WTO NOTICIAS: DISCURSOS — DG PASCAL LAMY


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Muchas gracias, Jean Claude, por esta invitación.

Gracias también por los elogios, que ciertamente ponen a prueba mi legendaria modestia.

Para preparar esta intervención me remonté a 40 años atrás, cuando era yo quien estaba sentado en el lugar que ocupan hoy ustedes, y me pregunté qué me habría sido útil escuchar en esta cátedra.

Sé ahora lo que habría querido:  un marco de referencia para comprender el mundo, algunas claves para encararlo y para reflexionar sobre la forma de avanzar en él.  Y también, posiblemente, una guía para actuar de la manera correcta.

Están ustedes en una edad en que confío en que habrán comenzado a reflexionar sobre el rumbo que habrán de seguir.

Les propongo por eso un marco de referencia, uno entre otros;  sin duda muy distinto del que un norteamericano, un chino o un africano les presentaría en mi lugar.  Este marco se basa en la experiencia profesional de la que he tenido la suerte de beneficiarme y que me ha permitido estar presente en muchos de los principales acontecimientos de los últimos 40 años.  Y ello me lleva inevitablemente a una reflexión prospectiva, a los diez años en que presté servicios a la República Francesa, a los quince años que dediqué a la construcción europea o de los ocho años que habré pasado a la cabeza de la Organización Mundial del Comercio.

Les propongo así un marco de referencia y algunas claves.  No están ustedes aquí para descubrir una verdad revelada sino para aprender a construir su propia verdad.  La verdad que les permitirá decidir en el futuro, en sus actuaciones profesionales, y comprender que no se trata tanto de conocimientos como de competencias.

Es aquí, en sus estudios, donde encontrarán ustedes las herramientas necesarias para esclarecer sus decisiones como mujeres y como hombres.

Comencemos por examinar juntos el pasado:  los principales acontecimientos de la época en que estuve en el lugar de ustedes y las grandes tendencias que han marcado estos últimos 40 años.  Y en segundo lugar, el porvenir:  los acontecimientos que se perfilan en el horizonte del año 2030, por ejemplo.

Remontémonos a 40 años atrás, a 1972, el año de la primera visita de un Presidente de los Estados Unidos, Richard Nixon, a la China de entonces, dirigida por Mao Zedong.  Es también el año de la Conferencia de Estocolmo, la primera conferencia internacional sobre las cuestiones del medio ambiente — la contaminación, según la terminología de la época.  El año de las negociaciones de paz que pusieron fin a la guerra de Viet Nam, y también el año de la firma del tratado SALT sobre la limitación de las armas estratégicas.  Tenía yo entonces la edad de usted y recuerdo que España, nuestra vecina, seguía sometida a la dictadura del General Franco.

En 1971, el año anterior, se puso fin a la convertibilidad del dólar en oro y se abandonó el sistema de cambios fijos establecido en Bretton Woods.  En 1973, el año siguiente, se produjo la primera crisis del petróleo como resultado de la guerra de Yom Kippur.

Es ciertamente difícil atribuir a un año antes que a otro un carácter decisivo sin irritar a los historiadores.  Reconozcamos, no obstante, que estos acontecimientos contenían, al menos en germen, muchos de los cambios y la evolución posteriores.

El año 2012 marca el quinto aniversario de la crisis.  Es también el año de la transformación geoeconómica que esta crisis ha acelerado:  por primera vez en la historia, la producción de los llamados países en desarrollo es mayor que la de los países desarrollados.

Estos recuerdos nos remiten al gran fenómeno que ha dominado estos decenios:  el crecimiento, la interdependencia económica, financiera y humana, que reviste aspectos extremadamente numerosos y complejos, y que llamamos globalización.  Este fenómeno es a la vez el producto y el motor de lo que Jean Michel Severino llamó en una obra que les recomiendo — uno de los mejores libros sobre el mundo contemporáneo — “le Grand Basculement”.  Lo que esta obra demuestra es el peso que han adquirido progresivamente los países desarrollados y los países en desarrollo, y también el surgimiento de potencias económicas, y por tanto políticas, como China, la India, el Brasil, y también Indonesia, México e incluso Sudáfrica, para citar sólo algunas.

