Fueron muchas las chispas que provocaron la primera guerra mundial, como se puede leer en cualquier libro de texto, pero la causa unificadora fue la desintegración de la confianza internacional y el desmoronamiento de la cooperación política.  Hicieron falta 30 años — con dos guerras mundiales y la Gran Depresión — para que el mundo comenzara a reconstruir el sistema económico que había perdido.

Lo que lo hizo posible fue la aparición de un nuevo consenso político después de la segunda guerra mundial.  Un elemento fundamental de este nuevo orden fue el liderazgo de los Estados Unidos, potencia hegemónica indiscutida tanto en la economía como en la política.  Un sistema con una sola potencia, un “imperio”, es el sistema internacional más fácil de coordinar, y en la posguerra los Estados Unidos fueron “el único”.  El aislacionismo americano había sido una de las causas principales de la debilidad del sistema internacional en el período de entreguerras.  En el nuevo contexto, los Estados Unidos no solo tenían el poder necesario para suscribir un nuevo sistema económico internacional sino que — junto con Gran Bretaña y otros aliados — tenían también una visión muy clara de lo que había que hacer, basada en una evaluación común de los éxitos y fracasos del pasado.

Un objetivo clave en aquellas fechas era la vuelta al comercio internacional abierto y a la estabilidad financiera, ya que se consideraba en general que el proteccionismo y el caos financiero de los años treinta habían sido las causas profundas de la guerra.  Otro objetivo era respaldar esa economía mundial integrada con instituciones internacionales nuevas y poderosas:  el FMI, el Banco Mundial y la abortada Organización Internacional del Comercio (el futuro GATT), para encauzar y reforzar la cooperación internacional.  Ello representa un claro contraste con la convicción del siglo XIX de que los mercados libres mundiales se regulan mejor por sí mismos, y requerirían únicamente reuniones periódicas “de crisis” entre las grandes potencias.  Un tercer objetivo era paliar los efectos de la apertura y la integración garantizando que los gobiernos nacionales mantuvieran la capacidad de “gestionar” la demanda (y, por lo tanto, el empleo), ofrecer un sistema de seguridad social y aplicar políticas redistributivas — partiendo del supuesto, aprendido también a costa de los errores del pasado, de que la apertura y la integración económica solo encontrarían respaldo interno si sus beneficios y costos se distribuían de forma más equitativa.

En consecuencia, el nuevo sistema económico internacional recordaba al viejo orden pero al mismo tiempo era radicalmente distinto.  El comercio se abría en forma progresiva y multilateral — no solo bilateral — y estaría regulado por las normas internacionales del GATT.  Las instituciones de Bretton Woods ocuparon el centro del sistema financiero internacional, encargándose tanto de supervisar el tipo de cambio fijo como de gestionar los ajustes.  Frente a la creencia del siglo XIX de que la integración económica — y el mantenimiento del patrón oro — privaba sobre la flexibilidad monetaria, fiscal y social nacional, el sistema económico internacional de la posguerra se basaba en sistemas sociales nacionales ambiciosos y de gran alcance, el New Deal americano, el Estado del bienestar de Gran Bretaña o la democracia social de Europa.  Como mantuvo John Ruggie, representaba un sistema de “liberalismo incorporado”, un equilibrio mundial entre apertura y reglamentación, capital y trabajo, mercados y sociedad.