Esta globalización ha tenido dos efectos principales.  En primer lugar, un crecimiento económico importante y regular durante esos años.  Un crecimiento medio del PNB de más del 1,5 por ciento per cápita.  Además, y esto es lo más importante, una reducción considerable de la pobreza absoluta.  La proporción de pobres en el mundo se redujo en este período a la mitad;  de la mitad de la población mundial a alrededor de un cuarto.

Se hicieron también progresos en el ámbito de la igualdad entre hombres y mujeres en todos los continentes.  Pero aumentaron en el mismo período las desigualdades, menos entre los países que en el interior de los países.  Estamos entonces ante una dualidad paradójica:  un progreso en el plano humano y social que no se traduce en una reducción de las desigualdades.  La familia política a la que pertenezco percibe esta paradoja como una injusticia.  No quiero introducir aquí el debate filosófico complejo tendiente a determinar si toda desigualdad es fuente de injusticia o si toda injusticia engendra desigualdad.  Se trata de un postulado ideológico que asumo.

Esta globalización ha sido testigo de la preminencia de un sistema económico que quiero calificar de Ricardo-Schumpeteriano, cuyo motor es la tecnología.  Son las grandes revoluciones tecnológicas las que hicieron la globalización a la vez posible y productiva.  En el período que examinamos, esos cambios se originan fundamentalmente en la explosión de las tecnologías de la información y las telecomunicaciones.  Hace 40 años no había un solo teléfono móvil en el bolsillo de un hombre.  Actualmente hay 6.000 millones.

Este motor tecnológico tuvo por efecto la reducción inaudita, sin precedentes, del costo de la distancia y de los intercambios.  Al reducirse las fricciones, se multiplican los intercambios.

Otra revolución tecnológica que ha transformado profundamente los intercambios internacionales es la contenerización, que surgió entre los años cincuenta y sesenta.  En ese período, esta técnica dividió el costo por tonelada del transporte por un factor de 50.  Desde este punto de vista, el inventor de la contenerización merecería estar casi a la altura del inventor de Internet, de la máquina a vapor o de la electricidad.

Ese sistema produce eficiencias considerables en la productividad y en consecuencia en el crecimiento, dado que el crecimiento de una economía es esencialmente resultado de la suma de las eficacias acumuladas.  Según los principios de Ricardo, se obtiene un nivel óptimo colectivo si cada uno se especializa en el oficio que domina mejor.  Esta teoría se aplica tanto al nivel personal como al de las naciones.

Para comprender el funcionamiento del sistema, es preciso integrar en él la teoría de Schumpeter, según la cual todas estas eficiencias se producen a través de conmociones que remodelan las posiciones competitivas de unos y otros.  Esas conmociones, que redistribuyen las cartas, las calificaciones y las ventajas, se producen como resultado del aumento de los intercambios al nivel nacional o internacional.  Estos 40 años han validado de algún modo las teorías de Ricardo y de Schumpeter, cuyos retratos cuelgan en mi oficina de Ginebra.  Ni uno ni otro podrían haber imaginado las proporciones que alcanzaría su sistema.

Las consecuencias económicas y sociales de esta eficacia, sumada a las conmociones de que son producto, son especialmente considerables a medida que avanzamos hacia la economía del conocimiento, a la que volveré a referirme.  Este tipo de economía distribuye de manera diferente las ventajas comparativas y asigna más importancia al conocimiento, al talento y a las calificaciones.

En el plano geopolítico, en el que soy menos experto, con la globalización se atenúan las tensiones mundiales y aumentan a la vez los conflictos locales.  Actualmente casi han desaparecido los conflictos transfronterizos, en tanto que las guerras que siembran el caos, el terror y la muerte para miles de personas se libran dentro de las fronteras.

Se estabilizaron en el mismo período los gastos mundiales de defensa.  Cabría decir que esa es una buena noticia, pero también que es una mala noticia porque, si no hay más tensiones del tipo de las que había hace 40 años, ¿cuál es la razón para seguir gastando 1,7 billones de dólares por año en armamentos?

La reducción de estas tensiones mundiales corresponde a una disminución de las tensiones ideológicas.  Ya me he referido a esto:  en 1972 concluyó la guerra de Viet Nam, que fue el último enfrentamiento armado de un sistema de inspiración capitalista con un sistema de inspiración comunista.  El principal acontecimiento geopolítico de ese período fue sin duda la caída del muro, resultado de una erosión, un desgaste y luego un derrumbamiento, en este caso económico, del sistema comunista.

Sin embargo, no vivimos en el mundo plano del que habla uno u otro geopolítico norteamericano.  La globalización es ciertamente una extensión del capitalismo de mercado, que es el modelo dominante, pero no logra la adhesión prometida por sus proponentes en razón de sus dificultades para producir un crecimiento capaz de transformarse en bienestar.  En esto radica la diferencia entre la economía y la economía política.

La economía puede, en cierta forma, asimilarse a una ciencia;  la economía política, de ningún modo, ya que lo esencial es en último término el bienestar que los ciudadanos y las ciudadanas obtienen de los progresos de este crecimiento económico.

Este período de 40 años termina con esta crisis, cuyo carácter inevitablemente mundial ustedes habrán comprendido, y que comenzó en los Estados Unidos en 2007 en un sector particular de la industria financiera.  Yo soy de los que piensan que el origen de la crisis financiera que se transformó en crisis económica y social mundial reside en la falta de gobernanza, de reglamentación y de control de una industria aún más globalizada que las demás.

No es casual que el sistema haya explotado en un sector carente de gobernanza mundial.  Sin embargo, la cuestión ya se había planteado hace mucho y repetidamente.  Cuando me tocó actuar como Sherpa del G-7 y del G-8, entre 1985 y 1994, a la cabeza del gabinete de Jacques Delors en la Comisión Europea, la cuestión de la adopción de normas globales para disciplinar las finanzas mundiales se planteaba regularmente.  Una parte de los miembros del G-7 y el G-8, Francia, Alemania, el Japón y el Canadá, eran conscientes de los riesgos y querían enfrentar el problema.  Pero otros temían que una reforma de la industria financiera limitara la innovación y destruyera este motor poderoso de la globalización.

¿Por qué no se tomó ninguna decisión en el G-7 y el G-8 en ese momento?  ¡Por falta de consenso!  La gran dificultad de un sistema de gobernanza internacional se debe a que el consenso es la regla y en consecuencia la inmovilidad sigue siendo considerable.

En resumen, la globalización tropieza con nuestra incapacidad colectiva de manejar los riesgos.

Miremos ahora el porvenir, el porvenir de ustedes, y tratemos de identificar de manera breve y esquemática las evoluciones y los desafíos probables.

En las proyecciones del mundo en 2030, el PNB de China ascenderá a 24 billones de dólares, el de los Estados Unidos a 17 billones, el de Europa a 14 billones y el de la India a 10 billones.  Sin embargo, el PNB per cápita de China equivaldrá apenas a un tercio del de los Estados Unidos.  Pese a un enorme crecimiento, subsisten así las desigualdades mundiales, de las que el ingreso per cápita es un indicio.

Las tendencias demográficas — el aumento o el envejecimiento de la población, o la urbanización — son bien conocidas.  La población mundial será en 2030 de aproximadamente 8.500 millones de habitantes, de los que 7.000 millones vivirán en lo que llamamos hoy los países en desarrollo.  La edad media de la población aumentará en cinco años.  La edad mediana de los africanos será de aproximadamente 18 años, la de los chinos de 34 y la de la población del sudeste de Asia de 25 años.