El orden económico de la posguerra triunfó de forma espectacular, tan espectacular que la globalización lo está eclipsando en la actualidad.  Una víctima temprana fue el sistema de Bretton Woods de tipos de cambio fijos.  La inestabilidad monetaria alentó a los inversores a ampliar sus actividades financieras más allá de las fronteras, lo que contribuyó a la integración gradual de los mercados financieros.  La integración financiera, a su vez, debilitó los controles de capital necesarios para el funcionamiento del sistema de tipo de cambio fijo, y redujo la capacidad de los gobiernos de mantener políticas monetarias y fiscales independientes.  Los Estados Unidos, obligados a elegir entre la libre circulación del capital, la independencia macroeconómica nacional o los tipos de cambio fijos, abandonaron este último en los años setenta, y el mundo ha avanzado desde entonces hacia un libre mercado mundial de capitales.  En la posguerra, los controles de capital eran casi universales;  ahora, cada día se registran transacciones fronterizas por valor de 3,7 billones de dólares, que representan la 20ª parte del valor de la economía mundial.  Solo la escala de esas transacciones — y los exóticos instrumentos financieros en que se envasan y reenvasan — hace que sea cada vez más difícil comprender el sistema financiero internacional, y mucho más regularlo.  ¡Estamos muy lejos de Bretton Woods!

En un orden de cosas menos dramático, el sistema de comercio mundial se ve también desbordado por los acontecimientos.  Las reducciones masivas de los aranceles fronterizos, que de un promedio de más del 40 por ciento en 1947 han descendido a menos del 6 por ciento en la actualidad, han puesto de manifiesto la existencia de diferencias estructurales más profundas entre las economías ‑en las normas alimentarias, en las políticas industriales o en los sistemas jurídicos — que están generando nuevas “fricciones del sistema”.  Cuestiones que no recibieron demasiada consideración cuando se creó el GATT — como la sostenibilidad ambiental o la escasez de recursos — son motivo de creciente preocupación para un mundo interdependiente, pero en medida no insignificante más allá del ámbito de las actuales normas comerciales.  Todavía más acuciante resulta la necesidad de compaginar un sistema de comercio mundial cada vez más abierto con una mayor coordinación fiscal y monetaria internacional.  Los desequilibrios macroeconómicos mundiales fueron una causa importante de la reciente crisis financiera.  Pero el ajuste macroeconómico que, según la sabiduría convencional, es condición necesaria para reducir los excedentes en Asia y los déficits en América, apenas ha comenzado. 

Este desafío resulta todavía más arduo debido a la creciente presión sobre las políticas y sistemas sociales nacionales.  El Estado del bienestar de la posguerra estaba pensado para un mundo más estático y menos expuesto a las fuerzas externas, no para un mundo donde, por ejemplo, el comercio en proporción del PIB de los Estados Unidos ha pasado de menos del 10 por ciento en 1970 a más de una cuarta parte en la actualidad.  La sensación de que los programas sociales y las leyes laborales de la posguerra resultaban obsoletos, y hasta contraproducentes, en una economía en proceso de globalización — ya que harían las veces de hamacas sociales más que de trampolines o redes de seguridad social — contribuía únicamente a reforzar los llamamientos cada vez más apremiantes, sobre todo en los años de Thatcher y Reagan, en favor del desmantelamiento del “Estado niñera”, la reducción de los impuestos y el arrinconamiento del Estado.  Algunos incluso celebraban la forma en que la integración global limitaba supuestamente la libertad de los gobiernos de promover objetivos sociales:  Thomas Friedman comparó la globalización a una “camisa de fuerza dorada”.  La desacreditada idea del siglo XIX de que la misión del Estado era liberar los mercados — y después mantenerse al margen — se puso de nuevo de moda en el Consenso de Washington.  Y el contrato social de la posguerra entre apertura económica internacional y apoyo social interno comenzó a desintegrarse.