Siempre en el horizonte de 2030, continuará la urbanización y el 70 por ciento de la población mundial vivirá en ciudades.  Este fenómeno tendrá un gran impacto en los sistemas económicos, sociales y políticos:  en el crecimiento que tendrá lugar como resultado de las conexiones (el efecto de “clusters” en el lenguaje de los especialistas).  La urbanización será así un impulsor suplementario de eficiencia de la tecnología, pero también un factor de tensiones políticas y sociales a raíz de la desigualdad de los niveles de vida y de la dificultad de los espacios urbanos para asegurar la inclusión social, a diferencia de los espacios rurales.  La historia nos enseña que las ciudades actúan como caldos de cultivo propicios para los conflictos políticos y las revoluciones.

Quiero hacer una observación sobre el continente africano que justificaría aún más el interés y la atención que le prestan los dirigentes europeos:  hay actualmente 900 millones de africanos pero en 2030 habrá probablemente 1.500 millones.

¿Cómo se traducirá esta evolución en el plano económico?  En el surgimiento de una clase media mundial que contará con alrededor de 2.000 millones de seres humanos.  Esta clase media, que se caracteriza por el nivel y el modo de vida, la educación, el espíritu crítico, y por la aspiración a continuar el progreso responsable de su avance, constituye un potencial de consumo gigantesco para los próximos decenios.  Actualmente el 60 por ciento de esta clase media vive en América del Norte, en Europa o en el Japón.  Entre 2030 y 2040, sólo el 30 por ciento vivirá en Europa o en América del Norte y el resto estará en otras partes del mundo.  La gran transformación, “le Grand Basculement”, está muy lejos de haber terminado.

Este potencial de consumo promete un crecimiento considerable.  Pero, al mismo tiempo, presagia probablemente problemas políticos atribuibles a aspiraciones divergentes.  La experiencia política tiende a mostrar que cuando los países se desarrollan y las poblaciones salen de la pobreza, contrariamente a la idea preconcebida, esas poblaciones aspiran a enriquecerse aún más.  Es este un fenómeno fundamental del capitalismo de mercado, que conocen bien los vendedores de bienes de consumo, las empresas de comercialización y todos los que trabajan en la interacción entre el comportamiento económico de los consumidores y su satisfacción personal.

Este problema, al que volveré a referirme, sigue actualmente sin solución;  las tendencias de este crecimiento seguirán produciendo desigualdades.

Hay otra tendencia que cabe prever que seguirá dominando las fuerzas que estructuran los sistemas económicos, políticos y sociales:  la tecnología y la innovación, y sobre todo los progresos científicos, cuyo desarrollo promete ser inmenso con las biotecnologías y las nanotecnologías.

Esta economía del conocimiento que surgirá gracias a la enorme difusión de la información y de la cultura desembocará en una economía crítica.  Los progresos del conocimiento nacen de la capacidad crítica y en el mundo hacia el cual nos dirigimos, el gobierno de los hombres será más difuso y más diseminado.  Continuará la globalización, se demultiplicarán los sistemas de producción a través de los espacios geográficos mundiales y se acentuará la separación geográfica entre productores y consumidores.

Salimos de un mundo donde lo esencial de lo que se consume en un sitio se produce en ese sitio.  Nos dirigimos hacia un mundo donde lo esencial de lo que se produce en un sitio se consumirá en otro, y viceversa.  El contenido de importaciones de las exportaciones en el mundo pasó en promedio del 20 por ciento hace 20 años al 40 por ciento actualmente, y ascenderá probablemente al 60 por ciento dentro de 20 años.  Es un modelo económico totalmente distinto del que prevaleció durante siglos y cuyas consecuencias antropológicas no se conocen todavía.  La emergencia del capitalismo industrial vio nacer el ser económico y el ser político, que son el productor y el consumidor, y las tensiones que residen en ese homo economicus.  Los intereses de un trabajador y los intereses de ese trabajador como consumidor no son necesariamente los mismos según las reglas del capitalismo de mercado, y esta dicotomía del homo economicus seguirá sin duda creciendo.