Quizá el mayor cambio sea el impacto de la globalización en el panorama geopolítico.  La globalización ha permitido — y recompensado — un desplazamiento de la producción, la inversión y la tecnología hacia las economías emergentes.  El resultado, como ha señalado recientemente Martin Wolfe, es que la periferia se está convirtiendo en el centro y el centro está pasando a ser la periferia.  Los Estados Unidos continúan siendo un protagonista importante pero ya no tienen una posición dominante.  Las potencias en rápido ascenso, como China, la India, Indonesia y el Brasil, desempeñan un papel que hace 20 años era inimaginable, mientras que los Estados en desarrollo de menor tamaño quieren hacerse oír en un sistema en que tienen una participación creciente.  La división sencilla — y hasta simplista — Norte-Sur ha dado paso a un mundo más complejo con una gran heterogeneidad de elementos integrantes tanto del norte como del sur.  Este sistema multipolar es mucho más “democrático” que el antiguo orden de la posguerra.  Han pasado los días en que un reducido número de países podían diseñar y dirigir el sistema internacional.  No obstante, las antiguas potencias se resisten a compartir el protagonismo — y se preocupan por su declive —, al mismo tiempo que las nuevas potencias dan muestras de timidez en el reparto de responsabilidades.

Que nadie se llame a engaño.  La globalización es una fuerza revolucionaria, más revolucionaria incluso que su predecesora del siglo XIX.  La economía mundial es 8 veces mayor que en 1950, y el comercio mundial se ha multiplicado por 33 desde entonces.  Hace 2 décadas no existía la Web.  Ahora, 2.000 millones de personas — un tercio de la humanidad — utilizan Internet cada día;  4.000 millones de personas tienen teléfonos móviles;  una de cada 12 tiene una cuenta de Facebook.  Cuesta menos enviar un contenedor de Londres a Shanghai que de Londres a Birmingham.  Doscientos millones de personas — una población casi tan numerosa como la de Indonesia — son en la actualidad migrantes en países extranjeros, que integran el mundo social y culturalmente, así como económicamente.  Más de 3.000 millones de personas — en China, la India, Indonesia y otros países en desarrollo— están logrando en una generación lo que el Occidente tardó un siglo o más en conseguir.  Ello constituye el acontecimiento económico más significativo de la historia.  Gracias a nuestro mundo abierto e interconectado, un mundo en proceso de avance acelerado, la riqueza material se está extendiendo, el conocimiento se expande, la salud mejora y están cayendo los muros que nos separan.  Este “mundo único” habría sido irreconocible para la generación de la guerra fría, e inimaginable — y hasta utópico — para quienes vivieron la pesadilla de las dos guerras mundiales.

No obstante, a pesar de todos nuestros éxitos, la globalización continúa siendo un sueño incumplido.  La reciente crisis financiera — y la “Gran Recesión” que la siguió — fue simplemente el episodio más catastrófico dentro de una serie de crisis financieras mundiales en que se incluyen el hundimiento del mecanismo europeo de tipos de cambio en los años noventa, la crisis del peso en 1995, la crisis asiática de 1997 y la crisis rusa de 1998 — y podría incluir también a Europa si no se resuelven los actuales problemas de la deuda soberana.  Todas estas conmociones se han producido en un contexto de temores crecientes de que la competencia esté vaciando las industrias y deslocalizando el empleo, las empresas apátridas estén recortando la protección ambiental y laboral, los desplazamientos aéreos estén extendiendo las enfermedades, la contracción de las fronteras esté enmascarando las identidades y los valores culturales, y el ascenso de las potencias económicas esté representando una amenaza para la seguridad y la paz.

Muchos de estos temores son irracionales, en el mejor de los casos.  Pero ello no cambia el hecho de que millones de personas estén cada vez más preocupadas por el desempleo y la desigualdad, por la salud del planeta o por la inocuidad de la alimentación de sus hijos, y se estén preguntando si los beneficios de la globalización superan realmente a los riesgos.  Una encuesta reciente parece indicar que solo una tercera parte de los americanos valoran ahora positivamente la globalización, lo que representa un gran cambio con respecto al optimismo que acogió la globalización a finales de la Guerra Fría.  Según otra encuesta, solo el 37 por ciento de los europeos verían en la globalización una oportunidad, mientras que para casi la mitad representaría una amenaza.  Todavía son más preocupantes las señales de que el nacionalismo y el racismo virulentos están en alza, y de que el apoyo a la inmigración, el multiculturalismo y la tolerancia religiosa están en retroceso.  Estamos experimentando lo que Freud llamaba “descontento de la civilización”.  Y este descontento está aumentando su presión sobre los gobiernos para que abandonen la cooperación multilateral y la apertura en favor de intereses más estrechos.

¿Estamos de vuelta al futuro?  ¿Corremos el peligro de repetir los errores del siglo XIX?  ¿Hay una alternativa?  En su última publicación, Dani Rodrik ofrece una visión original y útil sobre las cuestiones mundiales y mantiene que debemos hacer frente a la incompatibilidad entre democracia, globalización y soberanía del Estado-nación, y que debemos renunciar a una de las tres.  Otros van más allá y proponen la “desglobalización”, es decir, dar marcha atrás en el proceso de globalización.

Mi opinión es que la desglobalización ni debe ocurrir ni va a ocurrir.  No va a ocurrir porque sus factores determinantes van a seguir vigentes, aun cuando puedan dar lugar a una globalización más lenta.  El principal motor de la globalización es el progreso tecnológico.  Este nunca ha dado marcha atrás en la historia humana.  La enorme expansión de las finanzas mundiales, puede sin duda amainar a medida que nuevas normas para reducir el nivel de endeudamiento del sector financiero y limitar los riesgos disminuya los márgenes de beneficio excesivo que desencadenaron la crisis financiera.  Ciertamente, los problemas ambientales pueden aumentar la preferencia por las fuentes locales de bienes y servicios, aunque el resultado quizá no sea la asignación óptima de unos recursos escasos, como el agua.  No obstante, en términos generales, no creo que se pueda dar marcha atrás.

Tampoco creo que esa opción fuera deseable.  ¿Podrían resolverse más fácilmente algunos de los grandes problemas con que nos encontramos:  desde las pandemias hasta la proliferación nuclear, el cambio climático y los desequilibrios económicos?  ¿Las economías emergentes perderían interés en la globalización si América y Europa se marginaran?  ¿Vamos a desconectar a los 40 millones de usuarios de Internet de Indonesia?  ¿O a los 30 millones de indonesios que utilizan Facebook?  ¿Se recortarían los desplazamientos en avión o las cadenas de suministro mundiales?  A pesar de su descontento, ¿están las personas realmente dispuestas a renunciar a los beneficios derivados del crecimiento del comercio, la inversión y las comunicaciones y de la divulgación de los conocimientos e ideas?  La renuncia a la globalización — o la ruptura de la interconexión — no restablecerán el empleo ni reconstruirán la fuerza industrial o darán nueva vida al mercado hipotecario de alto riesgo.  Si algo podemos aprender del hundimiento del orden económico del siglo XIX, son las desastrosas consecuencias de encerrarse en uno mismo, actuar unilateralmente y caer en la política de la inseguridad y el miedo.

El problema fundamental de nuestros días es el de la falta de gobernanza de la globalización.  Nuestras instituciones, políticas y actitudes mentales no están a la altura del mundo integrado e interconectado que hemos creado.  La primera era de la globalización se vino abajo debido a que no hubo una respuesta política y normativa eficaz a los profundos cambios económicos y sociales.  De la misma manera, la debilidad subyacente del orden económico actual es fundamentalmente política.

La formulación del problema es la parte fácil.  Es más difícil dar respuestas, y todavía más ponerlas en práctica.  Uno de los desafíos es el de reinventar las instituciones internacionales, universalmente idealizadas antes y ahora casi universalmente vilipendiadas.  La sustitución del G-8 por el G-20, que cuenta con países emergentes como Indonesia, fue un paso importante, el reconocimiento del mundo multipolar de hoy y un signo tangible de que el sistema puede reformarse y adaptarse.  Pero el G-20 no es la única innovación.  La gestión del problema del SARS y la deforestación, la formulación de reglamentos técnicos y normas contables y la localización de las drogas ilícitas y los terroristas son otras tantas pruebas de que la cooperación internacional no ha sido nunca tan amplia ni tan profunda.  Pero no basta con eso.  La reinvención de nuestras instituciones consiste en algo más que crear organismos y compartimentos estancos.  Consiste en “interconectar” mejor las instituciones, conseguir que la OMC, el FMI, el Banco Mundial y el inmenso sistema de las Naciones Unidas funcionen como un todo más coherente, no como un mosaico de reinos de taifa medievales.