Sin pretender ser exhaustivo, estos serán, a mi juicio, los grandes desafíos que habrá que enfrentar.

Sabemos que el modelo de crecimiento actual, el capitalismo de mercado tal como se ha desarrollado no es “sostenible” (a falta de una traducción mejor) ni el plano social ni en el plano ambiental.

Aunque el impacto ambiental es el más importante, el más visible y el que mejor se reconoce colectivamente, tardamos en extraer las consecuencias obvias.

El impacto del capitalismo de mercado en el plano social es más difícil de reconocer.  El recalentamiento del planeta es un fenómeno objetivo que se reconoce en general que es imputable a los seres humanos.  El nivel aceptable de desigualdad social depende más de la subjetividad y la cultura.  Somos conscientes de que no podemos seguir consumiendo recursos naturales limitados al ritmo actual.  Sabemos también que el sistema Ricardo-Schumpeteriano agota a los seres humanos, además de agotar los recursos naturales, y corre el peligro de engendrar frustraciones y conflictos, que son terreno fértil para la violencia.

La evolución demográfica que he descrito antes se traducirá en un crecimiento de 30 por ciento del consumo de energía, de 50 por ciento del consumo de agua, y en una dificultad creciente para alimentar a la población entre 2030 y 2040.  Los seres humanos que salen de la pobreza no comen más, pero se alimentan de otra manera.  Con 1 dólar por día, una persona comerá arroz;  con 10 dólares por día, comerá pollo.  Ahora bien, el rendimiento energético del arroz es 10 veces superior al del pollo.  Comer pollo equivale a comer el arroz consumido por el pollo.  Esta evolución nutricional, cuyo rendimiento proteínico es malo, se considera no obstante, en su mayor parte y a justo título, como un progreso.

Sabemos que dentro de 30 ó 40 años, la temperatura mundial habrá aumentado entre 1 y 1,5 grados y las consecuencias de ese calentamiento ya se han descrito abundantemente.

Creo que no podemos continuar con este modelo de crecimiento.  Habrá que ponerse de acuerdo sobre el diagnóstico y, sobre todo, sobre las consecuencias que hay que extraer.

En forma esquemática podemos decir que hay dos grandes series de respuestas:  las de los liberales y las de los intervencionistas.

Los liberales admiten la existencia de estos problemas pero pretenden que el mercado, la tecnología y un mínimo de reglamentación van a resolverlos.  Se trata de una cuestión de precio.  Para reducir el consumo de energía que pone en peligro el clima basta con aumentar el precio de la energía para cambiar los comportamientos de consumo.  La racionalidad por los mercados.

El mismo razonamiento se aplica a otro problema importante resultante de esta evolución demográfica, a saber, el empleo.  Incluso si a primera vista la globalización produce hasta hoy una cantidad considerable de empleos, aunque repartidos en forma desigual, no es seguro que, pese a los progresos en la educación y la tecnología, al aumento del nivel de calificación y de los conocimientos, el mundo vaya a producir una cantidad suficiente de empleos calificados.  Los liberales son partidarios de dejar que el precio del trabajo se ajuste con arreglo al “mercado de trabajo”.

La escuela intervencionista, por el contrario, denuncia la incapacidad de los mercados de tener en cuenta varias dimensiones, comenzando por la manera en que se mide actualmente el PNB.  Ese punto de vista lleva evidentemente a conclusiones muy distintas en materia de gobernanza y de políticas públicas, cuya prioridad pasa a ser asegurar la cohesión social.

Cualesquiera sean los méritos que los partidarios del modelo económico de mercado le adjudiquen para crear eficiencias, una intervención colectiva es, a mi juicio, indispensable para desarrollar un sistema de reglamentación que minimice los riesgos de tensiones, de conflictos o de guerras, sean estas económicas, sociales o políticas.