Todo ello nos lleva al desafío de la coherencia normativa.  A medida que el mundo se ha ido integrando, las líneas normativas se han difuminado y la formulación de políticas es cada vez más compleja.  Las negociaciones de la OMC, por ejemplo, insisten sobre todo en la reducción de los aranceles y la limitación de las subvenciones.  Pero estas cuestiones se ven cada vez más afectadas — y relegadas a un segundo plano — por los cambios en las pautas comerciales, los nuevos centros de producción y competencia y los inestables flujos financieros y tipos de cambio.  Incluso el método que utilizamos para medir hoy el comercio no refleja ya la realidad de los flujos comerciales.  Era válido cuando un país producía enteramente por sí mismo bienes acabados y los exportaba a otro país.  Pero hoy, la producción está globalizada, integrada en amplias cadenas mundiales de suministro, y en los flujos comerciales predominan cada vez más los bienes intermedios y servicios que pueden cruzar las fronteras varias veces.  El resultado es un nivel considerable de doble contabilidad.  Si queremos que las cifras reflejen adecuadamente la realidad de “Hecho en el mundo”, al medir el comercio tenemos que considerar el valor añadido, como hacemos con el PNB.

De la misma manera, las negociaciones sobre el cambio climático no se ocupan únicamente del medio ambiente mundial sino también de la economía mundial, es decir, de la forma en que deben distribuirse y compartirse la tecnología, los costos y el crecimiento.  De la misma manera, los esfuerzos por integrar a los países más pobres en la economía mundial deben centrarse en el complejo desafío de desarrollar la capacidad nacional — ayudar a los países a ayudarse a sí mismos — y no solo conseguir que cumplan las normas financieras o comerciales.  Esos problemas no son solo mundiales.  Es fácil olvidar en el plano internacional — cuando la mano derecha no sabe lo que hace la izquierda — que los mismos gobiernos nacionales son miembros de todas las organizaciones internacionales.  La coherencia normativa comienza, en último término, en casa.

Un desafío todavía mayor es el de reforzar la legitimidad del sistema mundial, reflejando mejor las esperanzas y temores, intereses y preocupaciones de las sociedades.  Ello comienza con el diseño de políticas interiores para la era de la globalización:  ayudar a los sectores y a los trabajadores a adaptarse al cambio mundial;  invertir en educación y capacitación para que las personas puedan aprovechar los beneficios de una economía más rica en aptitudes e ideas;  y repartir mejor los beneficios — no solo las cargas — de la globalización.  El debate sobre si las pérdidas de empleo son consecuencia del comercio o la tecnología ignora el punto fundamental de que las personas necesitan una ayuda más creativa y eficaz para adaptarse a un cambio económico enorme, independientemente de las causas.  Así ocurre en los países desarrollados.  Y es todavía más cierto en los países emergentes, donde la velocidad del crecimiento genera mayores desigualdades y donde la construcción de sistemas de bienestar basados en la redistribución requiere tiempo.  Como comprendieron los arquitectos del sistema de la posguerra — pero nuestra generación corre el riesgo de olvidar —, las personas respaldarán la apertura y la integración económica únicamente si todos se benefician de ellas.