Quiero mencionar de paso una tercera escuela de pensamiento que ha existido siempre desde el Club de Roma:  la escuela del decrecimiento, para la cual el concepto de “desarrollo duradero” es un oxímoron, un concepto hueco, en razón de que, según los que lo sostienen, no puede haber crecimiento de manera sostenible.

El objetivo de los sistemas económicos es producir resultados sociales, y el principal desafío de los próximos decenios consistirá en transformar el crecimiento en bienestar.  Sabemos que esto no ocurre actualmente, o por lo menos no suficientemente.  Tenemos los indicadores para medir el crecimiento y las deficiencias del sistema actual, pero no sabemos medir el bienestar.  Queda un largo camino por recorrer para lograr una convergencia sobre lo que las diferentes civilizaciones y culturas perciben como el bien y el mal.  Seguimos lejos de un sistema, de una escala de valores, común para la humanidad.

¿Cuál será entonces el modelo económico y social correcto capaz de producir el modelo correcto de crecimiento?  ¿El modelo liberal?  ¿El modelo intervencionista?  ¿Un modelo intermedio?  Los próximos decenios verán una “competencia — coexistencia” entre un modelo esencialmente liberal, el de América del Norte, y un modelo de inspiración intervencionista, muy bien representado por la China de hoy;  y entre los dos, un sistema mixto que se parece al sistema europeo en la medida en que combina la visión “de mercado” de América del Norte y la visión de “cohesión” o de solidaridad social que se inspira también en las filosofías orientales.  No olvidemos que Europa es el continente en que se dedica más del 50 por ciento a gastos de seguridad social en el mundo.  En el abanico de posibles civilizaciones futuras, Europa se destaca por la importancia y la sofisticación de sus sistemas de protección social y por su sensibilidad ambiental.

¿Hacia cuál de estos modelos tenderán América Latina, África o la India?  Esta cuestión sigue sin respuesta.

Otra pregunta que se desprende de las que anteceden es:  ¿hacia qué sistema geopolítico nos dirigimos?

Posiblemente hacia un esquema multipolar del tipo del G-20, a condición de que el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas logre reformarse.  Un ejemplo más de la rigidez y la dicotomía de los sistemas de gobernanza es la composición del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, un instrumento de gobernanza mundial que no ha evolucionado desde 1945.

Otra posibilidad es el llamado sistema “chimericano”, de tipo ya no de G-20 sino de G-2, en que China y los Estados Unidos se imbricarían en el plano económico, tecnológico y financiero hasta el punto de llegar a ser inseparables.  Este sería el estadio final de una globalización que vacilaría entre la cooperación y el enfrentamiento con arreglo a humores y opiniones cuya volatilidad crecerá con el acceso a la información, buena o mala.

Llegamos así a la cuestión crucial de la gobernanza.  La gobernanza clásica, la del modelo democrático que ha progresado sin cesar desde hace muchos años y a la cual nos hemos acostumbrado, no se pone en tela de juicio a raíz de las transformaciones de la sociedad de la información, la aparición de las redes sociales o el aumento de los conocimientos, de la comunicación y del espíritu crítico.  Pero resultará afectada.  Esta evolución es positiva para los individuos y negativa para las organizaciones constituidas.  El desarrollo del conocimiento y de la capacidad de los seres humanos de llevar a cabo sus proyectos se presentan como desafíos a la autoridad de todos los sistemas de poder, los partidos, las iglesias, el Estado y los monopolios.

En el plano internacional, como ya he mencionado, no tenemos actualmente sistemas de gobernanza que se ajusten a la amplitud y la altura de los desafíos globales a que nos enfrentamos.  En mi calidad de Director General de la OMC, participo en las reuniones del G-20 desde su creación y he podido constatar repetidamente hasta qué punto es difícil, si no imposible, lograr una convergencia sobre lo que podría ser una forma de autoridad internacional o supranacional.

Menos sobre su forma que sobre los valores en que se basaría.

En lo que respecta al medio ambiente, a la organización del sistema monetario internacional, a la ciberseguridad, a la competencia fiscal, a las migraciones, para tomar solamente cinco ejemplos, y tengo en mente otros diez, sabemos que necesitamos más cooperación, autoridad y gobernanza internacional.  La experiencia de estos últimos tiempos nos ha demostrado su insuficiencia.  No es básicamente un problema de mecanismos institucionales.  Es un problema de energía política y en consecuencia, ante todo, de legitimidad.

Mientras el espacio de la legitimidad política siga siendo el Estado-Nación, tal como ocurre actualmente, los dirigentes políticos, cuya ambición legítima y natural es ser reelegidos, se comportarán ante todo como dirigentes nacionales, responsables de las decisiones nacionales de sus poblaciones nacionales, porque no son sus vecinos los que votan en las elecciones sino sus nacionales.  Por el momento, este problema, importante para el porvenir, no tiene solución.

No les sorprenderá esta conclusión:  ¿“Dónde está Europa en este cuadro”?  Es una cuestión que sé que preocupa a Jean Claude Casanova, igual que a muchos de nosotros.  Sin pretender ser exhaustivo, ni obligarles a una profesión de fe europea, quiero plantearles algunos elementos que creo que se imponen:  en el mundo tal como ha llegado a ser, no veo un porvenir para Europa como civilización, para lo que representa en términos de valores, sin una mayor integración.  No veo que haya cabida para lo que constituye la especificidad de Europa, a saber, una dosis prudente de seguridad, de bienestar social, de mercado, de eficacia, sin unión política.  Esto interesa a todos los europeos, que no tienen todavía conciencia de su pertenencia común, ni la voluntad de promover sus valores sin imponerlos a otros (esos tiempos han pasado) para organizar una cohabitación razonable con otros sistemas.

Creo que esto interesa también al resto del mundo.  Basta con observar hasta qué punto la crisis del euro ha creado el pánico en los demás continentes, aunque no lo expresen siempre públicamente.  Desde hace dos años, cuando viajo a China, a la India, a los Estados Unidos o al Brasil, lo primero que me preguntan mis interlocutores en privado se refiere a la crisis del euro:  “¿Nos dirigimos hacia una explosión?  Porque tiene que saber que las consecuencias serían catastróficas para nosotros”.  Cito este ejemplo reciente para mostrar que la experiencia europea sigue siendo una tentativa única en el mundo para la constitución de una autoridad supranacional que responde a intereses colectivos.

No pretendo que la experiencia europea, con sus parámetros históricos tan particulares, pueda reproducirse.  Esto es lo que explico a los dirigentes africanos, asiáticos o latinoamericanos.  Para inventar un sistema de dirección política dotado de suficiente legitimidad, los europeos deben continuar esta construcción inédita de un espacio político que se aparta de los cauces tradicionales, westfalianos, de Estados-Naciones.  Estoy convencido de que este laboratorio es esencial para el futuro.  Para los europeos y también para los demás.  Es uno de los elementos que determinarán si el mundo en 2030, el mundo de ustedes, será mejor o peor que el de hoy.

Todos estos cuestionamientos están en manos de ustedes.  Corresponderá a su generación encontrar las respuestas.  Volviendo al camino que habrán de recorrer en esta institución, espero que al menos alguno o alguna de ustedes esté en mi lugar dentro de 40 años.  No creo que, ni siquiera por invitación expresa de las autoridades de la Escuela de Ciencias Políticas en esos tiempos lejanos, pueda estar yo presente.  Pero espero que uno, una u otro de ustedes realizará en mi lugar la misma tarea y esbozará a grandes rasgos un panorama del mundo tal como se presentará entonces.  Gracias a los instrumentos de que dispondrán ustedes durante sus años de estudio, gracias a la comprensión del mundo que habrán acumulado, corresponderá a aquel o aquella de entre ustedes que tenga esa oportunidad demostrar si ha progresado la capacidad de la humanidad de reducir el sufrimiento y la injusticia.

Por mi parte, pienso que esta empresa humana es posible y les deseo que se dediquen a ella con energía y sin demora.

 

 

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