La legitimidad depende también de la democratización de la gobernanza mundial, que otorgue a los ciudadanos un mayor protagonismo en el sistema y una mayor intervención en su dirección.  Los presidentes y primeros ministros, congresistas y parlamentarios, sindicatos y movimientos de la sociedad civil deben participar más activamente en las cuestiones e instituciones mundiales.  Y las instituciones mundiales deben rendir cuentas en mayor medida a los parlamentos y votantes nacionales.  En vez de globalizar las cuestiones locales, debemos localizar las cuestiones mundiales.  No es una utopía.  La Internet, Facebook y la CNN o Al Jazeera están creando ya los perfiles de una audiencia mundial, una opinión pública mundial y, cada vez más, un sentido mundial del bien y el mal entre culturas y comunidades dispersas por todo el mundo.  Nuestra conmoción ante el tsunami de Indonesia de 2004 y el más reciente del Japón, nuestra repulsa cuando la policía egipcia abrió fuego contra los manifestantes y nuestra alegría colectiva cuando los mineros chilenos fueron rescatados constituyeron la expresión de una nueva energía democrática que puede encauzarse en apoyo de políticas mundiales y locales.  Debemos responder a la necesidad muy humana de aceptación, raíces y comunidad, no mezclando o borrando las diferencias culturales sino aprovechándolas.  Con demasiada frecuencia la globalización se parece a Internet:  todos están conectados pero nadie tiene el control.  Son demasiadas las personas que se sienten impotentes, y la impotencia envenena la democracia.

Esto me lleva a recordar la importancia del liderazgo político.  Hace medio siglo, los arquitectos del sistema de la posguerra estaban motivados por una idea sencilla y poderosa:  un mundo basado en la libertad, la apertura y la prosperidad compartida representaba nuestra mejor oportunidad de conseguir una paz duradera.  Pero el final de la guerra fría no ha producido un nuevo ideal semejante.  Por el contrario, el desmoronamiento soviético contribuyó a reforzar el statu quo.  Fomentó la creencia de que habíamos llegado al final de nuestros debates sobre política, por no decir al “final de la historia”, y de que la política exterior podría ceder el primer plano a las cuestiones internas más acuciantes.  El resultado es cierta complacencia — o, lo que es peor, parálisis — frente a la globalización;  una conciencia incómoda de los desafíos que se perfilan en el horizonte, y al mismo tiempo, la incapacidad de generar el ideal y la voluntad colectiva para hacerles frente.

Los líderes mundiales deben explicar el futuro al presente, para lo que se requiere valentía política en un momento en que la globalización sufre los ataques de la extrema izquierda y la extrema derecha.  Deben demostrar que los intereses nacionales son cada vez más intereses mundiales, que nuestra seguridad depende de la seguridad de otros, que la cooperación internacional refuerza la soberanía, mientras que el aislamiento la disminuye.  Los días en que una sola potencia — incluso los Estados Unidos o China — podían atender unilateralmente sus intereses financieros, ambientales y hasta de seguridad, sin ayuda de otros, han desaparecido para siempre.  Estamos todos en el mismo barco.

Permítanme terminar con esta reflexión.  El desafío real de nuestros días es modificar nuestra actitud mental, no solo nuestros sistemas, instituciones o políticas.  Necesitamos imaginación para responder a la enorme promesa — y desafío — del mundo interconectado que hemos creado.  Y debemos rechazar la tentación política de responder a nuestra necesidad de raíces y aceptación movilizándonos frente a ellos, “nosotros” frente a “los otros”.

El multilateralismo puede resultar engorroso, frustrante, dos pasos adelante y uno atrás, como sabemos demasiado bien en la OMC.  Pero la ficción de que existe una alternativa es ingenua y peligrosa.  Ingenua porque ignora que dependemos cada vez más — no menos — el uno del otro.  Peligrosa porque corre el riesgo de sumergirnos de nuevo en las divisiones del pasado, con todos sus conflictos y tragedias.

El futuro está en una globalización mayor, no menor;  más cooperación, más interacción entre los pueblos y culturas y reparto todavía mayor de responsabilidades e intereses.  Lo que necesitamos hoy es “unidad en nuestra diversidad global”, o, por citar el lema nacional de Indonesia, “Bhinneka Tunggal Ika”.

Les agradezco su atención.

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